martes, 4 de diciembre de 2012

Finitud









 Me dedico a pensar en la finitud, en el corto lapso de tiempo que el vidrio empañado por el aliento se mantiene visible ante un par de ojos. Lo comparo con mi vida. Se me hace casi imposible no hacerlo. Mi vida finita. La vida finita de todos. Rebusco a través del vidrio de la ventana sombras y caminantes, los aíslo, les genero un determinado contexto y les asumo un rol. Juego a que existen en una probeta de ensayos naturales, en donde no hay químicos pero sí estimulaciones sentimentales que trastocan a fondo tanto a las sombras como a los caminantes. Elaboro, analizo, concluyo, sigo concluyendo. El tiempo pasa rápidamente, el límite está siempre fijado. 

 Es otoño. Europa se hace lánguida en otoño. Las fachadas de los viejos edificios de la ciudad comienzan a ensombrecerse con pesadez. Las sombras perpendiculares dibujan perfectas arquitecturas sobre las calles, pareciendo cortar en dos a los caminantes que las transitan. Hay cierto vacío en los rostros. Una simbiosis invisible con el entorno que los rodea. Diego Truffaut siente eso mismo. Me lo dice cada vez que nos encontramos. Apunta a la altura de los edificios, dibuja con el dedo índice las sombras sobre el piso, y escuetamente comenta, casi a regañadientes, que las sombras nos obligan a silenciarnos, a meternos en un mutismo disimulado, en un letargo mental en donde los pensamientos danzan como llamas del averno.

 — Somos finitos —le digo a Diego Truffaut. 

 Él asiente. Se acomoda en el sillón, alisa la solapa del saco, y sigue observando a través de la ventana cómo sigue muriendo la tarde en la Vieja Europa. Nos mantenemos en silencio. Solo observando las sombras, los caminantes y todo lo extraño y curioso que se confabula entre ellos y el atardecer. Así, como dos sexagenarios de una época distinta a esta, pasamos muchas de las tardes en las cuales coincidimos, cuando Diego Truffaut viene a este lado de la ciudad y cuando yo me dejo atrapar por sus visitas.

 Mientras el silencio se mantiene estático un haz de luz solar emerge de entre un par de nubes lejanas y atraviesa la ventana, clavándose en la pared fría y despintada del departamento. Ingresa como una hálito irreverente de vida, el cual no necesita permiso alguno, sino que se abre paso sin más, avasallando todo en su trayecto, iluminándolo y transmitiendo esa energía única que es portadora de luz, de la luz que hace sonreír al humano, a los viejos, a los perros, a las sombras. Diego Truffaut observa el haz de luz encallado en la pared y lo dibuja, al igual que hace con las sombras, con su dedo índice. Sigue la línea recta, mueve su brazo con suavidad, busca el orígen de la tibieza en el horizonte.

 — ¿Has notado cuán bellos son los cielos otoñales?
 — Suelo hacerlo —le respondo sin quitar la mirada puesta en la ventana.

 Diego Truffaut se silencia. Cae en el mismo solemne acto de cada atardecer en donde tan solo se limita a observar cómo una parte del mundo se presta a dormir mientras que otra está próxima a darle la bienvenida a un nuevo día. En esa perfecta sincronía él y yo nos sentimos gosozos y plenos, entendemos la majestuosidad de la vida y disfrutamos, ¡al menos un instante!, de no sentirnos finitos, simples mortales.

 — Europa comienza a dormir. Esta noche será más serena que otras. Lo sé por cómo las hojas de los álamos se mueven al compás del viento… ¿lo ves?

 Poco a poco mi amigo ha ido conociendo los pequeños indicios que la naturaleza deja ante su accionar, como si fueran migajas que deja el cazador para atrapar a su débil y famélica presa. Tiene razón, Europa comienza lentamente a dormir y ambos asistimos a ese evento extraordinario. Las primeras luces de mercurio se encienden en las calles, los carteles de neón emiten destellos que chocan contra un cielo oscurecido hasta el infinito, los caminantes ahora caminan presurosos a la salida de sus trabajos en busca de sus hogares, los gatos ya no buscan las sombras, las paredes comienzan a enfriarse con más rapidez. Todo parece encajar en un escenario majestuoso y gigantesco. Es la puesta en escena de la vida, permitiéndole a la noche arropar a una gran parte del mundo. Y solo dos viejos, detrás de una ventana, asisten conscientemente a tal espectáculo.

 Desde el comienzo de nuestra amistad hemos visto cientos de atardeceres juntos. Con el pasar de los años esas experiencias han sido más profundas. “Se siente distinto, ¿no?”, suele decirme él. Sí, se siente distinto. Tal vez sea parte de habernos acostumbrado a ver dormir a esta parte del mundo y saber que, pase lo que pase, después de unas cuantas horas todo volverá a ser igual, cada cosa estará en su sitio, los rayos de sol lo invadirán todo y miles, millones de ojos, se abrirán para contemplar un nuevo día tras desperezarse. Una perfecta sincronía. Y es en esos momentos de lucidez cuando quienes nos sentimos expectadores sopesamos la finitud de nuestras propias vidas. Los días están contados. Las noches también.

 Finalmente cuando la noche cae y se apodera de todo, Diego Truffaut se levanta del sillón, toma su bastón, su sombrero, y con un atisbo de sonrisa me saluda: “Será hasta un nuevo atardecer, viejo amigo…” Sin más, lo veo desaparecer escaleras abajo, cruzar la calle lentamente, y perderse en medio de las sombras espesas, confundiéndose con los gatos, los demonios y todo aquello que las habitan. Pienso, en esos momentos, que algún día él llegará antes que yo al otro lado del mundo. O tal vez sea yo quien lo haga. La muerte nos invitará a ese viaje fantástico, el cual nos permitirá ver amaneceres, y ahí, podremos enfocar la vida desde otro ángulo, uno más tibio, con tanta tibieza como la de un líquido amniótico dentro del vientre de una madre, y nos sentiremos plenos de poder observarlo todo, de ser espectadores distinguidos tanto en la vida finita como en la muerte infinita.

 De un tirón corro las cortinas y dejo en total oscuridad el living. Mientras camino rumbo a la cama acaricio las orejas de los sillones donde hemos estado sentados. Me siento como un empleado de limpieza dentro de un descomunal cine. En la oscuridad percibo la magnificencia del escenario que acaba de sostener la gran obra. Ahora Europa está dormida… tal vez yo también lo esté...




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(Imagen: Justyna Kopania)

jueves, 15 de noviembre de 2012

Burbujas sobre el agua







"La vida es breve,
momentáneas espumas
nos rozan y se van."

Silvina Grimaldi Bonin




Siempre odié los talleres literarios. Fue un odio que se acrecentó poco a poco, alimentado por ver algo aquí, escuchar algo allá, y concluir que el escritor, si bien puede pulirse, nunca aprenderá a ser mejor escritor porque alguien quiera enseñárselo. Esta forma de pensar (muy mía), testaruda para muchos, criticadísima para otros, ha sido a lo largo de los años siempre respaldada desde una pequeña lumbre en el fondo de mis abominables cavernas interiores. Nada alteraba ese pensamiento, esa conclusión tan aferrada a mí. Supe discutir, en varias ocasiones, con distintos personajes: profesores de literatura, acérrimos lectores, bibliotecarios, vendedores de libros, y por supuesto, integrantes de distintos grupos literarios reales y virtuales. Pero nada cambiaba mi opinión, nadie tenía la suficiente diatriba para hacer tambalear mis pensamientos al respecto… nadie…

Decidido siempre en mi pensamiento echaba por tierra cualquier invitación a pertenecer a un grupo literario cualquiera. Al principio mis negativas iban acompañadas de buenos modales, sonrisas y miradas francas; pero con el pasar del tiempo, cuando alguien se encaramaba y me declaraba la guerra con sus pensamientos anclados, entonces olvidaba por completo la línea, y de modo belicoso iniciaba una contienda, que se transformaba en lucha, luego en guerra y finalmente en devastación atómica.

Casi no tengo recuerdos de esos feos momentos. Supongo que los he borrado inconscientemente. Así, como muchos herejes quemaron libros en piras, yo quemé y convertí en cenizas aquellas discusiones de las cuales no me enorgullezco. 

A medida que crecí, el significado de “talleres literarios” fue alejándose de mí y yo de él. Tan solo me limité a leer, y leer, y seguir leyendo. Por 1985 me hice habitué de varias librerías céntricas. Poco a poco en aquella época se adoptaba el modo de venta supermercadista en los libros: enormes áreas cubiertas, góndolas, estibas, grandes carteles anunciando ofertas, y millones de libros al alcance de la mano del lector-cliente. Se iba desdibujando lentamente aquella idea de librería atendida por un viejo librero calvo o de barba larga, y poco a poco el capitalismo comenzaba a ganar terreno metiéndose con la literatura.

Una de esas librerías a las cuales me hice habitué fue Jardín Colorido. Estaba ubicada en una esquina, intersección de dos importantes calles de la capital, y pertenecía a tres hermanos judíos, los cuales rara vez se dejaban ver por el local. Me gustaba su ambiente: luminoso, espacioso, claro, perfumado y con una raya de volumen de música clásica sonando de fondo. En los amplios sectores de lectura que se ofrecían uno podía pasarse horas enteras inmerso en lecturas de libros de toda índole, inclusive en idiomas extranjeros. Me pasaba allí casi todo el día. Salía de madrugada de casa, trabajaba, y tras salir de la fábrica enfilaba hacia Jardín Colorido. Allí conocí a Cortázar, a Nietzsche, a Faulkner, a Horacio Quiroga y muchos más. Sumido en grandiosas lecturas jamás me percataba del paso del tiempo. Más de una vez alguno de los empleados debía de avisarme que él ya se retiraba, que la librería había cerrado y que con gusto yo podría retomar mi lectura al día siguiente.

Devoré muchísimos libros en aquel entonces, y así también dejé de escribir. Ya no acaparaba mi atención la escritura. Solo sentía un ansia poderosa y desesperante de lectura. 

Un día, a finales de 1987, mientras me mantenía sumergido en la lectura de un libro de García Márquez, un anciano se sentó a mi lado a leer. Traía consigo unos cuantos libros, de diversos autores. Agarraba un libro, lo abría en cualquier página al azar, y tomaba ciertas notas en un cuaderno. Así con cada libro. Aquella curiosa tarea terminó distrayéndome de mi lectura. Opté por cerrar el libro y concentrarme en la tarea del anciano. Repitió la operación con cada libro de la estiba: abrirlo en cualquier página, anotar “no sé qué” en el cuaderno y seguir con el siguiente. Todo aquello demoró no más de hora y media. Tras cerrar el último libro tomó la estiba, la colocó en el carrito y devolvió cada libro a su correspondiente estante. Yo veía cómo el anciano caminaba entre las góndolas rebuscando el lugar exacto al cual pertenecía cada libro. Paseaba el carro con cierto andar cansino, apoyándose sobre la barra trasera del mismo. Cuando hubo colocado el último libro en el lugar exacto, dejó el carro y volvió hacia el área de lectura. Entonces me habló:

— Dígame joven, ¿le he incomodado?

Observé al anciano y puse mi mejor cara de sorpresa:

— No, en absoluto, ¿por qué habría de incomodarme, señor?
— Pues he percibido que usted observaba mis movimientos. Y tal vez, pensé por un instante, mi accionar lo distrajo de su lectura.

Cerré el libro e inmediatamente me sinceré con el anciano.

— Ha decir verdad algo de eso hay. Sí. No se lo negaré. Pero no ha sido nada grave, y en todo caso el culpable de tal distracción soy yo o el autor del libro que leo —dije sonriéndome.

El anciano me devolvió la sonrisa y a su vez tomó asiento a mi lado.

— Lo que pasa es que soy un estudiante —dijo él— y estaba realizando mi tarea.
— ¿Estudiante? —pregunté confundido.
— Sí. Verá. Participo en un grupo literario llamado Burbujas sobre el agua y una de las tareas para esta semana entrante era tomar al azar frases interesantes de cualquier libro. Así que se me ocurrió que podía hacerlo aquí ¡¿Qué mejor lugar?!, ¿no le parece, joven?

Asentí. 


El anciano en cuestión se llamaba Carlos (”Don Carlos” para mí, hasta siempre). Mientras mantuvimos aquella charla poco a poco confraternizamos y su carisma y personalidad fueron comprando tangiblemente mi beneplácito. Fue así, que un día de marzo de 1988 por primera vez en mi vida asistí a un taller literario. Tras varios intentos y ruegos por parte de Don Carlos accedí a participar en algunas de las reuniones. Yo, el joven que durante años había despotricado contra tales reuniones “buenas para nada”, ahora era partícipe de una. Y aunque parezca ridículo y risueño, las horas y días que pasé en aquel taller conforman hoy lo mejor de mis recuerdos. 

Allí conocí a muchos seres humanos que fueron y son aún hoy mis amigos. De esos amigos incondicionales. Marta fue una de ellas. Era quien impartía las reglas, las consignas y dirigía a “Burbujas sobre el agua”. Fue la primera en darme la bienvenida y en escuchar mi opinión sobre la literatura, la escritura y los talleres literarios. Recuerdo que mientras yo hablaba ella me miraba con su dulce mirada. Era imposible no sentirse cósmicamente atrapado en el candor de aquellos ojos sexagenarios. Marta amaba la literatura tanto como amaba su propia vida. Después de escucharme por más de media hora tan solo dijo unas pocas palabras: “serás un gran escritor”. Jamás olvidaré esas palabras, ni cómo sonaron haciendo eco dentro de mí, ni mucho menos con la dulzura con las que fueron pronunciadas por sus labios. La sinceridad tiene un poder inconmensurable cuando parte de labios carentes de hipocresía.

Después de aquel día de presentación Don Carlos y yo pasábamos a buscarnos mutuamente para ir al grupo. Jamás faltábamos a una reunión. Nos reuníamos los lunes, los miércoles y también los viernes. En verano lo hacíamos en casa de Marta, debajo de la parra, en el patio: nos sentábamos en derredor, y así pasábamos horas de lecturas, charlas, discusiones y ejercicios creativos, hasta que las estrellas nos sorprendían y cada uno salía disparado a su hogar. En invierno, lo hacíamos en casa de Inés, junto a la estufa a leña, desperdigados en el suelo, sobre almohadones, como si fuéramos niños inquietos jugando en el piso. En ninguna de las reuniones faltaba el mate. Cada día le tocaba cebar a alguien distinto. Nos turnábamos para ello. Siempre llegué a la conclusión que mientras estábamos reunidos el tiempo no avanzaba. Parecía detenido, eterno, y eso me encantaba. Poco a poco me había compenetrado con aquel grupo de personas amantes de la literatura. Habíamos llegado a tal punto de fusión que tan solo con mirarnos o escuchar el tono de voz tras la primera frase de lectura sabíamos cómo nos sentíamos y qué clase de día había sido para cada uno. Una hermandad silenciosa, unida por el compañerismo, el sentimiento único de las palabras y por sobre todo, del respeto.

Burbujas sobre el agua era perfecto. Compartíamos todo, inclusive momentos especiales de nuestras vidas: el nacimiento de una nueva nieta de Don Carlos, el casamiento de Alicia, la melancolía de la muerte del padre de Adolfo, y la fiesta de quince años de la hija de Marta. Todo se volcaba al grupo y todos nos sentíamos partícipes. Se había formado una profunda hermandad. Sin embargo, toda esa “conexión”, sufrió un verdadero cortocircuito y vuelco una noche de octubre de 1990, cuando sonó el teléfono en mi casa: Marta se había suicidado. Así lo decía Alicia por teléfono: escueta, casi inentendible por los sollozos. La palabra suicidio sonaba fuerte, extremadamente dura a mis oídos, y más sabiendo que el ser humano que había llevado a cabo dicho acto era Marta, nuestro líder, el alma máter de Burbujas sobre el agua.

Acudí a la policía y me interioricé de lo sucedido. Era demasiado penoso para ser soportable. Marta se había duchado, se había pintado las uñas, puesto su mejor vestido, sus sandalias preferidas, y con un cinturón se había colgado de la parra. Pero con la mala suerte de que la parra no aguantó su peso y se quebró, haciendo que Marta cayera de bruces al suelo y se rompiera su nariz, y fisurara su cráneo. Aun así, arrastrándose y dejando un gran charco de sangre tras de sí, volvió a colgarse, esta vez de un caño de gas que sobresalía del techo, y allí sí encontró la muerte. Mientras el oficial me contaba los pasos del suicidio pensé en la obstinación para matarse, en la decisión acérrima de Marta de quitarse la vida ¿Por qué Marta?, ¿por qué?… 

Nunca lo sabríamos. Marta había decidido marcharse sin decir nada, sin dejar una nota, sin un texto alusivo, sin una de sus poesías, sin ninguna pista que nos orientara y nos aliviara un poco el dolor. Después de su muerte, “Burbujas sobre el agua” lentamente comenzó a disolverse. Faltaba algo en el grupo y eso era irreemplazable. Nuestra alma máter había claudicado, y con ella se había llevado la esencia del grupo. 

Cierta tarde, a los pocos meses de la muerte de Marta, mientras estábamos reunidos en casa de Don Carlos, tuvimos un profundo diálogo entre todos los integrantes. Hablamos sobre ser o no ser, vida y muerte, inicio y fin. Cada tanto algún integrante sollozaba, a otros les caían lágrimas. Inclusive yo, que por más que quise mantenerme firme y no dejarme vencer por los sentimientos, arrojé un puñado de lágrimas a mis mejillas. Todos de algún modo extrañábamos a Marta. Con ella se había ido parte también de nuestro amor por aquel grupo y ese magneto que nos mantenía unidos incondicionalmente.

Comencé a ralear mis idas al grupo y me guarecía en los amplios sillones para lectura de Jardín Colorido. Me sometía a profundas lecturas con la pura intención de olvidarme paulatinamente de la muerte de Marta y de las reuniones grupales. Necesitaba escabullirme. Sin embargo, una de esas tardes en las cuales había desertado al grupo, sonó mi flamante teléfono celular. Era Don Carlos:

— Oye, escucha, hemos encontrado una tarea que Marta escribió para nosotros y nunca la vimos. Está fechada el día de su muerte, y está dirigida al grupo. Nos gustaría que te nos unieras así la llevamos a cabo.

No lo dudé un instante y salí disparado hacia el lugar de la reunión.

Al llegar vi que estaban todos. Nadie había querido estar ausente. Creo que todos teníamos la sensación de que Marta había planeado aquello. Tal vez era su modo de despedirse de nosotros, ¡¿y qué mejor forma de hacerlo que con las letras?! Tomamos asiento como lo hacíamos siempre, en círculo. La silla de Marta también estaba en su lugar, y sobre ella sus libros, su cuaderno y su birome. Alicia tomó el papel con la tarea escrita por Marta y leyó para todos en voz alta. Tras finalizar se produjo un profundo silencio. Al principio nadie se movió de sus asientos, ni siquiera miró a quien tenía a su lado. Supongo que todos estábamos invadidos por una profunda congoja. Alicia tomó asiento y se unió al silencio de los demás. Así permanecimos un buen rato, mascullando la tarea dejada por Marta, recordándola como persona, trayendo a nuestra mente memorias de un pasado inmediato en donde nuestra amiga nos deleitaba con sus enseñanzas y compartía sus alegrías. Debo decir que fue horrible, pero necesario también. Días después, cuando volvimos a encontrarnos con algunos de los presentes, coincidimos en que aquello fue una especie de duelo. Un duelo grupal.

La tarea consistía en imaginar palabras encerradas en burbujas, las cuales al explotar se liberaban y tras la liberación debían de servir de musas inspiradoras para textos que debíamos escribir. Sonaba cursi y fantástico a la vez. Todos aceptamos la consigna sin hacer siquiera una queja o consulta. Escribimos varios textos, poemas, relatos. Luego los fuimos leyendo. Leímos hasta entrada la madrugada mientras nos encontrábamos con las miradas tristes y bañadas por la fuerza del oleaje del pasado. Todos recordábamos en alguna frase a Marta. Después de aquel encuentro, de aquella última práctica grupal, el taller literario jamás volvió a reunirse.


Años después, ya cuando los integrantes del taller nos habíamos dispersado y no nos habíamos vuelto a ver, recordé aquella consigna cierto día en el cual me encontraba leyendo en una librería céntrica. Ya no pasaba las horas en Jardín Colorido, ahora lo hacía en pequeñas librerías que solían colocar un par de sillones de orejas y taburetes. Me había vuelto más huraño y más habitué de los lugares pequeños, con poca luz y paredes de libros hasta el techo. Esa sensación de aprisionamiento entre libros me brindaba protección. Al recordar la consigna también recordé cada rostro de mis amigos del taller. Me retrotraje en el tiempo y me parecía que todo estaba intacto, que faltaban pocas horas para ir al encuentro con ellos, que Marta llegaría con libros bajo el brazo y alguna anécdota de su vida. Sin embargo, enseguida todo aquello se volatilizó. Volví a caer en la tangible realidad. Aun así recordé las palabras que había elegido aquel día y había encerrado en las burbujas:

MAR - CIELO - CASTILLO - TIERRA - VIDA

Y con todas ellas fabriqué un extenso relato, en el cual un personaje llamado Marta, burlaba de mil formas la muerte, afianzándose a la vida, recorriendo la vastas tierras del norte, navegando bajo mares cubiertos de cielos límpidos, intentando, como si fuese una verdadera heroína, encontrar un  castillo perdido en la nada, en el cual se encontraba guardada la dosis justa de felicidad para vivir eternamente. 

Aquel relato había conmovido a mis amigos. Tras leerlo habían sollozado y llorado todos. Sin excepción. Inclusive yo. 

Aquellos ojos llorosos y rostros cargados de dolor quedaron aprisionados en mi memoria y en mi corazón. Conforman un recuerdo de mi vida perfecto, que sigue latente, movilizando todos mis sentidos cada vez que se presenta en mi mente. Pienso, hoy, siempre, que aún todos aquellos alumnos nos seguimos reuniendo con nuestra querida Marta, debajo de la parra, y escribimos y leemos hasta entrada la madrugada. Parimos textos, forjamos eslabones acerados de amistad, compartimos momentos de nuestras vidas que jamás olvidaremos. Y aunque cedo ante tal engaño a mi mente y miro hacia el costado, tengo la certeza que algún día nos volveremos a reunir todos otra vez. Volveremos a leer grupalmente, a escribir, a recitar, a soñar. Tal vez lo hagamos en un castillo, o en medio de una isla, o al borde de un acantilado, no lo sé. Pero ahí estaremos, junto a Marta, a la muerte, y a la vida.






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(Imagen: http://goo.gl/1iohg)

domingo, 28 de octubre de 2012

Barrilete






Rosas, arco iris, mariposas,
esta tarde es gris,
y el sol aun no acaba de ocultarse.


Enrique Mazariegos




En el fondo del patio el cerezo se mecía bruscamente con el viento sur del avanzado otoño. Detrás, asomando sobre las casas vecinas, un cielo cubierto de nubes blancas simulaba pedazos de algodón, arrastrándose lentamente, al compás aletargado del movimiento terrestre. En la cocina de la casa, una siesta de abril de 1912, nacía un niño, que se abría paso al mundo irrumpiendo con un fuerte llanto, robándole sonrisas a la partera y a sus padres, forjando lágrimas en los ojos de su madre, y derrochando bendiciones a todo aquel que observaba sus movimientos de niño inquieto asombrándose de conocer un nuevo mundo. Ese niño, yo mismo, comenzó a morir ese mismo día.

La muerte es la única certeza que tenemos al nacer. Sabemos que algún día moriremos. Nadie escapó ni escapará a ello. Es la primera sinceridad de la vida. Disfruta, vive, sueña, anhela, sé tú en toda la amplitud de tu esencia, pero recuerda que tarde o temprano el viento de la vida cesa y el hálito invisible se extingue. Comenzamos a morir el mismo día en que nacemos. Nuestros genes comienzan a prepararse para ello. Silenciosa e invisiblemente se van predisponiendo al adiós. Mientras los gritos del niño recién nacido se hacían sentir en todas las casas vecinas, sus padres no ocultaban su felicidad, agradeciéndole a un Dios invisible la dicha de prolongar sus vidas en otro ser, retoño nuevo, fruto de su amor, firma del compromiso del sentimiento. El primogénito, el primer hijo varón de una esperanzadora familia numerosa acababa de llegar a la vida, y como tal, la alegría era inconmensurable. Mi madre, entre sollozos y latigazos de dolor abdominal, sonreía ingenuamente, con cierta obnubilación y éxtasis ante mi mirada gris. Mirada que seguramente era igual que aquellos que observan lo desconocido.

— Tu madre te amó desde el primer momento. Tus ojos buscaban los de ella. Apenas llegaste a este mundo supe que ella y tú eran el uno para el otro.

Cada tanto mi padre solía decir esa misma frase, y tras decirla, sus ojos se empañaban como si cada letra, cada palabra, trajera consigo un puñado indescriptible de sensaciones que lo arrugaban por dentro, lo sometían a los confines extremos de sus sentimientos más íntimos y le comunicaban que él también había sido partícipe del logro de la vida nueva, pues de su amor por mi madre me había dado la vida.

Aquella tarde de abril se extinguió hace casi ochenta años atrás, y con ella comenzó la vida de un hombre que jamás tuvo suficientes palabras para tal obsequio. Crecí feliz en un barrio de los suburbios, lleno de niños con mejillas sonrojadas por el frío, que corrían tras una pelota en los inviernos más crudos, observando a los empleados de las fábricas salir por las mañanas en sus bicicletas a trabajar, viendo como las madres tras hacer las compras de rutina preparaban un desayuno gigante a sus amados hijos, oliendo el aroma a la tierra mojada en los días de lluvia, corriendo entre los pastos bravíos y crecidos de los campos vecinos, disfrutando del sol de la siesta en los juegos de verano con los demás niños. La vida se había abierto paso arrojando a mis pies un cúmulo de obsequios, como si fuesen uvas arrancadas de un racimo generoso. Y así, entre tanta felicidad invisible, la muerte se sentía ausente e inservible, esperando que ese niño creciera y comenzara a secarse, como la flor del cactus tras mostrar lo más bello de sí misma en un lapso corto de tiempo.

No sé por qué la memoria elige un momento determinado y no otro para los recuerdos. Es una elección irracional, lo sé. Algo que no se puede manipular a conciencia. Cuando los recuerdos de mi infancia me sobrevienen me siento un niño nuevamente. Al comienzo son rayos fugaces de imágenes y sensaciones cruzando por mi mente: una pelota de fútbol, una pistola de cowboys de juguete, un cubrecama a cuadros, paseos de la mano de mi madre, el olor a las plantas de ruda de mi abuela, la bicicleta de mi padre. Luego, como si se tratase de una ruleta rusa, se detiene de imprevisto y se posiciona en una escena que lo abarca y absorbe todo. Puedo estar o no en ella, es indistinto: soy espectador de igual modo. Me columpio y me dejo mecer, estoy dentro de la escena, se siente siempre vívida, cargada de acentuaciones en momentos o acciones certeras. Disfruto ese paraíso que la memoria me ofrece. Un racconto de mi vida me atraviesa como un haz de luz. Soy consciente de que voy camino a la muerte, lo soy desde que era un niño, no obstante disfruto del placer de rememorar el pasado, de hacerlo presente y de sentirme plenamente vivo y feliz por ello.

Bruno, mi compañero de habitación me incita a recordar. Hace años que convivimos dentro de este viejo departamento. Él en su sitio, yo en el mío. Ninguno sobrepasa la línea invisible que todo lo divide. Comenzando por la privacidad del otro, claro está. Sin embargo, hay momentos, como por ejemplo cuando mi memoria me juega buenas pasadas, en los cuales mi compañero de pensión y yo parecemos dos niños nacidos hace un par de años, sonrientes, cargados de júbilo, intensamente desbordados por el candor que los recuerdos nos brindan. Él toma siempre una silla, la coloca al revés, se sienta, coloca sus brazos en el respaldo y apoya el mentón en ellos:

— Anda, Octavio… ¡vamos!… cuéntame esas historias de tú infancia.

Entonces trato de concentrarme, de allanar las llanuras extensas y plagadas de sequía que conforman mi memoria. Rebusco en las cavernas, busco señales o lumbres que me indiquen que aun hay vestigios vivos de mi paso por la vida. Mientras eso sucede mi mirada se pierde al igual que yo. Solo Bruno me contempla en silencio. Lo hace respetuosamente, escuchando de fondo el tic-tac del reloj de pared que marca el avance incesante de un tiempo inescrupuloso.

— ¿Recuerdas algo de tú niñez?
— Siempre hay algo… —respondo mirándolo a los ojos—, vestigios, pero siempre hay algo mi querido amigo.

Entonces un recuerdo me aborda, lo veo venir, se presenta ante mí, al principio con colores desteñidos, voces lejanas, sensaciones extrañas, luego asumiendo confianza se empieza a mostrar con más vigor. Parece el recuerdo de un sueño borroso. Sin embargo, mientras más me concentro, más nítido se torna. Recorro los contornos, miro las siluetas, rememoro las sensaciones, aclaro los sonidos. Finalmente todo confluye lentamente en un recuerdo vívido. Yo, siendo niño, en algún lugar que ya olvidé, junto a mi padre, un día frío que no sé precisar si es otoño o invierno. Mis manos están heladas, y mis cachetes extremadamente ardientes, lo sé, puedo casi sentirlo. Señales típicas de un niño feliz al aire libre en un clima riguroso. Mi padre a mi lado sonríe. Observo a Bruno y le describo a mi padre: trae puesta una campera gruesa y una bufanda marrón que envuelve todo su cuello tapándole la nariz por completo. Solo sus ojos se observan detrás de aquel envoltorio. Aún tiene puestos los pantalones que usa para trabajar en la fábrica y los borceguíes de cuero. Sé que está cansado. Lo noto en sus expresiones. En su mano derecha tiene un barrilete y en la izquierda una madeja de hilo.

— Ven Octavio, vamos a remontarlo…

Camino junto a él rumbo al medio de un descampado. Entonces mi mente, como si fuera una cámara rápida, me retrotrae a unos días antes, en los cuales él, mi amado padre, diseñaba el barrilete.

— Quiero que observes hijo. Algún día lo harás tú…

Entonces lo observo.

Trabaja con mucha meticulosidad. Hay unas cañas de tacuara sobre la mesa del patio. Las toma, las corta en varas finas que luego mide a su antojo. Tiene la precisión de un ingeniero, la mirada de un arquitecto, la paciencia de un sabio oriental. Cada tanto me observa y se sonríe. Me hace su cómplice. Me siento su cómplice ¡Estamos construyendo un barrilete! Esa sensación aún hoy la siento recorrerme por dentro. Es invisible y poderosa. Fluye por mis venas, atraviesa mi corazón, bombardea mis sienes. Es una mezcla de amor paternal y amor de hijo recíproco. Se siente exquisito. Toma un rollo de papel blanco, casi transparente. Lo abre con cuidado, lo alisa con sus manos y me observa nuevamente:

— Con este papel vienen envueltos los vidrios a la fábrica. Yo los guardo para que lo usemos en barriletes… ¿qué te parece?

Asiento con una sonrisa a flor de labios. Gracias, Papá, quiero decirle, pero no me salen las palabras y solo me limito a observarlo sin borrar la sonrisa.

Hace un doblez, luego otro, luego un par más. Toma las varillas, encola el papel, une, sigue doblando, ajusta, va dándole forma a un puñado de materiales que poco a poco adquiere la forma romboidal de un barrilete casero. Finalmente está listo.

— Ahora dejémoslo secar —dice él mientras señala los dobleces encolados.

Asiento, pero reconozco que muero de impaciencia por hacerlo volar.

— Anda, ve y pide a tu madre trapos viejos… necesitamos hacer una gran cola para este barrilete.

Corro a la cocina y ahí está mi madre. Sentada, observándonos a la distancia. En sus ojos reconozco la mirada del amor familiar. El amor que es vida y que se revive a diario cuando las familias tienen ese núcleo poderoso que las une de un modo muy activo e incandescente. La pava al fuego echa su primer hervor. El aroma a mate de media tarde invade la cocina. Apoyo mis manos pequeñas en el regazo de mi madre y le pido trapos viejos. Siento su mano tibia recorrerme el rostro, acomodar los mechones de pelo que caen en mi rostro. Busca entre sus prendas algo que ya no use. Si no encuentra nada seguro que algo dejará de usar. Una pollera vieja, una blusa a lunares, un pedazo de mantel manchado y desgastado. Vuelvo a la mesa del patio corriendo y mi padre me indica cómo debo de formar la cola:

— Mira Octavio, la cola de un barrilete es muy importante. Es una especie de timón que actuará en el cielo a merced del viento. Si es corta el cometa nunca planeará con eficacia. Si es demasiado larga le costará remontarse. Debe ser justa, un largo ideal, así nos aseguraremos que planeará por mucho tiempo y se sostendrá mecido por el viento.

Observo a Bruno y veo sus ojos cargados de lágrimas. Mi amigo es sensible. A veces en demasía. Mientras relato el recuerdo del barrilete él me mira con cara de niño aun siendo mayor que yo. Siento que él también regresa a su infancia, tal vez a remontar barriletes allá en su Italia natal.

Tras diseñar la cola dejamos el barrilete listo y en descanso. El día siguiente será el día del vuelo… 


Seguimos atravesando el campo. El viento sur nos da de lleno traspasando los abrigos. Siento frío, siento que las mejillas son brasas incandescentes que queman la carne. Sin embargo la felicidad me desborda. Mi padre está cansado, ha trabajado duro desde la madrugada hasta pasada la siesta en la fábrica, pero sus promesas siempre se cumplían. Se quita la bufanda y la deja colgando de su cuello. Ahí está, a mi lado, caminando por el campo con el barrilete en la mano, en busca de un sitio perfecto, un lugar en donde nuestra obra de arte comience su seducción con el viento y entienda que el cielo es también un lugar bonito por donde desplazarse. Yo llevo la cola del barrilete enrollada. Los retazos de prendas unidos por diminutos nudos. El timón de nuestro barrilete.

— Aquí está bien —dice mi padre.

Me enseña cómo tomar el barrilete. Se arrodilla a mi lado y mira hacia el cielo. Me habla de cómo los pájaros vuelan jugando con el viento. Entiendo su explicación de que debo correr para que el barrilete comience a elevarse.

— Estoy listo, Papá.

Comienzo a correr. Corro y corro. Mis piernas son fuertes y vigorosas. Soy un niño fuerte. Sigo corriendo. Mientras lo hago cada tanto miro a mi padre que sostiene el cordel atado al barrilete. El viento sur helado me empuja hacia atrás, pero aún así corro. Corro y corro. No paro de correr. Los pulmones parecen explotarme, el esfuerzo quiere amedrentarme, pero no claudico. El barrilete debe volar. Entonces una ráfaga más fuerte que las demás da un giro y la siento tras de mí, escucho la voz de mi padre, pienso que es el momento justo, echo el brazo hacia atrás, arrojo con fuerza el barrilete y finalmente abro mi mano y lo suelto.

Se eleva. Planea con cierta dificultad pero se abre paso. La cosa se eleva de igual modo, se despide del suelo. Mi padre con toques mágicos mueve el cordel. Un poco a la derecha, otro poco a la izquierda. Camina de un lado hacia otro y el barrilete se sigue elevando.

— ¡Ven Octavio, toma, toma el cordel!

Corro y tomo la madeja del cordel entre mis manos. Ahora soy yo quien dirige el vuelo. Siento que la vida es única y me atraviesa de lleno.

Corro y manejo el cordel. El barrilete hace piruetas en el cielo. Mi padre ahora yace recostado en el suelo, observándome jugar con el barrilete. Me da instrucciones y ríe. Su cara ya no acusa cansancio, ahora desborda felicidad.

El barrilete blanco con cola multicolor se hace diminuto en la inmensa bóveda celeste. Lo manejo con destreza. Termino entonces sentado en el suelo, al lado de mi padre, en silencio, contemplando el vuelo y sabiendo que a mi lado está ese magnífico ingeniero que ha escrito un bello día en mi vida. Aunque la muerte siga descontando, y el tiempo se acorte, lo vivido cuenta y es maravilloso.

Ahora Bruno lagrimea con más énfasis. Casi llora.

— Es solo un recuerdo, mi querido Bruno.
— Un bonito recuerdo, Octavio —responde mientras hace sonar su nariz y seca sus lágrimas.

Mientras observo a mi compañero y amigo pienso fugazmente en la vida y en la muerte. Aún el eco de aquel recuerdo reverbera en mi cabeza. Afuera llueve. Parece que los días grises quieren imponerse. La vida siempre se da maña para mostrarnos lo feo y lo lindo, lo bueno y lo malo. Nunca he temido a la muerte ni aún sabiendo que es una cita que no puedo eludir. Si fuera por mí la esperaría sentado en el suelo de un campo remontando un bonito barrilete blanco. Tal vez ella misma sienta deseos de manejarlo, de tomar el cordel y sentir esa exquisita sensación de gobernar un objeto en el cielo.

Sonrío a Bruno.

Él me devuelve la sonrisa. Ya se ha calmado…



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(Imagen: http://goo.gl/0nfjI)

lunes, 22 de octubre de 2012

El listado




"Hay un fondo borroso de papeles
quemados, como una repentina
combustión de residuos que se han ido
esparciendo en las habitaciones.

Casa sin nadie, ¿estuve alguna vez
aquí, cuando la inercia consistía
en un vago remedo de la felicidad,
y los incinerados
restos de la memoria se aventaban
por esos intramuros donde ya hasta la música
era una estratagema del silencio?

Se me ha olvidado todo lo que no dejé escrito"

("Memoria perdida", de José Manuel Caballero Bonald)  

         






Escribí:

1. Cepillarme los dientes.
2. Escuchar el noticiero en la radio y el resultado de los partidos de fútbol del domingo.
3. Pedirle a la señora Arguello que quite la maleza de los rosales.
4. Comprar el pan.
5. Seguir la lectura de “Anna Karenina”.
6. Afeitarme.
7. Seguir pintando el cuadro a medio terminar.
8. Olvidarme del cáncer.

Todos los días escribo lo que deseo o debo hacer al día siguiente. Es un modo de ver mi vida con una perspectiva futurística y renovada. Supongo que es como yo imagino el desafío a la muerte: si ella me sorprende al menos sentirá que mucho no me interesaba, yo tenía planes, pensaba vivir un día más.

Una vez escrito el listado lo leo una y otra vez. A veces hago tachones, subrayo, incluso intento remarcar tareas que quiero hacer con más énfasis. Planifico mi vida diaria con esmero. Como si el día de mañana fuese el último que viviré. Jamás imaginé que así sería mi vejez, pero la vida siempre te sorprende. Es un juego alocado, como subirte a una montaña rusa y caer en picada con la fuerza de un diminuto bólido desafiando gravedad, velocidad y tiempo. Mi tiempo está acotado. El horizonte cada vez está más y más cerca de mis pupilas. Lo noto por las mañanas, cuando el chico de la bicicleta arroja el diario en el jardín: es una tortura llegar hasta él. Los días de lluvia no hay diario. Termina empapado y arrugado en el jardín, y yo observándolo desde el ventanal de la cocina. Es en esos momentos en donde recuerdo lo que era y siento en lo que me he convertido. Me parece ser idéntico a la flor de mi cactus, la cual en pocas horas tras florecer se marchita. Yo me he marchitado a lo largo de ochenta y siete años. No es poco tiempo, ¿verdad? La mayoría de las personas anhelan llegar a mi edad. Yo les regalaría ese anhelo. Lo juro.

Paso los días leyendo bajo la galería de la casa. Se puede decir que me he vuelto un animal de costumbres. Algo así como una mascota que solo subsiste comiendo de la mano de su amo. Solo que yo no tengo amo, o en realidad sí, mi yo interior. Soy yo mismo el que acciono y corrijo. Podría decirse que soy preso y carcelero de mí mismo. Dentro de las costumbres que he adoptado el leer debajo de la galería ha sido tal vez la más acertada. Lo hago inclusive en invierno, bajo las fuertes heladas o la nevisca. No importa el clima, ni la economía, ni si se acaba de desatar una guerra nuclear. Me siento en la silla mecedora, me abrigo hasta las orejas, y me concentro en la lectura. Baudelaire, Cheever, Capote, Dumas, muchos escritores desfilan con sus estilos por delante de mis ojos y tratan de atraparme. Digo “tratan”, porque siempre que leo algo (por más que lo relea unas cuantas veces) intento poner mi mente en blanco y dejarme seducir por la historia que cuentan, o que intentan contar para atraparme. Soy la presa.  Es una especie de desafío, en el cual yo soy el inocente anciano de ochenta y siete años al cual debe sorprenderse y llevarlo a esos mundos de ensueños generados por escritores que se dedican a ello… a cazar.


Mientras leo, saco el papel que llevo en el bolsillo derecho del pantalón y repaso la lista de cosas por hacer en mi día. Si se me ocurre alguna nueva, la anoto, agregándola en cualquier parte y renumerando todos los ítems otra vez. También anoto cosas para hacer al día siguiente. Luego sigo con las lecturas. Puedo pasarme así horas completas. Sin necesidad siquiera de ir al baño. En el barrio donde vivo ya todos conocen mis movimientos. Las personas me saludan a través de la cerca llamándome por mi nombre, o por mi apellido, o tan solo por mi apodo, León. Ese apodo me fue dado de niño. Nací y viví durante toda mi vida en el mismo barrio, la misma casa. Mis amigos de la infancia siempre que había peleas me llamaban, pues yo era el más grande físicamente, el supuestamente más fuerte. Así, tras ganar una que otra pelea de puños, se me apodó León. Hoy solo soy un pobre gato arrugado, que mantiene un veinte por ciento de su visión y le duelen todas las articulaciones de su cuerpo, algo parecido a un viejo saco de huesos desgastados. Aquel León quedó en la memoria de los que aun viven y me conocen, o de los que me conocieron en mi infancia. Supongo que es la ley de la vida. Hasta los apodos algún día morirán. Se van con uno y flotan como leyendas de boca en boca, entre los que habitan el barrio donde has nacido, el colegio donde has cursado tus estudios, o bien los lugares donde has trabajado. Seguramente habrá un día en que la leyenda se diluya en el viento y ya no exista ningún ser vivo que te recuerde. Algo así como tener una mascota y que tan solo tú veles por su memoria. Cuando dejes de existir la memoria de tú mascota se irá contigo, y el mundo y las personas ya no sabrán más de su existencia.


Después de escribir la lista esa mañana me senté en la silla mecedora a contemplar el atardecer. Era finales de diciembre, próximo a las fiestas navideñas y el esperanzador año nuevo venidero. Es curioso como a medida que creces esperas sin tantas expectativas el año nuevo. Agradeces por haber vivido y soportado sobre tu espalda un año más, pero al presentarse el nuevo año en el umbral de tu vida no le das una palmada sonriente sobre su hombro, no, tan solo te limitas a esbozarle una sonrisa y hacerlo pasar, así, como si fuese un amigo de toda la vida que se ha dignado una vez más a visitarte. Doblé la lista y la puse en el bolsillo del pantalón nuevamente. Comencé a mecerme. Adormilado, con los ojos entreabiertos, tuve una visión, que al principio creí un sueño, pero luego caí en la cuenta que había sido real: mientras el sol se ponía, como una bola anaranjada escondiéndose detrás del caserío, una mujer caminaba detrás de la cerca. Se detenía en la entrada y contemplaba la casa. Noté que no me observaba a mí, sino a la casa en su completitud. En su rostro se veía belleza y asombro. Como si aquella casa le representara un gratísimo recuerdo. Intenté hablarle pero mis labios no se separaban. “¡Estás dormido!”, me reproché, pero no lo estaba. Tan solo mis labios estaban paralizados, y mi lengua igual. Levanté mi mano derecha y saludé. La mujer entonces me observó y por un instante sus ojos escudriñaron mi rostro, para finalmente esbozar una bonita sonrisa. Fue la sonrisa más bella que vi en mi vida. Las sonrisas no pueden describirse con perfección. No hay palabras suficientes en ningún idioma del mundo que logren unirse y reflejar semejante acto natural que emana de nuestro interior. 

Le sonreí. 

Mi sonrisa no era tan bella. Entonces su mirada se volvió roma, como si mirase en ese instante a través del tiempo. Me levanté de la silla con gran dificultad. Tomé el bastón y bajé los tres escalones de la galería. Sentía aún mis labios sellados. Me detuve a un par de metros y nos contemplamos. No la conocía, jamás la había visto. Sin embargo podía sentir la sensación que aquel era un atardecer perfecto.

— Bonita casa —dijo ella— ¿Vive aquí?
— Vivo aquí, señorita. Desde hace ochenta y siete años soy habitante de esta casa.
— Todo una vida, ¿no?
— Toda una larga y anecdótica vida… —respondí.

Había un dejo de tristeza en el final de sus palabras. Como si cuando las oraciones llegaran al final su voz se cargara de una tonalidad melodramática que hacía que hasta su rostro se compungiera levemente. Tal vez melancolía aprisionada, pensé.

— Siempre he querido vivir en una casa así. —dijo ella.

Miré por sobre mi hombro y contemplé la casa de mi infancia. No veía nada en particular. Estaba bastante venida a menos con el pasar de los años, inclusive el mismo jardín exponía matas de yuyos salvajes aquí y allá. Pero no dije nada. Fugazmente se me cruzó la idea que por más que a mí la casa me pareciera vulgar a otra persona podría parecerle bella. La casa también se merecía un elogio.

— ¿Podría conocerla? —preguntó la mujer.
— Claro —respondí con amabilidad—, sería un verdadero placer mostrársela.

Fue así como mostré la vieja casa a la extraña y desconocida mujer. Cada tanto al encontrar cosas fuera de lugar recordaba frases de mi madre, las cuales con un tono severo siempre me indicaban que debía de ser ordenado, limpio y mantener una línea de estilo tanto en mi vestuario como en el lugar donde habitara. Había fallado. Yo no era nada de aquello. 
Le mostré primero la cocina, luego el comedor, pasamos por los dormitorios y finalmente la galería. Allí nos detuvimos.

— Es hermosa —dijo ella. No puedo dejar de sentirme emocionada de estar en un lugar así.
— ¿Así cómo?
— Tan especial.
— Sí, es especial para mí. Aquí nací, me críe, viví mi infancia, conocí a mis mejores amigos, y por ende gran parte de mi vida fue escrita entre estas paredes, en ese jardín, en este barrio. 

Me quedé con las últimas palabras en mi mente haciéndome eco. Había vivido gran parte de mi vida en aquel sitio pero nunca lo había sentido tan cercano como hasta ese momento. Parte de mi vida estuvo escrita allí, en ese punto del universo, como si de repente la vida y el destino supieran, de un modo confabulatorio, que la casa y yo debíamos escribirnos historias mutuas y hacernos compañía. 

Invité a la mujer con un té que sorbimos sentados bajo la galería, contemplando cómo caía la tarde. En verano las tardes mueren con languidez, como si se arrastraran bajo el sol en un árido desierto. Nadie camina por las calles del barrio y tan solo algunos automóviles cruzan por las calles a una velocidad endemoniadamente aletargada. Esa tarde no era una excepción, se arrastró como todas las otras. Al terminar el té nos quedamos en silencio por un buen rato, contemplándonos tímidamente. Ella era muy jovencita. Era muy bella y mantenía esa juventud fresca y radiante en su rostro, como así también en los movimientos de su cuerpo. Cuánto deseé yo en aquel instante ser menor y tener su edad. Seguramente mi reacción hubiese sido distinta y el macho alfa habría salido de caza, poniendo a prueba las distintas tácticas de seducción, como un macho cabrío en plena montaña afilando su cornamenta para impresionar a las hembras.

— ¿Vive por aquí cerca? —pregunté rompiendo la mordaza del silencio.
— Sí, muy cerca.

Esa respuesta me descolocó. En ese momento hubiera jurado por todos mis parientes vivos y muertos que conocía a cada una de las personas del vecindario. Pero no me arriesgué a tanto. No quería ver morir a nadie y mucho menos resucitar a alguno. Rebusqué en mi memoria. Nada. No había registros de aquel rostro. Entonces supe que debía preguntar, saber más, y así lo hice.

— ¿Cuán cerca?
— Muy cerca —respondió ella. A pocas cuadras, en dirección norte, en las intersecciones de Paunero y Dorrego.

Conocía esa esquina. Era cercana. Sin embargo no me figuraba esa mujer viviendo en ese sitio.

— Cerca —dije yo. Pero usted sabe señorita que no registro su rostro. Debe ser la vejez, hace estragos en la memoria.
— No sea duro con usted —dijo sonriendo. Seguramente me ha visto antes pero no ha reparado en mí. 

Y como si quisiera salir de una conversación asfixiante ella se levantó bruscamente, dejando caer la taza de porcelana al suelo. El objeto se partió en cientos de pedazos que se desperdigaron en todas las direcciones. Abrumada, sonrojada, se puso en cuclillas a recoger los restos.

— ¡Oh, no, no!, ¡no haga eso por favor! Ya busco una escoba y una pala para recoger los restos. Por favor, no los tome usted con las manos señorita no sea cosa que se corte con algún filo.

Caminé a la cocina y traje escoba y pala. Limpié los restos de la taza rápidamente y ágilmente los arrojé al cesto de basura. Todo bajo la mirada de aquella encantadora joven, que ya había vuelto a su tono de piel normal y que ahora se limitaba a esbozar una débil y franca sonrisa.

— Debo irme —dijo ella—. Sepa usted disculparme…
— Por supuesto. Déjeme decirle que ha sido un placer compartir estas horas con usted. Ha hecho que este viejo tenga un día distinto en el racimo de días repetidos de su vida. Gracias por ello.

Ella solo se limitó a sonreírme. La acompañé hasta la cerca y allí nos detuvimos por última vez.

— ¿Sabe?, aún no me ha dicho su nombre, señorita.
— Raquel. Mi nombre es Raquel.

Raquel… me sonaba el nombre, juro por Dios que en el momento de escucharlo sentí que la piel se me erizaba. Sin embargo no sabía por qué.

— Raquel que vive en la esquina de Paunero y Dorrego —dije yo.

Ella alzó su mirada, la posó en mis ojos y me sonrió ampliamente.

— La misma Raquel de siempre —dijo, y se perdió calle arriba.

Esa fue la última vez que vi a Raquel.


Ese anochecer, mientras tapaba las jaulas del canario y de la reina mora, pensé en las tareas pendientes que me habían quedado postergadas por la visita de Raquel. Metí la mano en los bolsillos del pantalón pero la lista no estaba allí. Rebusqué en los sitios posibles, pero nada. Seguramente la había perdido, y por ende habría tareas planificadas que no completaría. Ese tipo de recriminaciones son los efectos colaterales de las vidas encasilladas y estructuradas. Es como el castigo invisible de haberte salido de la senda. Mi vida, aún yo consciente o inconsciente, se había amoldado a esa estructura y cada tanto me mostraba sus defectos, tal como esa noche, al no encontrar el listado.

Ya abatido y aceptando la pérdida cerré las puertas de la casa disponiéndome a preparar la cena. Abrí una bolsa de arroz, eché agua en una cacerola, encendí la hornalla de la cocina, rebané unas cuántas rodajas de pan fresco. Mientras el agua comienza a calentarse observaba cómo diminutas burbujas afloraban en la superficie del agua. Volví a meter las manos en los bolsillos del pantalón y a revisarlos, pero nada, la nota no había aparecido allí. Entonces pensé que tal vez se me habría caído al momento de barrer los restos de la taza de té. Salí a la galería y encendí la luz. Observé el piso con atención. Busqué detrás de los sillones, detrás de las pajareras, tras las macetas, y finalmente lo encontré, estaba allí, detrás de la mesa ratona en la que suelo apilar los libros. Contento entré a la casa. Abrí el papel y repasé los ítems:


1. Cepillarme los dientes.
2. Escuchar el noticiero en la radio y el resultado de los partidos de fútbol del domingo.
3. Pedirle a la señora Arguello que quite la maleza de los rosales.
4. Comprar el pan.
5. Seguir la lectura de “Anna Karenina”.
6. Afeitarme.
7. Seguir pintando el cuadro a medio terminar.
8. Olvidarme del cáncer.

Pero había un noveno ítem y no era escrito por mí. Era una letra desconocida. Me sorprendí.

9. No olvidarse de amar a Raquel.

Me temblaban las manos y por un instante la vista se me nubló. Ese ítem no había sido escrito por mí. La caligrafía era distinta, el ítem en sí no tenía sentido para mí. Si aquella mujer había escrito ese ítem era una broma de mal gusto. Además, ¿cómo amar a alguien desconocido? Doblé la nota y la eché al bolsillo. No me cerraba la idea de que ella lo hubiese escrito, pero tampoco tenía otra pista. Esa noche al acostarme y apagar la luz caí en la cuenta que no había escrito el listado para el día siguiente. Encendí la luz del velador, tomé una hoja, una birome y escribí:

1. Desayunar con frutas.
2. Escuchar algún tango de Troilo.
3. Amar a Raquel…

En ese punto, tras escribir los puntos suspensivos, sentí un gran susto. Entonces, como si fuera el efecto de un terrible golpe al mentón, recordé. Ahora estaba esa niña adolescente caminando a la salida del colegio por frente a la cerca, con su hermosa y reluciente sonrisa, con el pelo recogido en un rodete, y sus libros bajo el brazo. Caminaba con displicencia pero con una gracia terriblemente femenina. Cada tarde ella siempre observaba hacia la casa, y si nuestras miradas se cruzaban entonces su sonrisa se ampliaba, emitiendo tanta luminosidad y calor como la conjunción de mil soles. No me era esquiva. Cada tarde yo quería que ella pasara y me viera. Necesitaba de su proximidad, de su juventud, de lo que emanaba ella al verla. De entre tantas tardes fue en una de ellas que se detuvo y me saludó levantándome su mano. Me acerqué. Hablamos. Reímos. Nos sonrojamos. Supe en ese momento que aunque yo le llevaba muchos años me había enamorado. Y podía presentir que ella también estaba enamorada, como esas colegialas que disfrutan de los primeros albores del amor sin condicionamientos, tan solo dejándose llevar por sus instintos e impulsos ¿Cómo te llamas?, le había preguntado. Raquel, había respondido. Y mientras observaba el listado manteniéndose tembloroso en mis manos sentía que el corazón se me anudaba en una expresión de languidez dolorosa reviviendo aquel instante del pasado. Pero toda aquella historia de amores imposibles quedo sepultada una mañana, cuando en el barrio se escucharon las sirenas, y la noticia corrió por las calles como el viento lo hace en Agosto. Un grave accidente automovilístico había tomado la vida de una joven mujercita en una esquina próxima. Supe al instante que era ella. No sé por qué, pero lo supe. Salté la reja casi sin tocarla, sin importarme los años. Corrí, corrí, corrí más rápido. Al llegar el tumulto de gente y las vallas de la policía imposibilitaban la visión. Sin embargo, me abrí paso, debía ver quién era. Pero a su vez como si una mano poderosa tirara de mis brazos hacia atrás sentía que no quería saberlo. El miedo y el pánico, ambos asociados, me abordaron por completo. Tomé fuerzas, crucé por debajo del vallado, avancé entre los vecinos curiosos, y la vi, dormida en medio de un charco de sangre, con su pelo lacio recostado de lado, y sus ojos observando al cielo. Esos mismos ojos que había visto por la tarde en esa mujer que ahora no resultaba tan misteriosa.  


Hoy amaneció lloviendo. He pasado toda la noche despierto, mirando viejas fotografías, observando las luces de la calle y del pasado. Estoy viejo, en eso pienso esta mañana. Abro el grifo y lleno la pava con agua, la pongo al fuego, observo cómo el muchacho que arroja los diarios cada día está más ágil en su tarea. Recojo el diario mojado y arrugado en el jardín, y por un instante, me quedo parado observando todo a mi alrededor. Me veo un niño, un adolescente, un hombre adulto, un anciano. La casa me ha visto así también. Observo las briznas de hierba jóvenes romperse paso a la vida, intentando sorprender a los demás seres vivos, buscando las caricias de los rayos solares ocultos tras las nubes. Escucho el silencio de la calle, el sonido de la lluvia contra el pavimento y los techos. El murmullo lejano de los primeros trabajadores dirigiéndose a sus respectivos trabajos. Vidas que comienzan a vivir un nuevo día. Me pregunto si en alguna de esas vidas habrá alguien con cierto paralelismo con la mía. Como un rayo fugaz me llega una respuesta positiva. En realidad creo que soy yo mismo auto engañándome, diciéndome a mí mismo que quiero que esa sea la respuesta correcta, y así sentirme un poco más comprendido, menos vacío. Me acerco a la cerca y acaricio la madera. Recorro las puntas, siento la textura, veo los ojos de la joven Raquel en un día de verano observarme. La vida me parece una vieja película. Lloro. Intento secar las lágrimas con las palmas de mis manos y me pregunto si de verdad la joven y hermosa Raquel ayer estuvo en mi casa. Entonces hurgo en mis bolsillos y encuentro el listado de ayer, lo despliego y solo cuento ocho ítems. No hay un noveno. Te estás poniendo demasiado viejo, me digo en voz baja. 

Preparo el desayuno escuetamente. No tengo hambre. Me siento húmedo por dentro y por fuera. No tengo ganas de cambiarme de ropa. Observo mi rostro en el vidrio de la ventana y tengo una expresión de expectación e incredulidad. También un poco de tristeza. Sin embargo sé que una llama aún habita en una de las cavernas más recónditas de mi corazón. Es diminuta, débil, e irradia una lumbre exánime que tan solo mantiene el vestigio de haber amado una vez en mi vida. Está allí, aferrada, subsistiendo, suplicándole a la memoria que no olvide lo que se siente, lo que irradia. Creo que Raquel se encarga de mantenerla allí. Lo ha hecho durante más de cincuenta años. Y aún hoy, en días lluviosos como éste, cuando el viento sacude los árboles y las gotas de lluvia tamborilean contra el tejado y las ventanas, persiste, inmutable, guareciéndose dentro de la caverna, aferrándose a la vida, como un parásito, como la joven brizna del jardín, buscando la luz del sol de un nuevo día.






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(Imagen: http://goo.gl/jOC6d)

lunes, 24 de septiembre de 2012

Diente de León






"Soy la florecita del diente de león,
parezco en la hierba un pequeño sol.
Me estoy marchitando,
ya me marchité;
me estoy deshojando,
ya me deshojé.
Ahora soy un globo fino y delicado,
ahora soy de encaje, de encaje plateado.
Somos las semillas del diente de león
unas arañitas de raro primor,
que unidas nos puso la mano de Dios.
Ahora viene el viento:

-hermanas, adiós."

Carmen Lyra (Costa Rica)








- ¡Puta! 

 Durante un instante tras escuchar aquella palabra el tiempo pareció detenerse y solo enfoqué mi visión en los labios de mi tía. Tuve piedad de ella, adormecí mi lengua, refrigeré mis nervios, amortigué el impacto de la palabra en mis sienes. Supongo que las enfermedades mentales además de hacer estragos en la memoria y el raciocinio también se divierten destrozando todos los nexos sociales que el individuo tuvo en su vida y que tanto cuidó y veló. En realidad es una perversidad morbosa, que carcome lentamente y expone a quien sufre el mal a ser mutilado y desmembrado sin contemplación por las miradas, opiniones y palabras de los que se sienten alcanzados y dañados. Por eso no abrí los labios, por eso solo me limité a mirar con ojos furibundos a mi tía durante aquel instante que trataba de puta a mi pareja, la cual apenas hacía instantes ella acababa de conocer.

Nos sentamos los tres a la mesa. Mi tía en la cabecera, mi pareja a la izquierda y yo a la derecha. Era hora del mediodía, en pleno mes de septiembre. Ya por la mañana se veía que el día sería caluroso. Algunas personas habían dejado sus abrigos livianos y caminaban por la calle con ropa ligera y de colores suaves. Sin embargo dentro de la casa de mi tía el invierno aun parecía adormilado, perezoso, y sin ganas de irse. Ella tenía puesto un viejo vestido color ocre, con un cuello que sostenía parte de su papada, con unas mangas descoloridas que sostenían los colgajos de sus brazos. Cada vez que la veía enfundada en aquel atuendo pensaba en lo parecido que era a una mortaja fúnebre. Pero enseguida quitaba aquel pensamiento, no era de buena persona pensar así y más de una mujer con demencia senil.

Carraspeé. Intenté cortar el silencio en varias rebanadas. Quise que mi pareja se sintiera por un instante cómoda. Pero no podía borrar los ojos inquisitivos de mi tía. Se movían sagaces, escudriñando milímetro a milímetro la fisonomía de mi compañera. Sentí un calor terrible recorrerme por todo el cuerpo, deseaba abalanzarme por sobre la mesa y tomarla del cuello, presionar fuerte, cerrar con violencia mis manos alrededor de su cuello, ver cómo sus ojos cargados de un odio intolerante y absurdo se iban apagando, dejando éste mundo, volviendo a sus raíces de normalidad. Sin embargo eso era algo imposible, una escenificación mental que ponía paños fríos a mi enojo. Tomé por debajo de la mesa la mano de mi compañera. La acaricié por un instante y ella, tras recibir mi mensaje con claridad, hizo un pequeño gesto, en la comisura de sus labios, una respuesta clara de entendimiento ante la situación embarazosa que nos tocaba vivir.

El almuerzo estuvo bien. Nada de otro mundo. Unas verduras al vapor, carne asada, papas fritas, un poco de vino. Tras comer salimos a caminar por el gran patio, bajo el sol primaveral. Mi pareja y yo íbamos delante, mi tía nos seguía lentamente por detrás, sin quitarnos la vista de encima, regodeándose de la escena que dábamos ante sus ojos, buscando la fisura exacta para meter uno de sus bocadillos y considerarnos dos seres extraños con intenciones de copular y faltarle el respeto. Sin embargo, no dijo nada. Se limitó a seguirnos por detrás, con sus pequeños pasos y su mirada por momentos perdida. Después de un rato se nos acercó y dijo que descansaría. Así la vimos partir rumbo a su habitación. Finalmente cerró la puerta y encendió la radio. Siempre dormía con la radio a bajo volumen. Solía decir que así era más fácil dormir, pues ella que siempre había viajado en uno de los colectivos más populosos de la ciudad durante casi cuarenta años a su trabajo, había aprendido a dormir de parada, sentada, apoyada, siempre mecida por el murmullo de todos los pasajeros que la rodeaban y el runrún del transporte.

— ¿Crees que me odia?
— No, no es odio. Piensa que ella vive en un mundo distinto al nuestro desde hace muchos años. No sé cómo será el odio en su mundo, pero no creo que sea igual al del nuestro. 

Mi pareja hizo un chasquido con sus dedos. Lo tomé como una aceptación. Aunque creo que ella tenía una idea formada de la situación.

Nos sentamos en un banco de cemento, al final del patio, debajo de un gran fresno. Al principio nos mantuvimos en silencio, luego poco a poco, iniciamos un diálogo. Sentí que el mal trago del almuerzo había pasado. Traté de decir algo que hiciera olvidar aquello, pero no me salía nada. Ella igual sonreía. Era buena señal. Tomé sus manos entre las mías. También sonreí.

— ¿Estás bien? —me preguntó. 

 Asentí. Sí, estaba bien. Me sentía bien. Aunque me dolía lo sucedido. Pero comprendía que no todos los mundos pueden fusionarse. Las colisiones son inevitables. ¿Por qué enojarme con mi tía? No. No podía. Tampoco debía. Sin embargo, era difícil. Nuestra convivencia se había deteriorado durante el pasar de los años. Aquella mujer alegre y vivaz poco a poco había comenzado una transformación lenta y dura, desde lo estético hasta lo mental. Esto último era atroz. Se había derrumbado como un viejo edificio bombardeado en plena guerra. Perforado, lleno de agujeros por donde, dependiendo el día, se filtraba o no un haz de luz. No podía ser duro con ella por más que sus acciones fueran intolerantes. Asentí nuevamente con mi cabeza. Volví a sonreír. La demencia tiene estadíos que suelen dejar perplejos a quienes la observan. Momentos de terrible lucidez, capaz de demostrarle hasta al más cuerdo que el loco es él. Sin embargo, son tantos los claroscuros que terminan eclipsando cualquier punto de fuga que permita, al menos por un instante, pensar en normalidad.

Una brisa proveniente del sur soplaba cargada de olor a glicina. Seguramente de alguna casa vecina.

— ¿En qué piensas? —preguntó mi pareja.
— Pienso en la locura —dije yo. En la locura y en la normalidad. En lo que es y en lo que no es ¿Alguna vez te has cuestionado cuan cuerdos somos?, ¿Será que podemos responder con certeza ese tipo de pregunta?
— Nunca me lo he preguntado. Creo que las personas que se sienten normales no se lo preguntan. Además, ¿por qué habríamos de hacerlo?
— Tal vez… por curiosidad… -respondí. 

 De repente la brisa se convirtió en un viento más fuerte que arrastró unas cuántas nubes blancas y grises en el cielo.

— Lloverá —dije.
— Sí, así parece. Contemplamos el pasar de las nubes en silencio. El fresno se mecía jugando con el viento. 
— ¿Has visto cómo vuelan los dientes de león?
— ¿Dientes de león?
— Sí, mira, esos… —dijo señalando una flor amarilla.
— ¿Esos no son plumeros? —dije yo.
— Reciben muchos nombres, pero por lo general se llaman así, dientes de león.
— ¿Y qué tienen de curioso?
— Mucho —respondió ella. Durante la primavera y el verano su color amarillo intenso adorna de un modo exquisito los campos. Cada vez que veo un campo con dientes de león me sonrío. Me hace sentir que la naturaleza tiene su propia paleta de colores y no es mezquina. En otoño, la flor se seca y se vuelve blanquecina, como si fuera un pedazo de algodón indefenso. Y entonces el viento hace de las suyas. Las arranca y hecha a volar, esparciendo sus semillas, desperdigándolas por donde le baja la gana y así esparciendo la proliferación de más dientes de león. Es una especie de engranaje perfecto, ¿no crees?

Pensé por un momento en lo que me estaba contando. Imaginé un campo lleno de dientes de león azotado por un viento sur como el que soplaba en aquel instante. Miles de semillas esparciéndose por el cielo, decorándolo todo, impregnando de futura esperanza la tierra. Sin duda era un engranaje perfecto.

— Sí, es perfecto —concluí.
— Cuando era niña mi padre me llevaba en el automóvil a recorrer el campo. Él controlaba el ganado, los alambrados, que no faltara agua, que ningún animal estuviera enfermo, que el molino funcionase perfectamente, en realidad que todo estuviera en su sitio y en perfectas condiciones. Y en otoño, uno de los campos vecinos se plagaba de dientes de león secos. Entonces mi padre detenía el automóvil y me hacía bajar. Me tomaba de la mano y nos adentrábamos en ese campo, entre todas las plantas de diente de león. Cortaba uno, lo observaba con detenimiento: “¿no es perfecto?”, solía decir mientras observaba la flor seca. Sí, yo pensaba que era perfecto, así, como mi padre.
— Linda escena —dije yo.
— Sí, pero lo más hermoso era ver cuando él, mi padre, soplaba la flor. Lo hacía con fuerza, poniéndola a pocos centímetros de sus labios. Las semillas salían despedidas por doquier. Flotaban en el aire. En días tormentosos con el cielo gris, parecían puntos blancos luminosos en el cielo. Entonces él las señalaba y me hacía pedir deseos. En realidad yo no pedía nada, solo las miraba flotar y flotar en el viento. Pero creo que él sí lo hacía. Supongo que siempre pedía lo mismo, que el mundo de mamá fuese el mismo que el nuestro. Mi madre sufría de Alzheimer. Poco a poco la enfermedad la había consumido, volviéndola un ser ajeno a nosotros, una extraña en su propia casa y entre nosotros. Sin embargo, tenía momentos de lucidez y nos reconocía, nos sonreía y daba muchos besos a mi padre. El entonces se emocionaba, la tomaba entre sus brazos y casi llorando le decía cuanto la amaba. Lo decía presurosamente, como si cada segundo fuese el momento indicado para que ella perdiera la lucidez y volviera al oscuro mundo de la enfermedad. Entonces la contemplaba con dulzura. No recuerdo haber visto una dulzura igual en los ojos de un hombre. A veces intento buscarla en tus ojos y creo reconocerla. Pero enseguida me detengo, pues siento que no es justo buscar la misma dulzura de los ojos de mi padre en los tuyos. Una vez las semillas de dientes de león se esparcían por el cielo volvíamos a subir al automóvil, en silencio. Mi padre encendía el motor, tomaba el volante con fuerza y se quedaba mirando fijamente el camino, como si de repente todo aquello que deseaba y anhelaba se le representara como un espejismo casi utópico. En ese instante su mirada no era dulce, era triste, como de resignación. Aceleraba y retomábamos camino. Atrás quedaba el campo de dientes de león. Hay momentos que recuerdo cómo todas las flores secas se mecían sincronizadamente al viento. Me veo a mí misma mirando el campo por el espejo trasero del automóvil, pensando en los deseos de mi padre, en su amor por mi madre, en las semillas de las flores volando a cualquier sitio inimaginado transportando esperanzas y deseos.

Tras terminar de hablar mi compañera fijó su mirada en las flores amarillas nacidas en el borde del paredón. El viento sur soplaba con la misma intensidad, meciéndolas. Eran flores jóvenes, vigorosas, con un brillo peculiar. Representaban la fortaleza de la juventud. Pensé en aquel instante el momento justo que ella y yo atravesábamos en nuestras vidas. Éramos jóvenes, nos atraíamos, nos deseábamos, y poco a poco comenzábamos a tejer la telaraña indescifrable del amor ¿Acaso algún día todo aquello se detendría en una nebulosa? No podía saberlo. Tal vez sí... tal vez no.

Decidimos entrar a la casa. La radio sonaba a bajo volumen en la habitación de mi tía.

— Tú tía no ha querido insultarme. Ella no quiere perderte. —dijo mi compañera.
— Pero no es el modo. Duele. Aunque sé que no está en sus cabales —dije.
— Para ella eres como una semilla de diente de león. Piénsalo así. Si la vida sopla fuerte tal vez te lleve lejos, a lugares que ella jamás podría ir y seguirte. Así, su vida se volvería aún más sin sentido. Piénsalo por un instante. Sitúate en su mundo al menos un momento. A veces el viento de la vida sopla tan fuerte como el viento sur. Mece, arranca, eleva y arroja en cualquier dirección. Es una acción violenta, naturalmente violenta. Y cuando sucede, el cambio es bueno pero dramático a la vez. Moviliza. Genera repercusiones, y también pérdidas. No importa si ella me ha llamado puta, lo que importa es el modo en que ella quiere alejarme de ti, como si protegiera lo que ama, lo que teme perder. Hoy seguramente no es el día que ella me aceptará. Tal vez sea mañana, o pasado, o tal vez nunca, no lo sé ¿Acaso importa? Puedes vivir en su mundo y en el mío, así, como mi padre solía habitar en el de él y en el de mi madre. Puedes mirar a tu tía con la dulzura de siempre y a mis ojos con la dulzura del amor entre hombre y mujer. Créeme… se puede.

De ese día recuerdo estar cerrando con llave la puerta de calle de la casa de mi tía y escuchar la radio apagarse. Un silencio quedaba reinante. Tal vez porque ella ya se levantaba, o porque ella nos había escuchado. Nunca lo supe.


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 (Fotografía: http://goo.gl/EHyHB)

viernes, 31 de agosto de 2012

Hipocampos




Sé que no estás ahí donde te veo
ni imagino a dónde te llevan,
de dónde volvés
cada noche con vida

Rosa Lesca 






“Detrás de la pared hay un mundo que desconocemos. No podría especificar si es sombrío o luminoso, es que nunca he estado allí. Sé, y esto es algo que lo juro por mi vida, lo que mi padre siempre me ha contado en esas largas noches de invierno en donde las historias parecen tomar mayor profundidad y peso: detrás de la pared está lo que todos deseamos, lo que cada día y cada noche anhelamos volver a encontrar.” Esas fueron, con mayor o menor cantidad de puntos y comas, las palabras que mi tío repetía una y otra vez en los años de mi adolescencia. Las recitaba como si fuesen un padrenuestro, un fórmula aprendida de memoria, o mejor aún, una declaración romántica estudiada durante largas noches para una mujer amada.

En las palabras susurrantes que mi tío emitía había siempre un halo misterioso que, aun negándote, no podías esquivar y dejarte flotar, entre historias posibles e imposibles, personajes reales o ficcionados, vidas tangibles o volátiles. Crecí con esas historias rodeándome por completo. Aquí y allá se aparecían dentro de mi cabeza, muchas veces asemejándose a paisajes reales que visitaba o a personas de carne y hueso que ingresaban a mi vida ¿Acaso mi tío hilvanaba historias a sabiendas de cómo sería mi vida? Nunca quise creer eso. Más bien pensé siempre que él, por amarme en demasía, intentaba ponerme carteles de “peligro” para que yo supiera visualizarlos y detenerme a tiempo cuando algo en mi vida sucediera o fuera peligroso. Aquellas palabras sobre la “pared” siempre persistieron en mi mente como un eco de nunca acabar. A veces, en los momentos difíciles en donde algo parecía sumergirme en un abismo profundo y asfixiante, las palabras de mi tío me tomaban de la mano y me rescataban, subiéndome por una pared alta e infinita en donde en su cima se divisaba una luz tenue y amarillenta que daba la esperanzadora sensación de libertad. Él había logrado tender una telaraña invisible que lo envolvía todo a mí alrededor. Una telaraña de palabras que conformaban historias y que a su vez generaban imágenes en mi cabeza, las cuales resultaban fieles compañeras de vida.

En los años de mi adolescencia deseaba trepar la pared, ver qué había del otro lado, saber si del otro lado estaba todo lo que yo deseaba para mí y para mi vida. Pasaba muchas noches de manera insomne, observando por la ventana el mecerse de los árboles de la vereda. Solía levantarme y caminar por la casa de mis padres como un ente que desconocía todo cuanto lo rodeaba. Sin hacer ruido, caminando tan solo en puntas de pie, iba y venía de un rincón a otro, observándolo todo, intentando sosegar esa ansiedad adolescente de querer saber más y no ser correspondido. Inclusive a mis novios supe contarles aquella historia de “la pared”, algo que a ellos les resultaba estúpido y a cuento de niñas bobas. Solo uno, tal vez el que menos yo hubiera indicado como “el elegido”, lo tomó siempre en serio, escuchando una y otra vez mis palabras con detenimiento y respeto en el relato. Al principio dudé de contarle, prejuzgué que no sería capaz de entender lo que estaba por contarle; sin embargo la sorpresa fue más que grata: no solo escuchó atentamente toda la historia sino que además participó en opiniones ricas y fluidas, con puntos de vistas certeros, intentando ahondar en la trama de ese misterio que yo tanto le mostraba como complejo e importante para mí.

Supongo que mi relación con aquel muchacho estuvo muy marcada por esta especie de “entendimiento” con respecto a la historia de “la pared”. Llegué a pensar que él mismo percibía la cercanía de esa pared, al igual que yo. Lo sentía demasiado cercano en ese punto. Salimos unos cuantos meses, pero no llegamos al año. Solíamos hacer el amor en mi habitación o dentro de su automóvil al regreso de la escuela. No me gustaba en demasía, más bien producía en mí cierta atracción pseudo intelectual que jugaba con mis sentidos como cuando un pez queda atrapado por el anzuelo y mueve la línea de un lado al otro debajo del agua, sintiéndose atrapado y desesperado. Tampoco me importó por aquellos días saber qué sentía por él. Solo dejaba arrastrarme por mis sentimientos y emociones, sin poner reparos, permitiéndome ciertas libertades, a veces cercenadas por mis padres, pero libertades al fin.

Me sentía sorprendida por mi conexión con ese chico. A veces imaginaba que él realmente vivía del otro lado de “la pared” ¿Serás de allí, de ese lugar enigmático y mágico del cual tanto mi tío me habló? Tal vez, me respondía por lo bajo. Mientras observaba sus ojos y su modo de mirarme aquella pregunta flotaba en mi mente sin respuesta concreta. Por momentos elaboraba respuestas que arrojaban cierta la posibilidad de que él perteneciera al “otro lado”. Entonces observaba el movimiento de sus manos, sus gesticulaciones faciales, las palabras que salían de su boca, y el brillo de sus ojos. En ese momento que me permitía verlo así, como un ser salido de un lugar extraño y sombrío, me llegaba otra imagen de él, una imagen totalmente opuesta al muchacho que me besaba con suavidad mientras me desprendía el sostén para hacerme el amor en su automóvil. Era un hombre distinto, completamente mimetizado con mis preocupaciones y temores. Se acercaba demasiado y de modo peligroso a mi corazón. Llegué incluso a pensar que él, si realmente provenía del “otro lado”, sabía perfectamente qué me gustaba y atraía de un hombre, y eso, sinceramente, no me gustaba. Me daba temor. Me sentía vulnerable ante esa situación. No podía soportar que alguien pudiera, en teoría, conocerme mejor de lo que yo me conocía a mí misma. Claro que lo curioso era que aun haciendo esas suposiciones mentales me gustaba su cercanía y su modo de fusionarse conmigo. Cada día vivido en aquel tiempo con él fue inesperado y único.

Una tarde de verano, mientras hacíamos el amor en mi habitación, él se detuvo de repente. Solamente se quitó y quedó acostado de lado, mirando hacia la ventana. Me sentí sumamente ofendida. Deseaba que continuara, que lográramos ambos un orgasmo, pero no, había salido despedido de mi cuerpo y ahora se encontraba silencioso y calmo observando a través de la ventana.

— ¿Qué pasa? —pregunté con cierto tono de enfado— ¿Acaso ya no tienes deseo de seguir?, ¿me dejarás así? 

Tardó un momento en abrir los labios y emitir una palabra. Mi enfado era marcado, me sentí encolerizada, hasta tuve deseos de arrojarlo de un empujón de la cama. Pero solo atiné a vestirme. Me puse el sostén y la bombacha, y me tapé con la sábana. Él solo alzo su brazo, indicó un punto a través de la ventana y dijo, “¿Lo ves?”. No, no veía nada. Mi visión estaba nublada por el acto no consumado y por su terrible hipocresía.

— ¡No!, ¡no veo absolutamente nada!, o sí, veo solos nubes.
— Es que es eso ¿Ves la figura en la nube? —dijo señalándome las nubes por la ventana.

Por un instante busqué figuras entre las nubes, como cuando era una niña. Intentaba asociar formas conocidas con los bordes distorsionados de las nubes, pero nada parecía emparentarse. Ya desesperada, con mis nervios de punta, me senté en la cama y comencé a vestirme. 

— No, tú no lo ves —dijo él.
— ¡No!, ¡No lo veo!, ¡solo lo ves tú!
— Esta ahí, justo ahí, ¿acaso no lo ves? 

Fue entonces que miré una vez más y pude verlo. Ahí estaba. En el mismo lugar que su dedo índice apuntaba hacia la ventana. Era un bonito hipocampo. Dibujado por el contorno de las nubes, y resaltado por los rayos de sol atrapados por ellas. Flotaba en medio de un mar denso y oscuro. Era hermoso. Tomé asiento al lado del chico en la cama y lo miré a los ojos.

— Sí, sí, ahora pude verlo. Es bellísimo.
— Sabía que lo verías —dijo él.

Seguí contemplando la imagen por un rato hasta que finalmente las mismas nubes se ocuparon de desvanecerla.

— ¿Sabías que los hipocampos solo forman pareja una vez en su vida? —dijo él—, ¿y que rara vez se ha visto a un hipocampo con otro que no sea a quién eligió por vez primera?. Son monógamos. Representan a la monogamia casi por excelencia. Inclusive, cuando alguno muere en la pareja, el otro no tarda mucho tiempo también en morir. Es algo curioso y llamativo. Como un nexo invisible. Nadan en las profundidades danzando, enroscándose, sin importarles nada ni nadie, tan solo sabiéndose juntos, en un mar infinito.

Sentí un nudo en el pecho. Contemplaba sus labios, sus ojos, dejaba que las palabras que había dicho rebotaran una y otra vez en mi cabeza. Creo que quería sentirme así, como un hipocampo, y enroscarme con él, sin que nada más me importara en el mundo.

— Suena bonito —dije—, pero también muy utópico para seres humanos. Me refiero a lo de un amor para toda la vida, a estar siempre con una persona hasta el día que mueras.
— Tal vez sí, tal vez no.
— Inclusive si yo muriese o me separara de alguien que amé en demasía no quisiera quedarme sola, o que ese alguien se quedara solo. La vida continúa. Al menos ese es mi pensamiento.

Él sonrió. En realidad más que una sonrisa fue una mueca de aceptación hacia mis palabras. Percibí que había receptado perfectamente lo que intenté decirle. Reconozco que en aquel momento era una adolescente bastante atolondrada, incapaz de darle un enfoque serio y espiritual a mi vida y a las palabras que ese chico estaba diciéndome. Con el tiempo lo fui entendiendo. Comencé a comprender cuán importante era encontrar un hipocampo en mi vida.

— Y dime, ¿dónde yo podría encontrar un hipocampo así?, ¿acaso tú lo eres?, ¿tú eres mi hipocampo?
— Tal vez detrás de la pared —respondió, él. 

 Fue un terrible mazazo en mis sienes que sucumbió en toda la amplitud de mi consciencia. Fue fugaz, corriendo a la velocidad de un rayo, pasaron sucesiones de imágenes de mi infancia, de mi tío, de las historias que escuchaba de niña, mis miedos, las nubes, el hipocampo. Él había mencionado la pared. Mientras seguía sumergida en aquel resplandor mental él se levantó de la cama, se vistió presurosamente y se fue, sin más, dejándome allí, semi desnuda, sin entender nada.

Fue la última vez que nos vimos. Ya no volvió a cruzarse por mi vida. Desapareció como lo hizo el hipocampo entre aquellas nubes ese atardecer. Conjeturé mil hipótesis, pero nada cerraba. Esperé a que el anochecer llegara, recostada en la cama, tan solo mirando por la ventana. Cuando la oscuridad lo invadió todo observé los primeros destellos de las estrellas, la espesura cósmica, lo inconmensurable atrapado frente a mis ojos. Me sentí muy sola. Era la primera vez en mi vida que sentía aquella soledad tan opresiva y vasta. Fui hasta la biblioteca, busqué un libro para leer y ver si de ese modo lograba sentirme un poco mejor. Recorrí las estanterías desde Cheever hasta Kafka, fui y volví, pero nada me sedujo para arrancarlo de su orden y sentarme a leer. Así fue que esa noche tomé la guitarra y comencé a tocar algunos acordes que recordaba. Los había aprendido hacia un tiempo, en algunas clases que tomé pero que nunca continué. Mientras mis dedos jugaban con las cuerdas un aire fresco llenó de repente la habitación. Olía a vida. Dejé la guitarra y observé el cielo desde donde me encontraba. Unos nubarrones comenzaban a tapar las estrellas, se avecinaba una tormenta. Busqué sin querer un hipocampo entre las nubes pero no logré encontrarlo. También busqué el rostro del chico pero tuve menos suerte. Unas altas nubes fueron poco a poco ganando todo el cielo, tapando primero las estrellas, luego la luna por completo. Las nubes se asemejaron a una infinita pared dejando detrás de ella a estrellas, luna, universo. Tal vez esa era la respuesta. Todo lo que hacía un instante me había maravillado ahora ya no se veía, ahora estaba detrás de una pared de nubes. Tal vez deba ser así, me dije. Las paredes se levantan sin previo aviso, un día te despiertas miras a tu alrededor y ahí las descubres, macizas, impenetrables, enormes. Dividen un antes y un después del tiempo de una vida. De todas las vidas, de la mía, de la del chico que conocí por aquellos días, de la de todos.




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(Imagen tomada de internet. Se desconoce su autor)