jueves, 18 de febrero de 2010

Raíces nuevas


Cuando mi mujer volvió de trabajar dejé de sentirme solo. A veces la soledad del departamento me asfixia. Es como la horrible sensación de tener una bolsa de nylon en mi cabeza y ajustada a mi cuello. Nos sonreímos ambos y nos dimos un beso a secas. Ella tomó una silla y se sentó alrededor de la mesa apoyando los codos sobre la superficie y las manos en sus mejillas. Noté que algo andaba mal. Tal vez era cansancio. Le conté que al volver de mi trabajo por debajo de la puerta había un telegrama el cual señalaba que su madrastra había muerto.

Ella suspiró y dijo:

- ¡Ufff! ¿Murió? –Luego añadió: Bueno, pobre, supongo que así lo quería el destino, ¿no?

Y lentamente, sin cambiar su postura, sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas que caían lentamente por las mejillas hasta estrellarse en la mesa. Me causó una profunda tristeza verla así pero algo me sujetaba a la silla y me impedía salir despedido a abrazarla y contenerla.

Entonces dijo:

- ¿Sabes?, creo que cada uno de nosotros tiene un destino escrito en algún sitio y que la vida se encarga desde niños de marcárnoslo; pero no lo sabemos ver, puede que lo tengamos frente a nuestros ojos y que lo ignoremos, o pensemos que solo se trata de pensamientos superfluos o divagues de nuestro subconsciente.
- Tal vez –respondí- Creo también en el destino. En mi veintena llegué a sostener que podíamos escribir el destino de nuestras vidas a nuestro antojo, pero poco a poco, a medida que fui creciendo y pasando aquellos años alocados, me di cuenta que no era tan así, que si creía en un orden cósmico debía existir también un orden para caminar por nuestras vidas.

Mi mujer rompió a llorar amargamente. Me pude librar de la atadura invisible que me contenía a la silla y corrí a contenerla. Me abrazó fuerte, muy fuerte, mientras notaba que con los dedos de sus manos parecía estar buscando algo en mi espalda. En aquel instante pensé en que hacía mucho tiempo no veía a alguien llorar tan amargamente. Eso me deprimió, me causó mucha amargura y más sintiendo que esa sensación emanaba de la mujer que yo mismo amaba mas que a nadie en el mundo.

De a poco fue cesando su llanto y fue dando paso a pequeños espasmos y contracciones causadas por el mismo. Yo tan solo acariciaba su pelo y lo besaba con diminutos besos de vez en cuando. Mientras estuve así mi mirada se quedó roma y recordé el momento que mi abuelo me habló sobre el destino. Yo no pasaba los ocho años de edad y había descubierto, por curiosidad de niño, un libro guardado en uno de los cajones de su casa. El libro hablaba de un niño que vivía en un asteroide y que había caído a nuestro planeta en medio del desierto. Mi abuelo me hablaba maravillas de aquel libro y decía que la vida siempre nos sorprendía con cosas insospechadas, que el destino era inevitable y que las sorpresas de toparnos con gente maravillosa podía estar sobre un asteroide o sobre la misma Tierra. Hice de aquel libro uno de mis preferidos, aún de adulto.

Cuando mi mujer dejó de llorar abrimos una copa de vino y brindamos por el alma de su madrastra. Bebió lentamente un sorbo de Malbec y me dio un diminuto beso en los labios. Aún con sus ojos rojos por el llanto y sus facciones abatidas noté que a pesar del dolor el amor emana de un ser humano como raíces nuevas en plena primavera.

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domingo, 14 de febrero de 2010

Las grietas del pilar

 

Tuve la sensación devastadora de una muerte inesperada el mismo momento que dándose media vuelta me dijo adiós. Uno cree que la amistad no muere y que es para siempre, o al menos eso quiere creer y a eso tiende a aferrarse. Tras verlo caminar lentamente después de la gran discusión de aquel día sentí que lentamente parte de mi ser iba desprendiéndose paulatinamente con sofocones de calor y un dolor tan agudo que ya casi no era dolor sino algo jamás pensado. Yo por entonces era un muchacho recién salido del capullo, con extrema exposición a los azotes nuevos de la vida. La amistad era, a mi modo de ver, el único lazo importante que mantenía en pie gran parte de los pilares de mis principios; por tal le daba un importante lugar en mi vida diaria el cual permitía cultivarla y mantenerla siempre vigente. Sin embargo, aquel día, tras nuestra despedida sentí que el pilar se había resquebrajado, que el templo sagrado se fisuraba y tanto yo como mis principios corríamos el terrible destino de perecer.

En la oscuridad de aquella calle me quedé solo. El invierno era duro, más que otros años, y el brillo de las estrellas en la noche helada parecía distinto al de otros cielos que yo recordara. Encendí un cigarrillo, levanté el cuello de mi sobretodo, y decidí volver al departamento que alquilaba a escasas cuadras del centro de la ciudad. La lóbrega oscuridad se cernía sobre los viejos edificios y todo el mundo estaba en sus departamentos al lado de los calefactores o las estufas junto a sus seres queridos o en soledad, algunos tal vez amándose, otros teniendo sexo, o bien ahondando aún más la brecha que los separa los unos a los otros, pero nadie, nadie, caminaba por las calles. El humo del cigarrillo dejaba una estela blanca tras de mí tal como un barco a vapor deja su señal en un río al anochecer. Interiormente estaba destruido, acongojado, mis ojos llenos de lágrimas ardían ante el aire frío de la noche. Intenté pensar en nada, quitar aquel momento que desencadenó la locura y la posterior pérdida, pero no pude. Fue demasiado para mí. Aún no sabía con exactitud que me había dolido más, si encontrar a la mujer que amaba siendo penetrada por mi mejor amigo o ver que mi amistad había sido traicionada por la carne plagada de vicios. En ese momento no me sentí traicionado por aquella mujer, dudé entonces de mis verdaderos sentimientos por ella. Es que los hombres somos así, tenemos esa medida oculta en nuestro interior que solo en dosis justa resulta amor, de lo contrario no es nada, tan solo instantes más de nuestras vidas dedicados al placer y la hipocresía. Al llegar al café Crocatto, crucé la calle saltando los charcos y cayendo justo sobre los adoquines. Un viejo borracho dormitaba al lado de la puerta y aún así, sumido en profundo sueño bajo el frío incesante, extendía su brazo con un tarro pidiendo limosna. Eché una moneda en aquel tarro y ni siquiera el ruido del metal despertó al viejo. Tras quitarme el abrigo me senté en la barra y pedí un whisky doble, sin hielo. La necesidad de tomar algo fuerte y calmarme era imperiosa. ¿Porqué me la agarré con él y no con ella?, ¿acaso no hubiera sido menos dolorosa echar a aquella puta a la calle y desenfocar la culpa de mi amigo? Las preguntas me llovían y las respuestas estaban en sequía. Tomé el whisky de dos grandes tragos y me quedé ahí, inmóvil, mirando a través de la ventana como la noche oscurecía más y más la calle, borrando de a poco las imágenes, escapando lentamente al dolor y palpando minuciosamente las grietas del pilar dañado.

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(Imagen: MARGARITA SIKORSKAIA http://www.sikorskaia.com/ Gracias Froiliuba por el aporte)

sábado, 13 de febrero de 2010

El embrujo de las palabras


Los que me conocen saben que escribo desde hace mucho tiempo, los que me conocen más profundamente saben que lo hago desde niño y los que no me conocen se están enterando ahora mientras leen esta entrada. Desde que comencé a escribir nunca me sedujo el hecho de participar en talleres literarios, o enviar mis escritos a webs que generosamente me invitaban a participar. Tampoco me seducía la invitación de varias editoriales de aquí, Argentina, ni de países latinoamericanos que me invitaban a participar en antologías o en concursos literarios. Tampoco fui capaz de escribir aún mi primera novela. Muchas negativas para algo que me gusta tanto ¿El porqué? No tiene una respuesta simple, tal vez sea una mezcla de mi propia manera de ser y de cómo siento la escritura. Escribir es para mí como charlar. Las escenas se dibujan fácilmente en mi mente y no necesito nada más, en realidad sí, un lápiz y hojas o simplemente una computadora con un procesador de textos. El blog fue a lo único que me atreví. El blog fue el medio en donde siempre he querido mostrar mis escritos. Y esas ganas tienen un trasfondo, un porqué. Siempre pienso que un escrito puede perdurar en el tiempo y hay personas que pueden leerlo hoy, mañana o tal vez dentro de varios años y la sensación que les producirá será única hoy, mañana y dentro de tantos años.

Hubo gente que se cruzó por mi vida -vida un tanto bohemia tal como soy yo- y tras conocerme y ver mis aptitudes de escritor me impulsó a escribir una novela, o cuentos, y que los publicara. Me incitó a participar en concursos literarios ofrecidos por editoriales o bien a registrar mis escritos para luego enviarlos a editoriales nacionales. Siempre he pensado que no escribiría para ganar dinero y ahí radicaba siempre la discusión central. Yo escribo porque me gusta y porque a veces tengo el sueño de que millones de personas lean una novela mía y marque parte de sus vidas. Es un gran sueño, pero es parte de nuestra existencia humana. Sin sueños no hay nada. No sé cuando escribiré esa novela pero algún día lo haré. Pero no será impulsado por ser un nombre en una lista de escritores, o por el dinero o bien por esa estúpida “fama” a la que todos idolatran por tener un libro publicado (hoy por hoy cualquiera publica un libro con algo de dinero y las editoriales están a la caza de ello). No. Será un impulso genuino cuando me sienta listo para ello.

Hace un tiempo envié por primera vez un texto mío que publiqué en uno de mis blogs a un blog de taller literario, a saber, KAPASULINOS. Cuando vi su web me dije a mí mismo, ¿porqué no? Tal vez ya sea tiempo de empezar a enviar lo que escribís. Y eso hice. Han publicado mi texto y eso me dio una sonrisa. Con esta entrada quiero agradecer a ese grupo también porque si bien ni ellos ni yo nos conocemos ambos tenemos el vínculo en común que es la literatura.

Las sonrisas son generadas por la lectura de un lector, lo que de él emana, aunque sea en silencio. Cuando alguien después de leer un texto que he escrito me dice que se puso en la piel del personaje, vio la escena o simplemente leyó en silencio y sin comentar pensó que era un buen texto automáticamente me arranca una sonrisa de satisfacción. No sé cual es el embrujo de las palabras, ni la magia de las historias, solo sé que es algo bonito que posee esta vida y así como muchas veces soy lector y disfruto de la magia que grandes escritores me ofrecen, otras tantas puedo yo mismo hacer sonreír a alguien con mi prosa.

A continuación dejo el link del texto publicado por si quieren releerlo y a todos siempre darles las gracias por estar presente en mis blogs.



Miguel.

sábado, 6 de febrero de 2010

El vidrio empañado


Después de tanto tiempo logró encontrar su número en la guía telefónica. Sabía que buscando por su apellido paterno tenía posibilidades, y el éxito estuvo de su lado. Aún cuando la noche se sumía en la profunda oscuridad y la lluvia daba el escenario lúgubre para que todo encajara como un perfecto error Nicolás no dudó en llamar. Entró al café de la esquina, pidió el teléfono semipúblico y con sus manos húmedas por la lluvia y temblorosas por la acción que acometería marcó finalmente.

Se sorprendió al escuchar la voz de ella. Jamás pensó que ella atendería a primeras. Después de tantos años aquella voz parecía igual, nada la había alterado, le pareció como que el tiempo había transcurrido para todo pero no para esa voz. Sonrió tímidamente mientras apretaba fuertemente el auricular contra su oído. Ella estaba ahí, del otro lado de la línea. Los mismos labios, el mismo perfume, los mismos ojos y porqué no la misma mueca que siempre se producía en sus pómulos cuando se impacientaba por algo. Ninguna palabra brotaba de los labios de Nicolás, sin embargo su mente lo avasallaba con ellas y con frases y preguntas que lo confundían enteramente. Estaba obtuso, totalmente bloqueado. Entonces lo entendió, llamarla ha sido una estupidez.

- ¿Hola?, ¿quién es?, ¡si es algún estúpido queriéndose hacer pasar por vivo mas le vale que se vaya al diablo! –dijo ella de modo encolerizado.

Nicolás colgó el tubo. Aunque la voz sonara igual, aunque su mente generara y reprodujera a la perfección el olor de su perfume, el brillo de sus ojos, o la mueca característica que sus pómulos dibujaban, aquella mujer no podía ser la misma. O tal vez él mismo ya no era el mismo. Supo que todo lo que había pensado era erróneo, que era imposible volver a hablar en la cama como lo hacían después del sexo, o de mirarse como cuando jugaban a seducirse, o tal vez de leer libros en silencio y pasar horas y horas uno sobre el otro mientras lo hacían. Un cigarrillo, eso mismo, un cigarrillo es lo necesario para aplacar los nervios y encaminar el vacío. Lo enciende y mira por la ventana cómo el cielo parece anunciar otro diluvio. Y en el vidrio empañado, alguien, no sabe quien, a dibujado un corazón al cual una flecha lo cruza y que lentamente se destruye cuando las gotas de humedad lo recorren.

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lunes, 1 de febrero de 2010

metamorfósis

- Discúlpame por llegar tarde, el tren venía atestado de gente y en los andenes era casi imposible transitar. Ya sé, te conozco, no es excusa, aunque preferiría que esta vez me creas. –dijo Eleonora al llegar al café de la calle Tobal al quinientos.

- Esta vez te creo. Sí –rió Nicolás- te creo, aunque vos no creas que yo te creo.

- Bueno, entonces me quedo por primera vez con un “te creo” de tú parte, Nico –y ella también echó a reír.

- ¿Cómo estás? Cuando escuché el mensaje en el contestador automático te noté bien, después de mucho tiempo, bien. Creo que pensé eso por tú tono de voz. Me sonó segura, como antes, así, como cuando estabas bien realmente.

- Estoy bien. Sí. Para eso te llamé, para contarte que por fin estoy bien, amiga.

- ¿Tema concluido?, ¿ya no más fantasmas ni pensamientos que merodean en las horas de madrugada? –dijo Eleonora de manera inquisidora.

- Ya nada de eso. Ahora todo pertenece al olvido.

- ¿Olvido?

- Sí, al olvido. Digamos que soy un hombre que logró agacharse y trazar una línea en el suelo, la cual logra separar el camino viejo del nuevo. Ambos sabemos que no fue fácil, eres mi mejor amiga y me conoces a la perfección, y por ello hoy puedo decirte que todo acabó.

- Olvido. Nicolás, esa palabra me causa tanta rareza al escucharla ¿Qué es el olvido?, ¿realmente piensas que la gente olvida, que uno mismo olvida? Yo más bien creo que el olvido es esculpir parte de nuestra memoria dando así un toque nuevo a algo que si no lo disfrazamos, o no lo esculpimos un poco, nos seguirá lastimando. Yo no podría olvidar parte de mi vida, aún en épocas donde sufrí. La gente tiene tendencia a querer olvidar los momentos de su vida que transitó al lado de alguien que ya no está a su lado y le causó dolor o desamor. Genera oasis y desiertos. Un oasis por allá sería un puñado de recuerdos felices, un amplio desierto por acá sería un enorme párrafo de la vida de uno borrado a propósito por el solo hecho de no admitir determinados efectos colaterales del amar.

- …

- No te quedes en silencio, Nicolás. Discúlpame si soy bocona como siempre, pero no creo en el olvido. Creo en la aceptación, en la madurez y en recordar los momentos vividos con una sonrisa o seriedad, pero siempre con un pensamiento de afrontar el crecimiento con sus acciones colaterales.

- No, está bien –dijo Nicolás- solo pensaba en eso del olvido. Puede que tengas razón. He intentado guardar todo el polvo debajo de la alfombra durante mucho tiempo. Y lo había logrado hasta que te sentaste ahora en frente mío. Me conoces demasiado bien amiga.

- Es que te quiero –comentó Eleonora con una amplia sonrisa que iluminó su rostro. Detrás, a lo lejos, fuera del café, los trenes seguían arribando a la estación.

- Ahora que te puedo mirar a los ojos caigo en la cuenta, querida amiga, que he puesto a la sombra cosas que aún me hieren. Olvido no es la palabra adecuada para mi momento de vida, creo que aceptación sería la indicada.

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