martes, 22 de diciembre de 2015

Luz difusa



Entre la luz difusa que se produce al atardecer entre la tierra y el horizonte parece haber segundos de tiempo dormidos, completamente extasiados, resistiéndose a desaparecer o a continuar con esa incansable rutina de avanzar linealmente hacia el infinito. En esa luz las miradas suelen perderse. Son atrapadas de un modo casi magnético, y así, los ojos se posan en un horizonte más etéreo que físico y la mente divaga, se compenetra con la nada misma y los pensamientos lo inundan todo permitiendo al individuo hipnotizado y extasiado bucear a lo largo del tiempo: pasado, presente y un hipotético futuro.

El viento del desierto corre sibilante, ajeno a todo. El hombre que contempla el horizonte lo hace en paz, sentado en una terraza de adobe y piedra, en completa soledad. Pocas personas se hospedan en el albergue. Es una temporada baja para el turismo, sin embargo, siempre hay quienes gustan de aislarse y tomar contacto consigo mismo. Desde que llegó ha pasado cada atardecer contemplando la puesta de sol. Se dirige en silencio desde su cuarto a la terraza y allí, compenetrado profundamente con la armonía cielo-tierra, se queda en trance sin importarle nada.

Fue entonces que la mujer de rasgos delicados y figura esbelta lo vio por primera vez en su vida. Ella viajaba desde Inglaterra a Sudáfrica, y en su itinerario decidió también asistir a la comunión del silencio que producen los atardeceres en aquel lugar del mundo.

Se vieron cómo se ven los que se ignoran. Se miraron sin mirarse. Estuvieron por vez primera más juntos que nunca, a pocos centímetros un cuerpo del otro, sin siquiera percibirse. A lo lejos, cuando la tierra ahora tibia comenzaba a engullir el sol, los pensamientos de ambos danzaban armónicamente y en completo silencio. Ambos estaban tan absortos, tan idos, que hasta el mismo silbar del viento era ignorado.

Fue él quien la miró al rato y observó sus facciones suaves y atractivas. Notó en la piel de esa extraña mujer el paso generoso del tiempo, de la vida misma. Tan joven, tan bella y a la vez tan extraña. Sin embargo, no dijo una palabra. Sólo se limitó a observarla, con insistencia, de soslayo, con esa timidez que se apodera tanto de hombres y mujeres al momento de la conquista.

Pero ella no percibía la mirada del hombre. Sus pensamientos se remontaban más allá de la puesta del sol, tal vez a escenas del pasado, a momentos olvidados que ahora le parecían muy vívidos. Pero también fue ella quien repentinamente le lanzó una mirada sin tiempo, profunda y rápida, dándose cuenta que él la observaba. Sus labios se cargaron de timidez, pero eso no bloqueó una débil mueca de sonrisa. Eran dos extraños en medio de un desierto en el cual muy pocas almas lo habitaban. Él receptó la mirada y sintió el impulso irrefrenable de hablarle, de saludarla, de presentarse o tal vez de gritar. Sin embargo, y a pesar de todo, de los impulsos también está cincelado el humano y tras un breve saludo la vida de ambos cambió para siempre.

“Tal vez” –dijo él años después- “si hubiese evitado el saludo, si no hubiese sonreído, si mi campo de percepción visual hubiera seguido enfocándose en el horizonte mi vida hubiera seguido otros derroteros, otros caminos. Sin embargo, bastó un simple y escueto saludo para que nuestras vidas bifurcaran…”

Las guerras, las hecatombes, los desastres naturales, las revoluciones, todo tiene un inicio en alguna parte, y sucede cuando uno menos lo imagina. Así, entre el lejano horizonte y la pequeña sonrisa a flor de labios se creó una burbuja, atemporal, donde la vida de la mujer desconocida y la de él confluyeron para iniciar un camino juntos.

Al anochecer de ese día la terraza estaba vacía. El viento proveniente del mar soplaba fresco y con más fuerza. Dentro de las habitaciones de paredes de adobe las lumbres oscilaban temblorosas, movilizándose por corrientes de aire que brotaban de cualquier hendija. La noche caía implacable sobre el desierto. Las estrellas se mantenían altivas y titilantes, irradiando sus destellos sobre la superficie ahora fría y dormida de la tierra. En una de las habitaciones un hombre y una mujer hacía horas acababan de pactar su futuro, sin siquiera darse cuenta. Fue el destino el único fisgón atrevido que se encargó de echar los dados y tensar ese delgado hilo rojo del que tantas religiones antiguas hablan. Allí, en medio de la nada misma, entre el calor tibio de los cuerpos en poses amatorias, se estaban escribiendo nuevos recuerdos, fugaces añoranzas, y tal vez, por qué no, tristes olvidos.



© Miguel Luis Aguilera

martes, 15 de diciembre de 2015

Plomo


Lo escribimos en una servilleta. Primero ella, después yo. Afuera llovía. Diluviaba. Sin embargo, poco importaba… casi nada… nada. La servilleta era quien tenía el foco de atención. Una vulgar y simple servilleta de papel, ordinaria, descartable. “¿Sin rencores?”, me preguntó. “Sin rencores”, respondí. Así debía ser.

Escribió con dificultad. Un poco por el nerviosismo, otro poco por secarse las lágrimas y también porque la servilleta dificultaba el trazo de la lapicera. Escribió… y escribió. Finalmente indicó el punto final con gran presión, como si después de ese punto estuviera un abismo inconmensurable.

“Tu turno”, me dijo.

Tomé la servilleta de papel y sin leer lo escrito por ella comencé a escribir. Al principio tuve demasiados impulsos, pero los frené a tiempo. No debía. Eso mismo me dije. No. Así no. Prolijamente: “Sé que no es fácil…” comencé escribiendo, y luego, entre titubeos y nerviosismo, comencé a explayarme tanto como la vasta llanura de papel me dejó hacerlo. Al terminar también puse un punto, final.

Doblé la servilleta con mucho esmero. Debía quedar así, como un pequeño cofre custodiando un gran tesoro. Abrimos juntos la diminuta caja de madera y ambos, tomando una punta de cada lado de la servilleta doblada, lo colocamos dentro. Luego la cerramos y nos quedamos mirándonos, en silencio.

“Que así sea”, dijo ella.

Asentí con mi cabeza.

“Nos falta nuestra firma… y la fecha”, dijo casi sollozando ella.

Sí, faltaba eso. Firmamos sólo con nuestros nombres y luego yo añadí la fecha… ¿acaso importaba?

Entonces nos levantamos, nos saludamos con un beso tibio en las mejillas, y cada uno tomó su rumbo, el itinerario que debía seguir en su vida.

La caja de madera quedó en mi mano. Me aferré a ella como si se tratase de un tesoro invaluable. “Eres mía”, dije en susurros. Sin embargo, habíamos hecho una promesa. Habíamos prometido nunca abrir la caja, a menos que la vida volviera a juntarnos. Sabiéndolo sentía el enorme peso de la diminuta caja en mis manos. Pesaba como miles de toneladas de plomo, por más que ella fuera tan diminuta. Dentro estaba mi deseo, y también el suyo, y aún hoy no sé si se ha cumplido.




miércoles, 2 de diciembre de 2015

Modos de mirar





Debe ser impensado para la señorita Estévez recorrer su camino diario al trabajo sin observar todo lo que acontece a su alrededor. Y digo impensado porque estoy casi seguro que lo es. Jamás tuvimos una palabra, jamás nos presentaron, sé su apellido por la credencial que lleva a diario en su chaqueta, y que sube en el mismo colectivo que nos conduce a ambos a nuestras oficinas, asientos de por medio, minutos de vidas desincronizadamente distantes.

Lo observa todo.  Es como un águila al acecho, incapaz de ir contra lo que dicta su propia naturaleza. Si lo observa es porque lo ve, porque lo presiente y siente curiosidad. Entonces yo también observo, y uno que otro pasajero lo suele hacer. El detalle más mínimo cae bajo esa observación implacable de la señorita Estévez. Y todo sucede en el colectivo, cuando va completamente atestado de personas somnolientas que irremediablemente asisten a sus trabajos.

Supongo que es como un festín para sus ojos que aplica inmediatamente tras el pedido urgente de su curiosidad. Por momentos lo he pensado así. Debe haber cierta ansiedad cargada de regocijo en ese acto de escudriñarlo todo. Siempre ubicada en uno de los asientos traseros, sin necesidad de mover mucho su cabeza, se mantiene altiva y alerta. Creo que nadie se ha dado cuenta de su “jueguito” pasajero. Salvo yo, claro. Tampoco sé si se ha percatado que yo la he desenmascarado. En mi creencia diría que no, que ignora que yo soy quien la observa usando su propia técnica. Y eso se siente extraño. Quien observa es observado. Quien pasa desapercibido es percibido por otro. Parece algo cíclico que es ignorado por uno y sabido por otro. Tal vez alguna ley, no lo sé…

Esta mañana ha subido al colectivo y se ha sentado a mi lado. Esa acción me ha puesto muy nervioso, pues me ha sido difícil observarla. Cuando lo hice creo haber percibido que quien era observado era yo. Sentí nervios en esos momentos. La trampa perfecta. Ella, totalmente erguida, se mantenía con la mirada hacia adelante, tal vez observando la nada, o algún que otro pasajero distraído. Sin embargo, me he sentido su conejillo de Indias. Estuve en su foco perimetral por demasiado tiempo. Y es ahí, cuando caigo en ese fino cálculo, donde me he sentido vulnerabilizado.

Después de unas cuantas paradas realizadas por el colectivo he volteado y mirado directamente a los ojos, pero ella no se inmutó. Permaneció rígida, siempre con su mirada al frente, ambas manos apoyadas sobre su cartera y esta sobre su falda. Una estatua de cera tenía seguramente mucha más gracia. Rápidamente he vuelto a mirar al frente. El sudor se apoderaba por completo de mi piel y los nervios caldeaban mi interior. Imposible no sentirse vulnerable a su lado. De ella siempre ha venido ese oleaje de percepción como cual agujero negro es capaz de engullir una estrella enana.

Al llegar a la parada de nuestros respectivos trabajos ha colgado su cartera del hombro, tomado el manillar y dispuesto a bajar. Primero me he levantado yo y caminado por el pasillo, en espera que otros pasajeros descendieran. Y ha sido en ese ínterin que he sentido su mirada en mi nuca, tal vez con una mueca de sonrisa en sus labios, analizando mi cabellera con ánimo de tomar por completo los pensamientos de mi mente. El mundo ha parecido detenerse, volverse completamente sordo e inaudito. Todo ha girado como en una cámara lenta, con extremada lentitud. He bajado los escalones, caminado un par de pasos por la vereda hasta detenerme y luego he volteado para observarla. La vi alejarse con su clásico caminar cansino, cartera colgada, pelo al viento, y me ha parecido ver una estela de satisfacción salir de su rostro. Admito que la he visto bella, con esa belleza tan intrigante como lo es ella por completo. Y he retomado mi camino al trabajo abatido, sintiéndome una presa más de su mirada, de su percepción sensorial.

Tras llegar a la oficina me he sentado al escritorio y observado los edificios, el cielo, la inmensa cantidad de luz que penetra por los amplios ventanales. Pensé en el mar, en las olas, en las cosas finitas e infinitas. En cómo el oleaje suele arrastrar cosas extrañas y dejarlas sobre la playa con la marea. La señorita Estévez es así de extraña. Tal vez un oleaje incompresible la arrime a diario a la playa habitada por muchas personas, pero luego ese mismo mar se encarga de tomarla y llevársela consigo. Y es ahí, en ese mecanismo invisible que pasa inadvertido, en donde sé que jamás reparará completamente en mí. Sólo soy un diminuto y pálido náufrago, en una isla desierta, con una playa demasiada acotada que espera su visita y sufre al momento que la rapta nuevamente el mar y se la lleva consigo.



© Miguel Luis Aguilera




miércoles, 25 de noviembre de 2015

La trampa



Siempre he sido una mujer que sabe cuándo mirar y cuándo no. Me jacto de ello para mis adentros. Es una victoria silenciosa que tiene su premiación positiva: evita problemas y permite expresar emociones. No es algo con lo que he nacido. Consideré siempre que no es así. Yo diría que es algo que he logrado pulir con el tiempo, clavijas que he logrado tocar minuciosamente hasta encontrarle el punto óptimo.

Siendo niña solía bajar la mirada ante los retos de mis padres. Era algo innato. La voz alzada, el volumen in crescendo, y la furia en los ojos de mi padre, por ejemplo, hacía que todo mi ser comprendiera que la mirada encerraba la comprensión de la situación vivida. Lo mismo sucedía con mi madre. Pero con ella era todo al revés. Sus ojos transmitían sosiego y vida, y en los modos de sus miradas iban añadidos puñados de sentimientos y sensaciones. Mi madre era expresividad pura, sin contención, liberada a los impulsos y a las sensaciones en extremo. Así sentía yo su proximidad, y así también la reconocía por sus miradas.

Un mediodía de invierno pasé por casa de mis padres. Sin planificarlo me invitaron a cenar y acepté gustosa. Las cenas en el seno familiar siempre tuvieron un halo brumoso de seriedad. Mi padre lo imponía con sus gestos y movimientos, y mi madre lo secundaba con la disposición de la cubertería, la vajilla, e inclusive el tipo y color de los manteles. Reconozco que no era feliz en las comidas familiares. El clima se volvía tenso, demasiado silencioso y asfixiante. Mi padre parecía decirlo todo con sus ojos, desde pedir algún utensilio hasta increparte para que te calles. Eran momentos con tonos dictatoriales en donde todos debíamos ser sumisos a sus deseos y conclusiones. Sin embargo, aquella noche, mientras veía cómo cortaba parsimoniosamente el asado de carne vacuna, tuve el arrebato, profundo y espontáneo, de preguntarle por sus sentimientos hacia mi persona. Necesitaba que de sus labios expresara lo que sentía por mí, su hija primogénita. No sé por qué lo hice, pero tampoco me cuestioné demasiado por ello. Durante los segundos que duró aquella pregunta salir de mis labios el mundo pareció enrarecerse de una manera inaudita, con extrema lentitud, visualizando todos los que estábamos a la mesa un único objetivo: la gesticulación facial de mi padre.

Creo que lo primero que observé fueron sus labios. En ellos había siempre un rictus desangelado que lo convertía muchas veces en un hombre demasiado gris. Era fácil interpretar sus estados de ánimo, tal vez demasiado para mí gusto. Tras preguntar no emitió respuesta inmediata. Sus ojos siguieron posados sobre el plato. Sus pensamientos parecían pasar por delante de sus ojos ¿Acaso tanto debía pensar aquella respuesta? ¿Tan difícil es decir cuán importante es un hijo para un padre? Finalmente posó ambos cubiertos, levantó la mirada y me observó con detenimiento. Fue un momento extraño: sentía una sensación entremezclada de algo trágico que podía suceder y todo lo contrario. Mi madre se mantenía inmóvil, sin siquiera echar bocado. El resto de la familia permanecía en silencio, todos expectantes ante una respuesta que para mi gusto se hacía esperar demasiado.

Eres mi hija primogénita, y por ende la que me enseñó de algún modo a ser padre…

Ese fue el inicio de aquella respuesta. Luego le siguieron entrecortadamente algunos adjetivos más, y un par de verbos que no tenían mucho sentido al relacionarlos entre sí. Noté la incomodidad familiar. Inclusive los esposos de mis hermanas notaron la tirantez de la situación. Mi madre rompió la tensión convidando ensalada a una de mis hermanas, y los niños gritaron solicitando más también. Poco a poco el murmullo en la mesa comenzó a subir de volumen, mi padre siguió echándose bocados y yo sentí caerme de espaldas a un abismo, y mientras lo hacía los sonidos y las imágenes de todos se iban desvaneciendo con lentitud, como si se tratase de un vago sueño que va abandonándose previo al despertar.

Finalizada la cena llegaron los postres, la charla de sobremesa, el lavar los platos, fumar cigarrillos, el correr de los niños, el habano humeante en la mano de mi padre. La normalidad tiene ese toque profundo y único, sin sutilezas, que se apodera instantáneamente de momentos y personas. Había llegado sin presentarse –como siempre-, e instalado en el seno familiar, haciendo que la pregunta hecha a mi padre fuera hasta casi risueña.

Supe por entonces que no debía tomar en serio aquellas palabras emitidas por mi padre. Las había pronunciado de un modo incómodo, en un momento incómodo e inesperadamente. Mi trampa había funcionado en cierto modo, pero no me gustaba lo que había obtenido con ella. Mi abuelo era quien siempre señalaba que una pregunta inesperada responde también inesperadamente con los gestos primero y luego con la lengua. Mi padre había sido presa y había caído en esa trampa cumpliendo a rajatabla lo enseñado por el abuelo. No había nada importante entonces para atesorar. Lo que yo pensaba y sentía sobre el sentimiento que me unía a mi padre era suficiente… ¿para qué más?

Tras un rato tomé mi abrigo, saludé a cada uno de la familia y me despedí hasta una próxima reunión. Todos sonrieron y desearon éxitos y suerte para mi vida. Supongo que es lo clásico que se hace y dice en ocasiones así. Tras pasar el umbral de la puerta de calle mi padre pronunció secamente mi nombre. Y fue instantáneo: tras escuchar el tono de su voz supe que la respuesta estaba allí, atragantada entre su mente y amígdalas. Volteé y lo miré a los ojos. Nos contemplamos un instante. Vi cómo sus ojos se llenaban rápidamente de lágrimas y también cómo acercaba su enorme esqueleto hacia mi persona. Depositó un cálido beso en mi frente y con sus dedos regordetes y ásperos recorrió con lentitud la superficie de mis mejillas. Delante de mí tenía a un oso gigantesco, erguido, con tez un tanto iracunda pero un brillo inusual en sus ojos. Eso lo delataba. Había allí un pequeño atisbo, una diminuta puerta a un interior tal vez inexplorado.

Te amo más que a mi propia vida, hija…

Y escuché sus palabras, y vi sus ojos, y también contemplé que sus manos regordetas no tenían garras, ni tampoco él era un oso. Su hosquedad había quedado desnuda, al descubierto, completamente a la intemperie, y en un punto sentí compasión por él y aquel enorme esfuerzo por decir lo que su corazón sentía pero su carácter y mente le impedían.

Devolví su beso con afecto. Era mi padre, quien me crió, quien estuvo a mi lado en momentos difíciles y quien junto a mi madre siempre velaron por mí. Nos mantuvimos abrazados por un instante que pareció eterno. Logré ver a corta distancia la punta de los zapatos de mi madre tras el marco de la puerta. Esbocé para mis adentros una sonrisa pícara, en cierto punto cómplice, al sentir que mi madre también había sido partícipe de aquella escena. Tras retirarme del abrazo del oso me despedí finalmente.

Caminé con lentitud por aquella acera que comenzaba a alejarme de la casa. Me sentía extraña, muy extraña. Arriba una luna gigantesca, ventanas de edificios iluminadas, una bruma perceptible cayendo sobre la ciudad: el frío en una de sus manifestaciones invernales. Fue tal vez el invierno más increíble de mi vida. Por vez primera había arremetido contra la figura gigantesca de mi padre, intentando ahondar más allá de sus murallas e internándome en esa cofradía de sentimientos ocultos tras una verdadera fortaleza. Lo había logrado. Tuve en mi frente un beso cargado de amor, del verdadero, de esos que al recordar se siente nuevamente, como si recién los labios se hubieran posado y la tibieza permaneciera allí, latente, cargada de vida. Todavía hoy lo siento al recordarlo, y cuando lo hago no siento culpa por aquella trampa.



sábado, 19 de septiembre de 2015

Herencia




Mientras hablábamos, sin dejar de mirarnos y hacer ademanes, pensé que una de las cosas más extrañas de este mundo es heredar algo de otro. Fue un pensamiento fugaz, demasiado escueto tal vez para lo profundo que parece ser, no obstante, se instaló en medio de mi cabeza y ahí se acuclilló, resistiéndose a ser eliminado, evitando que cualquier otro pensamiento ocupara su lugar.

Mi interlocutora no dejaba de gesticular. La charla se había convertido con el pasar de los minutos en más que interesante. Discurríamos el tiempo por diferentes caminos temáticos. No nos estancábamos en uno, sino que abríamos un abanico amplio –tal vez demasiado- de temas, de los cuales muchos reconozco que nos herían.

Sin embargo, el pensamiento sobre lo heredado hacía mucho ruido dentro de mi cabeza. Tal vez fuera por un sueño que había tenido días atrás. Creo que eso tuvo mucho que ver. Soñé con mi álter ego. Claramente. Fue tan vívido que hasta sentí esa simbiosis inexplicable que muchas veces llega hasta traducirse como un déjà-vu.

Finalmente paré en seco la conversación, miré a mi interlocutora y sin pensarlo más largué la frase: eres igual a tu madre. Acto seguido ella quedó mirándome de modo perplejo, con cierto atisbo rayano a la ira. Un silencio lo embargó todo, y yo, sin poder soltar otra palabra, asumí la consecuencia de lo que vendría, de la mar de improperios y agravios que se producirían tan rápidamente como una tormenta veraniega.

Sin embargo, el silencio continuó. Se quedó mirándome, con los ojos cargados de lágrimas y sin pronunciar palabra. Supe que la había herido. En realidad, lo supe en el mismo instante que lancé la frase. Era una daga que viajaba con objetivo certero, y buscaba clavarse con exactitud milimétrica en ese punto justo del corazón donde se guardan los tesoros más celosos, esos que uno esconde a todos, inclusive a uno mismo.

Y aunque no se crea mi procesión iba por dentro. Viajaba a través de ese silencio que se había quedado instalado entre ambos, que yo mismo había gestado. Sentía su dolor, pero el daño ya estaba hecho. Fue una terrible ojiva nuclear detonando dentro de su ser. Sí, eso mismo, tal cual. Así, casi una implosión. Su labio inferior comenzó a temblar y supe que sobrevendría el llanto. Unas lágrimas primero, otras después, y a continuación un llanto tenue y amargo y finalmente el odio demostrado con fiereza. Ese mismo odio que desde hacía tiempo se había enquistado en nuestro interior y arremetía con fuerza para salir y dañarnos una y otra vez.

Durante todo el tiempo que duró aquella escena ambos supimos que todo había terminado, que el límite se había cruzado. Lo heredado era indiscutible, así como la teoría que lo justifica. Por eso las palabras sobraban y tan sólo las miradas se batían en contienda. Ya no había nada por hacer. Ni tregua posible. Había sido demasiado el tiempo de guerra, el tiempo del bombardeo físico y psíquico. 
Enjugó sus lágrimas con un pañuelo y repasó con delicadeza el contorno de sus ojos. El maquillaje se había movilizado como si fuera una acuarela. Sus ojos ahora se habían tornado rojizos, pero no como algo diabólico, sino más bien con un tono rojo sangre, rojo herida.

Es extraña la herencia. Heredar es tomar parte de la maleta de otro y llevarla con uno mismo durante la vida, al principio sin sentir su peso, pero luego sintiéndolo tal vez en demasía. Ella y yo arrastrábamos pesadas herencias. Demasiado para nuestras débiles personalidades. Nos dimos cuenta demasiado tarde de ello. No había marcha atrás. Habíamos transitado demasiado camino juntos y durante ese tiempo nos soltamos de la mano y nos perdimos. 

Finalmente posó la cartera sobre la mesa, guardó los anteojos, el pañuelo, el paquete de cigarrillos. El orden de guardado no importaba, tan solo se limitaba a guardar, a no dejar nada en ese otro lado del mundo al cual ya no pertenecía. Era ese lado, el cual yo aún habito, el que tanto daño le había producido... Nos había producido. Porque quiérase o no, la toxicidad de un mundo enrarecido no sólo afecta a un individuo sino a todos los que están habitándolo. Y yo no era excepción. En absoluto. También había heredado algo de ese mundo tóxico durante tantos años. Y no se trataba de ADN, sino de psiquis y costumbres. 

Una vez todo estuvo dentro de su cartera se levantó y me quedó mirando, con esos ojos color tierra joven –ahora un tanto rojizos-, que tantas veces había contemplado en mi vida. Compararla con su madre fue un acto terrorista de mi parte. Un perfecto disparo de francotirador. No había forma de evadir el impacto. Ella lo había asumido por completo. El final, la raya que lo delimita todo, yo mismo la había trazado. Dio media vuelta y sin decir palabra alguna caminó hacia la puerta y la cruzó, adentrándose a la vida, dejando detrás el mundo lúgubre y oscuro que ambos habitábamos.




viernes, 18 de septiembre de 2015

El manuscrito





Entre el olor a café recién hecho y el sonido aislado de las gotas de lluvia al chocar contra los ventanales se pasaba la tarde. Decenas de personas entraban y salían del Café. Casi todos estudiantes universitarios, veinteañeros, cargados de optimismo y presagios de horizontes de vida colmados de felicidad. Entre el murmullo incesante alguna que otra voz resaltaba, hiriéndolo todo, como también lo hacían las carcajadas en grupo, o el sonido de la máquina de café. Esa vida, tan distendida, tan deseada por muchos jóvenes era la que estábamos transitando Brenda y yo.

Ella era del sur, de un pueblito perdido a orillas de la cordillera andina. Muchos supondrían que traería consigo la timidez pueblerina agazapada entre sus trastos y que la vida en la gran ciudad la enceguecería, pero no, nada de ello jamás había ocurrido. Brenda era imponente. Poseía una cabeza soñadora en la cual flotaban cosas hermosas, de esas que a quienes nos gusta soñar despiertos o dormidos nos atraen. Tenía múltiples cualidades, y casi todas eran invisibles a la mayoría de los ojos. Por ejemplo, podía leer múltiples libros a la vez, y contarte cada historia por separado con brillantísimos detalles y una luminosidad única en sus ojos al momento de hacerlo. Yo en cambio sólo podía limitarme a uno, y con demasiado trabajo. También poseía esa magia innata en aquellos que escriben. Le gustaba escribir, sí, y mucho. Lo hacía en cada momento libre, sin importar el sitio donde se hallase. Me gustaba verla escribir. Era una imagen simple, pero a la vez fascinante. Desde la postura que tomaba su cuerpo hasta el movimiento suave y acompasado de su mano al dibujar las letras en el papel. Todo resultaba en una única escena con tintes propios, incomparable con cualquier otra que pudieses ver por allí.

Nos habíamos conocido en el primer año mientras cursábamos la carrera de Letras. De entre cientos de personas que asistíamos a los cursos tuvimos la feliz coincidencia. Desde allí nos volvimos inseparables, casi simbióticos.

Aquel día en el café mientras esperábamos a que nos sirvieran hablábamos de libros y estilos literarios. Cada tanto volteábamos hacia la ventana y veíamos caer la lluvia, mojándolo todo. Recuerdo verla sonreír más que de costumbre, cada tanto acomodándose un mechón de pelo tras su oreja y posando la punta de la birome sobre su labio inferior. Imágenes únicas. Casi indescriptibles.
Así podría definir aquellos momentos. Entre las miradas y el ambiente juvenil la vida parecía sonreírnos. Brenda me mostraba su mundo cargado de mágica luz en el cual le gustaba adormecerse, y me arrastraba siempre con ella, como invitándome a la quietud de una isla cargada de un manto de niebla en donde todo parecía tenebroso, pero debajo de esa capa reinaba mucha paz y una belleza única.

Sacó de su morral un borrador, era su última novela. Lo giró y lo acercó hacia mí. 

―Léelo ―me dijo.

Asentí y sonreí a la vez. Pude notar en su rostro el regocijo de mi respuesta. Ella quería saber mi parecer y eso para mí era algo más que importante, pues depositaba una enorme responsabilidad y a su vez un gran compromiso. 

―Es tal vez una historia trillada. Un tanto romántica y rosa. No sé si te gustará… pero haz el esfuerzo. 

Asentí nuevamente con nerviosismo, pero siempre sosteniéndole su mirada penetrante y dulce.

―Claro, descuida. 

Ese día tuve entre mis manos un manuscrito que años después leerían millones de personas en el mundo, y miles de vidas terminarían identificándose con él. No pude sentir ese potencial escondido entre las páginas de papel, tampoco los ojos avizores de los futuros lectores que recorrerían palmo a palmo las páginas del libro. Simplemente sentía que tomaba entre mis manos algo especial de una amiga, en un momento especial de su vida.

Tomamos un par de cafés y tras una larga charla nos despedimos. La vi colocarse su impermeable, su gorro de lana color rosa, y sonreírme con esa magia de siempre. Aún hoy me parece verla sonreír… Un beso selló la despedida. Una larga y eterna despedida. Tan sólo unos segundos después tras caminar unos pocos pasos escuché el chirrido de una frenada de automóvil, un grito, bullicio y llantos. Volteé con rapidez, y corrí a toda prisa. Tras llegar pude contemplar que Brenda ya no estaba, había decidido irse a escribir a otro sitio.
En mi mochila el manuscrito era su última conexión con mi persona. Siempre pensé que había sido así. Que la vida misma se había encargado que así fuera. No obstante, lucho contra aquella forma de pensar y sostengo que Brenda flota por doquier, inclusive entre cada página de su libro.


Años después, ya siendo yo un escritor que se rebuscaba la vida entre pequeñas intervenciones en diarios locales y revistas de cultura, tomé el manuscrito y lo releí por completo. Lo hice varias veces. Lo corregí y apunté varias notas sobre él. Pensé que aquello era inmenso. En ese momento tras leerlo sostuve que ya no era aquella historia escrita en papel que había puesto en mis manos una jovencita universitaria en un Café. No. El tiempo se había encargado de hacerlo madurar y la historia emanaba riqueza y poder por sí sola desde dentro de las páginas y lo cubría todo. 

Decidí entonces que aquella magia debía ser conocida, debía encontrar ojos lectores. Intenté una y otra vez que alguna editorial se hiciera con el manuscrito, pero no resultó fácil. Me movía como un rayo, pero tras las negativas caía en un mundo de luces tenues, casi adormilado. Pasaron los días, los meses y los años. Más años. Y el manuscrito siguió en mis manos, sin que nadie se interesase por él. Finalmente lo envié a una nueva editorial cazatalentos que acaba de abrir en Buenos Aires. Se notaron interesados a primeras. Se contactaron y dijeron que sí, que aquella historia tenía fuerza y que pensaban que encajaría en el mundo contemporáneo, en la sociedad actual, tan fluctuante y extrovertida.

Fueron días de alegría. El manuscrito pasó por un minucioso estudio y trabajo de parte del staff de la editorial y se hizo la primera tirada de ejemplares, la cual se agotó con increíble rapidez. Todos estábamos felices. Brenda inclusive.

Con el pasar de los años la novela tuvo varias reediciones. Se tradujo a varias lenguas y se convirtió en best-seller mundial. Una mañana lluviosa de principios de otoño una carta de la editorial fue depositada en mi buzón de correo. Mientras la lluvia caía sin cesar me acurruqué en un sillón y la leí. Hablaba de éxitos de ventas, de agradecimientos a mi persona por el vínculo, y de lo maravilloso de la trama de la novela. El corazón se anudó en mi pecho. Se compungió con fuerza. Esa alegría transmitida por aquella carta se disipaba en la niebla del recuerdo y aparecía la sonrisa mágica de Brenda aquel día en el Café. Lloré amargamente. Había un libro contando una historia romántica que daba vueltas al mundo, entraba a hogares y se colaba en distintas horas del día en la mente de millones de lectores. Un libro que transmitía la magia que una hermosa mujer había depositado en él. Sin embargo, su ausencia dejaba la felicidad trunca. Un profundo agujero oscuro y húmedo parecía devorarlo todo, opacando la felicidad y arrojando cada palabra de aquella carta a un abismo infinito. 
Me mantuve un rato más sentado en el sillón observando llover. Las gotas impactaban en el suelo tras el ventanal. Mi memoria masajeaba mi corazón, y el sonido del viento, con mucha fuerza, arrastraba las imágenes de Brenda cada vez más al interior de mi corazón…



jueves, 6 de agosto de 2015

La necesidad del tornado



Es ese sonido casi imperceptible de la hora de la siesta el que suele volverse ensordecedor. Inicia con lentitud y va in crescendo lentamente, minuto a minuto, apoderándose de cada uno de mis sentidos hasta alojarse, compungido y hecho un ovillo, en un rincón recóndito e inexplorado de mi cabeza. 
Allí, en soledad, habita día tras día, justo en esa franja horaria en la que ya es habitué que transite sin que yo logre impedírselo.

Es extraño. Demasiado. Nos reconocemos inmediatamente. Él toma posesión de su rincón y yo le veo acurrucarse y permanecer inmóvil, casi eternamente, y no hago nada para evitarlo.

Dentro de la casa todos siguen su ritmo cotidiano y viven sus vidas con la misma lividez de siempre. La extraña persona que cuida de la abuela realiza sus tareas de manera sincrónica, con una perfección envidiable. Lo hace en completa mudez, casi inexpresivamente. En cambio la abuela habla y gesticula, y lo hace con ese énfasis que caracteriza su modo de ser y la hace una mujer única en los más de noventa años que vive en este mundo. El resto, mis hermanos y padres, entran y salen a sus mundos colindantes sin dejar demasiado rastro en la casa. No necesitan hacerlo, tan sólo se aseguran que el oleaje que producen al entrar y salir no sea demasiado intenso y provoque movilizar objetos o vidas que acarreen consecuencias.

Así, en esa serenidad de paisaje diario, el sonido pasa inadvertido y sólo tiende, casi involuntariamente, a observarme de soslayo y gesticular con cierta cadencia, con ese maldito gesto que tienen aquellos que perciben las miserias humanas en el ser de los necios.

No me permito nunca mostrarme tal cual soy frente a él. Tampoco lo hago con mi familia. Atesoro muy dentro de mí ese toque peculiar que me hace distinto e irrepetible. Soy como un objeto valioso que guarda su magia y poderío debajo de capas y más capas de polvo. Intento ser así desde niño… y el sonido lo sabe.

A veces siento el deseo y la necesidad que ese sonido tan extraño y vivaz sea un poderoso tornado que levante demasiada polvareda en mi interior. Y que lo haga con brío. De manera alocada, inyectándome esa energía vital que reconozco haber perdido en mi adolescencia y no vuelto a recuperar jamás. Sin embargo no sucede. Se comporta como una brisa adormecedora que una vez instalado en su rincón me adormece por completo y me invita a  profundas introspecciones y a repasar con lentitud disímiles momentos de mi vida. 

Jamás lograré escapar de él. Es algo que seguramente debe ser así y ambos lo sabemos. Cada vez que cruzamos nuestras miradas silenciosamente lo reconocemos. Ni él puede dejar de habitar dentro de mí, ni yo evitarlo. Esa simbiosis se produce desde que tengo uso de razón. Es una de las genialidades de mi propia existencia. Un ecosistema que mantiene un equilibrio frágil y demasiado perverso para mi propia psiquis.

Más de una vez desearía no escucharlo y quitarlo de mi cabeza. Arrancarme tal vez mis oídos o cercenar mis tímpanos. Pero sería en vano, pues es un sonido inaudible, de esos que se cuelan a través de las invisibles arterias de la mente y se manifiesta siempre de un modo teatral y casi tragicómico en todos los sentidos.

La abuela duerme con su boca abierta y realiza profundas inhalaciones. La enfermera se ha ido, ha cumplido con su tarea. La casa está en silencio. Todos están en sus labores lo más alejados posibles de este lugar en el mundo. Es la hora de la siesta y el sonido está aquí, acaba de entrar una vez más, y se lo ve fulgurante y a la vez esquivo. Me ha visto, me lo hace saber. Yo asiento. Lo hago de un modo que significa asentir pero en nuestro idioma, no en el del resto de las personas. Intento despejarme y tomo asiento a la sombra del pino del fondo del patio. Allí permanezco al resguardo de densas nubes que lentamente cubren el cielo y avecinan una lluvia en breve. No hay señales de tornados. Tal vez llegue algún fuerte viento antes de que la lluvia caiga y sea capaz de modificar al sonido y quitarlo de su esquinero. Si así fuere habrá disfrute de mi parte. Una sonrisa plena, un cerrar de ojos y un danzar alegre debajo de la lluvia fría que contagie a todas mis extremidades y permita que la alegría brindada por un instante de cordura tome posesión completa de mi ser.

sábado, 13 de junio de 2015

Imágenes


Se me hace difícil cerrar los ojos por las noches y evitar presenciar esas imágenes tan inquietantes que arroja mi mente. Reconozco esas manos surcadas de historias y de palabras desde siempre. Son las mismas que desde siendo niño acariciaban mi pelo en momentos de alegría o mi frente en momentos de enfermedad. Las mismas que dibujaron la primer letra vocal sobre un papel y me introdujeron en un mundo nuevo, totalmente desconocido, en el cual yo podía bucear sin límites, moverme como un diminuto pez en un mar tan vasto e infinito que no dejaría jamás de sorprenderme.
Esas imágenes vuelven noche tras noche. Lo hacen de manera leve, casi imperceptible al principio. Las veo escribir sobre un papel, asiendo a un viejo y desgastado bolígrafo. En otras escenas las veo con sus dedos golpeando sobre una vieja Olivetti, sin descanso, formando palabras que conducen a oraciones y a párrafos y a historias, para finalmente tomar el papel y guardarlo bajo un pisapapeles en su propia «guarida», porque así lo llamaba ella: «mí guarida». Allí, en esa isla del tesoro, encerraba esa otra parte de su ser, la cual siempre se expresaba en silencio detrás de las palabras. Y jamás invitaba a nadie, tan solo a mí, al pequeño extraño, al niño sin padres que jugaba solitario en el viejo convento.
Las imágenes finalmente se evaporan cuando el alba tiene presencia. Lentamente se desintegran voces, movimientos, sensaciones… todo para finalmente volver a ese arcón de recuerdos de donde la noche las toma prestadas tan solo por unas horas para jugar con mi memoria ya deteriorada.
Entonces, aún con los ojos abiertos, observo los rayos de sol invadir la habitación, lentamente reptar por la cama, las paredes, los objetos inertes. Ese sol tibio me acuna como a un niño que se estremece aun por los recuerdos frágiles que la memoria le inyecta noche tras noche…



(C) Miguel Luis Aguilera​ (2015)

martes, 26 de mayo de 2015

La casa



Cada vez que intento traer el recuerdo a mi mente todo se vuelve difuso, algo similar a un vidrio ahumado, a un viejo vitraux sucio y abandonado. Sin embargo, dándole tiempo, mi mente parece tironear de entre la fosa de recuerdos y las imágenes y sonidos comienzan a danzar lentamente delante de mis ojos y oídos… ¡Oh!… ¡esos recuerdos!…

Mayo se había adueñado por completo de los campos linderos. Era el único vencedor de aquella contienda. Desde la galería de la gran casa podían observarse los miles de colores que el otoño producía en la naturaleza circundante, y al atardecer, el frente se teñía de increíbles tonalidades de ocres y amarillos. A lo lejos, se podía observar cómo cada copa de los árboles, cada rama, cada diminuta hoja se cargaba de un brillo peculiar, como si se tratase de una diminuta hoguera con luz propia. 
Ester observaba aquel espectáculo natural de una manera muy queda, con una melancolía que le brotaba a flor de piel. Sus ojos parecían deslumbrados ante el espectáculo otoñal y mi corazón, agitado de amor, acompañaba toda la escena en silencio a la espera de algún gesto suyo que indicara al menos un ápice de amor hacia mí. Miraba hacia los campos, con una postura de deseo de huir hacia ellos y sentir el goce de la libertad en todo su cuerpo. Sin embargo, desde hacía muchos años, vivía recluida en la gran casa, alejada del mundo, inclusive de la vida misma y del amor.
Había sido por decisión propia, me dijo cierto día, pero los vecinos más cercanos e inclusive el gentío del pueblo sabía que aquello no era tan así, que mucho tuvo que ver la vida y sus vaivenes, inclusive la muerte y sus triquiñuelas. Lentamente se había convertido en casi un fantasma, el cual recorría los pasillos y estancias a toda hora del día en completo silencio, haciendo estadíos en las distintas habitaciones durante largas horas, hilvanando cada voluta de tiempo con paciencia suprema.
Después de la muerte de sus padres la gran casa pasó a ser el único nexo con su propia historia. Allí había nacido, crecido, inclusive se había enamorado. Porque lo había hecho, y jamás fue correspondida. Conoció el amor desde muy joven, en plena adolescencia, cuando uno de los criados de sus padres se presentó por vez primera y la miró con unos ojos azabache y una mirada de tenor bravía que la perforaron. Aquella mirada fue suficiente para causar un suspiro contenido y un nerviosismo que sólo pudo contener aferrándose con fuerza al respaldar de una silla. Ese amor silencioso y mágico se acrecentó día a día en su interior, pero no así en el joven criado. Fue entonces que comenzó a entender que la vida tenía sinsabores, y muchos más en el amor. Sin embargo, con su corazón desbordando sentimientos fue ella quien se atrevió a cruzar la línea y comunicó ese amor que le explotaba dentro de su pecho. El joven criado, sorprendido al principio, no tardó en asimilar con rapidez la ventaja que aquella declaración de amor le dejaba en bandeja. Pronto se revolcaron más de una vez entre sábanas a escondidas: ella perdiendo su virginidad y él haciéndola gozar como jamás varón alguno lo había hecho.
En el pueblo se hablaba de aquello. Llegaba hasta mis oídos y en cierto modo mancillaba lo que yo sentía por ella. Nos habíamos conocido una tarde en una de las tiendas, mientras ella compraba mercadería para la despensa familiar. Fue cosa de segundos, un rayo fulminante que atravesó mi corazón y mis sienes sin dejarme siquiera reaccionar. Supe en ese instante que aquella mujercita delgada y de cabellos dorados como el oro era especial y única. Ningún otro ser se le asemejaba. Comenzamos a coincidir en distintos ámbitos, fuimos creciendo y a su vez entretejiendo una amistad que nos unía con gran fuerza. Pero para mí la amistad tenía un sabor distinto, algo que seguramente ella no comprendería…
Luego sobrevinieron las muertes. Primero fue su madre por el tifus, luego su padre por algo referido al corazón. Fueron muertes rápidas, que en un pequeño cúmulo de días la hirieron de sobremanera y la fueron dejando cada vez más sola en este mundo. Poco a poco comenzó a retraerse. Ya no se la veía casi por las tiendas del pueblo y tampoco recibía a muchas personas en su casa. Sin embargo mi relación con ella pareció florecer. Cada tarde a la salida de mi trabajo me llegaba hasta la gran casa y tomábamos mate sentados debajo de la galería, observando cómo el atardecer engullía los campos sembrados de trigo y sorgo. Hablábamos poco, casi nada, pero los silencios estaban cargados de suspiros y onomatopeyas que a mi entender dejaban entrever lo bien que nos complementábamos. Jamás me confesó algo que la atormentara o la mantenía en aquel estado de ánimo. Siempre se mantuvo inmutable al respecto. Hablábamos de todo y no hablábamos de nada, así era la cosa en esos días. Por ratos en nuestras charlas parecíamos abrir una rendija en un gran muro que nos rodeaba y aislaba a ambos, por donde entraban resplandores, olores y sonidos, todo referido a un par de vidas a las cuales no siempre las cosas les salían bien, pero que a su vez ambas se daban a conocer.

Sin embargo hoy, al verla observar el atardecer otoñal,siento que Ester desea algo más. Su cercanía me lo transmite y sus ojos lo sellan. Hay algo en su interior que desea ir más allá. Tal vez sea la soledad que la impulsa como si fuera un motor a propulsión. Es difícil de explicarlo. Sólo observando ese brillo mortecino en sus ojos puede sentirse esto que explico. 
-¿Qué pasa hoy, Ester? -pregunté con cierta reticencia.
Ella volteó y me miró directamente a los ojos. No dijo nada inmediatamente, sólo me observó como quien escudriña a otro con profundidad, intentando llegar al fondo de ese pozo que denominamos alma. 
-Pasa la vida… eso pasa, Octavio…
Sus palabras fueron suaves y acompasadas, casi susurros. Solo sonreí. Fue una triste y leve sonrisa que mi boca dejó escapar. No tuve palabras. En realidad la vida se estaba pasando, ella tenía razón.
Ambos volvimos a mirar hacia el horizonte. Ahora ya caía lentamente el anochecer, adueñándose de los campos, del caserío, inclusive de cada espiga de trigo. 
Noté con terrible angustia que así como caía la noche de manera implacable adueñándose de todo también la vida se había encargado de despojar a Ester de ese algo en su interior que yo siempre había admirado y amado. 
-Pierdes el tiempo conmigo, Octavio… ¿Acaso no te has dado cuenta?
No, no me había dado cuenta. No sé que más dijo luego, porque sin hacer caso a sus palabras sólo me concentré en observar las primeras estrellas que aparecían en el cielo nocturno. Me levanté con lentitud y tomé mi sombrero. Miré a Ester a los ojos y apretujando mi corazón salí precipitadamente de la galería dirigiéndome al camino de entrada.
El aire olía a malvones. El rocío comenzaba a caer y los animales se impacientaban en los corrales. Caminé a paso presuroso y al llegar a la tranquera volteé y divisé a Ester aún sentada bajo la galería, de silueta difusa, con su perfil pálido teñido por un trémulo destello blanquecino que la luna lograba sobre su rostro.
Mi amor quedó ahí, debajo de la soledad de la galería, deambulando entre las paredes carcomidas por el tiempo de una casa que lo alberga todo, inclusive el desamor.


(Imagen: pintura de Sir William Rothenstein, titulada “The Doll’s House”, 1899-1900)

sábado, 9 de mayo de 2015

La poesía que jamás se deja de recitar...



Sintiendo la suavidad de la brisa tocándonos con gracia las mejillas corríamos a pura sonrisa. Entre abedules y campos plagados de crisantemos dejábamos una estela singular, inconfundible, que indicaba el rastro de dos pequeños alegres y vivaces manifestándose ante la espectacularidad de la vida misma. Yo reía y él me miraba de soslayo, con esa complicidad única que tienen los amigos que no llegaron a ser hermanos de sangre pero sí de alma. En ese recorrido interminable entre el vergel ambos dejamos alegrías y momentos únicos de nuestras vidas.
- Eres como un hermano para mí –dijo Ismael mirándome a los ojos, con los suyos cargados de lágrimas.
Así también lo sentía yo. Nos habíamos detenido un instante a recuperar el aire perdido, a dejar descansar por un instante nuestros pulmones extasiados. Luego nos echamos nuevamente a correr. De aquí para allá, sin rumbo, sin un plan preconcebido. 
Seguimos hasta el atardecer, cuando ya los pájaros retornaban al abrigo de la copa de los árboles y el viento se comenzaba a tornar más fresco, escondiéndose del flujo enigmático de la nueva luna. 
Cuando la noche llegó nos sorprendió retornando a paso cansino. En silencio, ambos mirando fijamente el suelo, recorriendo mentalmente aquellos senderos que dibujábamos tal arquitectos de la naturaleza.
Al llegar a casa de Ismael nos despedimos con un abrazo. Seguramente nos volveríamos a ver un día de aquellos, ya no recuerdo cómo fue. Volví a casa entre jirones de nostalgia y alegría. Al llegar mi madre se mecía en su mecedora leyendo un libro. La contemplé por un rato, en silencio, atrapado en esa burbuja única que producen los momentos fantásticos de esta vida. Leía concentrada, cada tanto con alguna muesca de sonrisa en sus labios y un toque picaresco en el rabillo de sus ojos. Quise decirle a viva voz que había sido un día fenomenal, que los prados irradiaban vida, y esa misma vida me sonreía. Sin embargo nada de eso pude siquiera pronunciar. Tan solo me quedé observándola en silencio, retratándola en una imagen imborrable en mi mente, al igual que aquella sonrisa que mi amigo Ismael me había regalado en el prado. 
Aún hoy atesoro esas imágenes. Las guardo para conmigo, así, como aquellos que guardan las imágenes de su vida como una poesía inmortal que jamás deja de recitar su propio corazón…



sábado, 25 de abril de 2015

El lugar



Después del sonido álgido del disparo sobrevino una calma escalofriante. Sólo el viento podía disputarle el protagonismo. Un delgado hilo de sangre caía desde la sien del suicida. No había nadie en el páramo, tan solo él y el viento… como siempre.

Minutos antes del disparo lágrimas de desolación recorrieron sus mejillas. Ninguna mano empapada en caridad estuvo allí para siquiera rozar sus cabellos en un gesto de compasión. Era sólo él, el viento y la nada misma. Aquel paraje infernal —su casa, su hábitat— lo cobijaba sin reproches, desde siempre, desde la niñez misma en la que corría por los senderos recolectando guijarros y subía a los riscos ayudándose de un palo mientras ordenaba el rebaño. El paraje jamás lo había abandonado, sin embargo él sí quiso hacerlo un millón de veces.

Sus manos aferraban temblorosas el arma fría. Los pensamientos se arremolinaron como hojarasca otoñal taponándolo todo en su mente. No había razonamiento alguno, tan sólo la necesidad imperiosa de terminar con todo… de una vez, y para siempre.

Posó el revólver en su sien y sintió el escozor inaudito y traicionero de la muerte acercarse directamente a su cuerpo. Mentalmente recorrió pasajes de su vida. Empezó por la niñez, siguió en orden hacia la adolescencia e inició un viaje doloroso de recuerdos al recordar a esos seres queridos que habían partido y tan solo lo habían dejado allí, a la vera de la nada misma. “Olvidado”, esa era la palabra que más gustaba de pronunciar. Sentía para sus adentros que el olvido era la acción que mejor contraste hacía con su vida. Un olvido gélido que el paraje siempre cobijaba y mantenía vivo.

Fueron tal vez sus antepasados, o los familiares más cercanos, quienes se atrevieron al mismo paso sin titubeo; los que de algún modo sedujeron a la muerte sin que esta los tuviera en cuenta a esa hora. Y así, intentando no defraudar al linaje, el dedo índice con lentitud milimétrica fue jalando el gatillo hasta que un estampido hizo volar a alguna que otra ave de paso para entonces seducir a los carroñeros.

Nada, sólo sangre y tierra se mezclaron largo rato después en medio del corazón del paraje. El cuerpo frío yacía de bruces con los ojos abiertos mirando hacia el infinito, justo hacia ese lugar con el cual siempre soñó y adonde quería llegar.