miércoles, 22 de junio de 2011

No me fuerces a volar



Yo escuchaba la trompeta y todo me daba vueltas. La cabeza parecía que se me partiría en varios pedazos, y el estómago, víctima de mi descontrol, comenzaba a darme indicios que pronto pediría un minuto para ir a vomitar y volver relajado. Sin embargo me mantuve en pie. Como pude fui lentamente hacia una esquina del local. Hice uso de mesas, hombros, espaldas, paredes, hasta que finalmente, ¡y gracias a Dios!, logré llegar a la única silla vacía que quedaba disponible en la esquina más oscura de aquel antro.

No recuerdo bien qué banda hacía de las suyas aquella noche. El trompetista era un negro, seguramente importado, o venido en algún barco de inmigrantes con ganas de hacerse “la América” en un pueblo de mala muerte como en el que yo vivía. El baterista, un fortachón pelirrojo, no tenía gesto alguno en sus facciones, tan solo movía sus manos, el cuello y el resto del cuerpo parecía estar sumido en un rígido letargo. Los demás músicos eran comunes y corrientes, nada en ellos los hacía especiales; y aun así, todos en conjunto tocaban maravillosamente bien. Creo que fue de lo mejorcito que escuché por aquellos tiempos en aquel sitio.

Mientras intentaba reponerme bebía ron de la República Dominicana. Decían que era afrodisíaco, pero a mí no me resultó cierto en ningún momento. Entre sorbo y sorbo observaba a la gente bailar. Esa noche el lugar estaba más lleno que de costumbre. Había caras nuevas, muchas de pueblos vecinos. Hacía calor, una humedad insoportable, y apenas podían dibujarse los rostros entre la humareda que dejaban los cigarrillos. Aun así, con todo aquel denso humo flotando, no me fue difícil percatarme de la señorita que estaba sentada a mi lado. Apenas me di cuenta de su presencia intenté mantenerme erguido y haciendo el menor número de gestos posibles de forma tal que no delatara mi borrachera. Ella vestía un bonito vestido color turquesa, con un aplique de encaje en el escote y en el borde de las mangas. Su pelo castaño, con grandes bucles y mucho brillo, se movía al compás de su cuerpo cada vez que éste se contorneaba al ritmo de la música.

Admito que la borrachera me había dado mucho brío. En realidad creo, como a casi todo borracho le pasa, que el alcohol desata la fiera que uno mantiene atada a una estaca dentro de sí mismo. Ante tal manera de sentirme hice algo que por más que me lo pregunte aún hoy no encuentro respuesta alguna a ello. Mientras la chica oscilaba como un péndulo bajo el embrujo del trompetista y su banda yo metí mi mano en su cartera y la hurgue durante un buen tiempo. No soy un cleptómano, eso es punto principal para aclarar, sin embargo en aquel instante sentí una necesidad imperiosa de hurgar la cartera de aquella desconocida sin saber el por qué lo hacía. Mis dedos tocaron varias cosas; algunas que no podía adivinar de qué se trataban y otras que sí, tales como un lápiz de labios, una polvera, un espejo para maquillarse, y monedas. Finalmente quité la mano de la cartera sin llevarme nada de ella. Lo hice despacio, imperceptiblemente. Nunca fue mi intención robarme nada, aunque creo que hurgar en la intimidad de aquella cartera era algo así como meterme en la intimidad de aquella chica que tanto llamaba mi atención.

Cuando la banda dejó de tocar el murmullo ganó todo el ámbito del local. Las risas, las charlas, el griterío, todo fue subiendo de volumen y mientras eso pasaba tanto hombres como mujeres solteros comenzaban a observarse, a buscarse con las miradas y a tejer cierta telaraña de seducción que finalmente tuviera sus frutos al reiniciar la música y salir a la pista de baile. Pero yo y la chica permanecimos en silencio, cada uno sentado en su silla y sin mirar a nadie en particular. O tal vez sí. Yo, podría decirse, que la miraba a ella, y ella, después de unos minutos y de percatarse de mi presencia terminó posando sus ojos en mí.

- ¿Sabes? –dijo ella mirándome de repente- Jamás pensé que un hombre podría interesarse por el contenido de una cartera de mujer.

Tras decir aquello echó una hermosa sonrisa al aire, y yo me sentí caer desde un avión sin paracaídas.

- Lo siento –dije sonrojado- jamás hice algo por el estilo pero una sensación muy fuerte me empujó a ello.
- Sí, tal vez el ron de Dominicana –dijo ella echando otra risita.

Yo también reí, pero no podía ocultar mi acaloramiento. Aun así la chica no parecía enojada. Por un instante hasta pensé que le gustaba mi compañía. Comenzamos a charlar, la banda comenzó nuevamente con su música y finalmente ambos salimos a la pista a bailar. Debo reconocer que aquella mujer bailaba exquisitamente. Tenía gracia, agilidad, línea, simpleza y mantenía siempre una bonita sonrisa a flor de labios que hablaba de cierta frescura y belleza interior en ella. Tras un buen rato de baile terminamos un tanto exhaustos. Volvimos a sentarnos. Tomé dos copas de champaña desde la bandeja que llevaba un mozo y le di una a ella. Bebimos rápidamente, estábamos sedientos.

- No me fuerces a volar –dijo mirándome por sobre la copa.
- ¿Perdón? –respondí incrédulo-, ¿a qué te refieres?
- A esto. A lo que me has hecho sentir esta noche.

Me sentí un tanto perplejo. Si bien la veníamos pasando de maravillas jamás pensé que para ella fuera algo tan especial.

- Mirá –dije mientras aclaraba la garganta- toma todo esto que estamos viviendo y que te hace feliz como mis disculpas por meter la mano en tú cartera.
- Dejaría que la volvieras a meter –respondió.

Y tras aquella respuesta volvió a sonreírme. No podía creer que aquella linda chica se sintiera tan atraída por mí. A decir verdad a mi modo de verme no parecía ser un tipo que atrajera fácilmente a cualquier mujer, pero aquella noche había sido distinta y en efecto, yo le atraía y mucho a ella. Volvimos a bailar otro rato. Ahora, mientras nos movíamos al compás de la música, hablábamos de cosas un poco más profundas, un tanto personales, tal vez demasiado personales. Entre tanta charla ella dejó de moverse y empalideció, su rostro rápidamente perdió toda la frescura y alegría que había adquirido y se volvió lejano y triste. Soltó mi mano, dejé libre su cintura, y salió corriendo de la pista de baile, chocándose con algunas personas y mirando solo el piso. No entendí nada. Lo primero que atiné a pensar fue si algo de lo hablado la había hecho reaccionar así, pero no me parecía. Pensé que tal vez había caído en la cuenta que yo no era su tipo realmente. Esa hipótesis me cerraba bastante -aunque infelizmente- la escena que acababa de presenciar. Pero todo era pura hipótesis, nada palpable. Lo único real era que ella había salido disparada sin voltear siquiera a despedirse.

Esa noche salí del baile y caminé hacia mi casa. Por aquel entonces alquilaba una casa a unos dos kilómetros del centro, casi saliendo del pueblo. Amanecía ya. La humedad había dejado un denso rocío sobre todo objeto que encontró a su merced. Me sentí apesadumbrado, no entendía lo sucedido. Al llegar a casa solo tuve fuerzas para dejarme caer literalmente sobre la cama, sin desvestirme siquiera, y alejarme en las profundas cavernas de los sueños.

Por la tarde me dolía mucho la cabeza. Sentía que me estallaba. Sin lugar a dudas la noche había sido muy movida y aún quedaba cierto batifondo en mis neuronas. Tomé el diario que había dejado el canillita debajo de la puerta. Lo abrí en cualquier página, como siempre era mi costumbre, pero aquel día el destino quiso que fuera en la página de las necrológicas. Tras leer al azar sentí un frío recorrerme el cuerpo y una terrible tristeza, al punto de caérseme las lágrimas. Había una fotografía de la chica con la cual había bailado la noche anterior: con su bonita sonrisa, su gesto casi vergonzoso y el mismo brillo de ojos que hacía horas me hubo iluminado. Debajo de la fotografía rezaba: “Hoy, en conmemoración del décimo año de su fallecimiento, recordamos a Isabella en su mejor momento…

Entonces me desmayé.


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(Imagen: http://goo.gl/WqpA7 )