jueves, 10 de mayo de 2012

El eco de su voz




— ¿Sabes? —dijo mi tía Rita mientras mantenía la mirada perdida— las voces siempre nos hacen pensar que las personas no mueren ¿Recuerdas a Elena? Bueno, tú sabes, ella murió hace años, y su voz aún resuena dentro del grabador, en las viejas cintas de casete que grababa con sus canciones y sus ensayos actorales. Aún está ahí, en mi cabeza, detenida en el tiempo. Cada tanto la escucho, me doy vuelta, la busco, no está, pero sé que era su voz, que es su voz. Ahí está su voz, flotando en el aire, tan nítida y viva como siempre.
— Pero es solo su voz —acoté.
— Lo sé, pero para mí su voz aun sale de sus cuerdas vocales, la produce su cerebro, traspasa su corazón, y me indica que ella está aquí, en algún lado de esta vieja casa, y soy yo la que no puede verla, en realidad soy yo la que ya ha aceptado que no desea verla y tan solo se conforma con escucharla.
— Tía, Elena murió hace muchos años ya.
— ¡No hace falta que lo digas así! —vociferó a los cuatro vientos— ella sigue aquí, en toda la casa, en cada rincón, en los lugares donde solía esconderse, en el tejado que solía usar para escribir sus poemas, en el jardín que tanto le gustaba contemplar en primavera, inclusive allí, justo donde tú estás sentada, en esa, una de sus sillas preferidas.

Cierto escalofrío recorrió mi cuerpo, pasó a través de mi corazón y terminó depositándose por completo en mis sienes mientras oía el flujo rápido y caliente de la sangre recorrerme las venas. Contemplé a mi tía por un instante más, y casi de manera imperceptible, meneé la cabeza de un lado hacia el otro, como si con aquel gesto algo primitivo y automático se hubiera liberado, de manera libre y efímera en todo mi ser, una respuesta gestual que expresaba mi verdadero pensamiento al respecto, que la terrible muerte de mi prima había apagado cierta luz en la vida de mi tía, y que por más que cualquiera quisiera encenderla solo lograba hacer un esfuerzo vano, carente de éxito.

Esa tarde, mientras seguimos tomando el té, ya no volvimos a dirigirnos la palabra. Rita tomaba la taza con mucha suavidad, recorría el borde con su dedo índice, miraba los motivos florales que adornaban la loza, y finalmente, con un movimiento suave y fino, tomaba la oreja con fuerza y la llevaba a sus labios. En todo aquel ritual sus ojos permanecían observando el pasado. Sus oídos tal vez hacían lo mismo, escuchando la voz de mi prima que había quedado impregnada en cada rincón de su memoria. Al despedirnos, con un beso arrojado al aire al lado de cada mejilla, ambas cruzamos una última mirada, sin romper el silencio, con los ojos cargados de palabras, de preguntas, pero escasos de respuestas.

Las cuadras de regreso se hicieron más largas que de costumbre. Era el mismo camino, el que hacía todos los días que visitaba a mi tía, no obstante algo había cambiado aquel atardecer. Tras llegar al edificio subí al departamento por las escaleras. Mi fobia al encierro hace imposible un viaje en ascensor. Introduje la llave en la puerta, la giré, volví a girarla, y tras entrar observé el departamento sumido en clima de quietud desbordante, en esa semioscuridad que atrapa al tiempo y lo induce a detenerse. Me dejé caer sobre el sofá. No tenía sueño, solo estaba cansada. Mi brazo izquierdo caía, y las puntas de los dedos tocaban el piso. Podía sentir la suavidad de la madera, su calidez. Pensé en mi tía, en su vida, en el modo que tenía de sobrellevarla y entenderla. Si mi prima viviera, me dije. Pero no era así. Mi prima había muerto hacía ya un par de años, en un accidente automovilístico, en medio de una ruta perdida en el mapa de la llanura pampeana. Había dejado este mundo y nos había negado la posibilidad de seguir disfrutando el hermoso ser que era ¡Claro que todos la echábamos de menos! Es imposible no extrañar a esas personas que se mimetizan con tu ser y poco a poco lo van moldeando y mejorando, haciendo que la vida parezca más placentera al transitarla. Sin embargo, a veces, tal como pasó con ella, un día desaparecen. Así como así. Como si una gigantesca mano invisible las arrancase de la faz de la Tierra y las llevase a un sitio vedado para la visión y el raciocinio. Un lugar alejado de nuestra comprensión, en donde el silencio es agradable y celestial, donde las risas se confunden con las penas y terminan siempre siendo iguales, haciéndote sentir plena y viva. Estando allí tumbada y desganada me pregunté si tal vez aquella vida no-física no sería mejor que la que yo estaba teniendo, que la que muchos tenemos. No era pensar en la muerte sino en la vida eterna y prolongada en ese sitio en donde todos aquellos que amamos y ya no están a nuestro lado han ido a parar. El sol estaba ya casi escondido. Se sentía el ruido del tráfico en la calle, el murmullo de los transeúntes volver a sus hogares tras la larga jornada laboral, las bocinas de los automóviles, una canción lejana de alguna radio encendida, un bolero, o tal vez un viejo tango. El mundo girando, como si nada, como si todo fuera siempre igual y permaneciera así, inmutable, absorto en ese eje invisible que lo hace girar como un loco sin saber por qué y sin poder detenerse jamás. Tal vez mi tía no estaba loca, ni paranoica, y yo era la equivocada. Por un instante pensé y analicé la posibilidad de su visión perdida, de su mundo distante, de su habitación mental decorada con imágenes y sonidos del pasado, polucionada de recuerdos fluctuantes. Y allí, en ese pensamiento, vislumbré una pequeña luz, fugaz, tibia, capaz de indicarme que existen otros modos de ver la vida, de soportarla y sobrellevarla. Las flores de la taza de porcelana se dibujaron rápidamente en una fugaz visión al entrar el último rayo de sol, mi memoria estaba activa, trabajando, atesorando lo vivido esa tarde, dejando aquella escena grabada a fuego en las cavernas del “no olvido”. Tal vez la muerte de Elena tenía un porqué. Supongo que todas las muertes tiene un “porqué”. Las personas solo a veces le encuentran su significado. Parece algo loco, inclusive sumamente ilógico, que existan mensajes subliminales en la muerte de una persona amada. Pero en semejante locura había vestigios de cordura. Sí. Aun por aquellos días, tras la muerte de mi prima hacía ya años, mi tía y yo seguíamos jugando acertijos con los recuerdos, estrujándonos el corazón, ahogando las penas en los rincones más oscuros y sombríos de nuestras soledades.

De repente me quedé dormida. El sueño me sorprendió como lo hace siempre: con un susurro encantador. Desperté casi a la medianoche. Las luces de neón multicolores se colaban a través de la ventana y dibujaban figuras fantasmagóricas en la pared de la habitación. Sentada en el sofá refregué mis ojos con las palmas de mis manos. Aclaré la visión, ordené un poco mis pensamientos. Sin embargo lo primero que me vino en mente fue el rostro de mi tía bebiendo el té. La suavidad y displicencia con la cual sorbía. Su mirada roma, perdida en el pasado. Sonreí sin querer. Tal vez fue una sonrisa cargada de compasión, no hacia mi tía, sino hacia mí. Era yo misma quien no encontraba sosiego ante la ausencia de mi prima. Aún me dolía Elena en el corazón. La sentía ausente en cada hueco importante de mi vida. Había sido mi prima, mi hermana mayor, mi madre sustituta, mi compañera de aventuras, mi confidente sexual, mi psicóloga de veinticuatro horas al día. Y de repente nada. La nada misma. La luz extinguida. La ausencia palpable, pesada, funesta.

Decidí bajar y caminar por ahí, sin rumbo, sin pensar, sintiendo el aire frío en el rostro, viendo caminar a desconocidos, observando vidrieras, escuchando música con mi iPod. En esa burbuja que suelo crear y meterme dentro encontré un clima ideal para soportar la soledad que mi corazón sentía en aquel momento. Una soledad pegajosa, difícil de quitarse de encima. Echaba de menos a Elena, y aunque en nuestra intimidad habíamos construido castillos de altas murallas con las cuales protegíamos nuestros secretos, dentro, en la vasta superficie protegida, éramos muy vulnerables e indefensas. Allí, en la intimidad, ella era ese animal tímido y asustadizo que huye despavorido de la tormenta violenta que azota el bosque, buscando un hueco, un simple alero, algún sitio donde guarecerse y no tener miedo. Costaba que las palabras emanaran de su boca. Sus pensamientos, su modo de sentir la vida, cada emoción que le tocaba vivir la atesoraba bajo llave en un mutismo propio y nativo de su personalidad callada y austera. Sin embargo, cuando decidía bajar el puente y permitía entrar al castillo, se mostraba dulce y afable, brindando su corazón, mostrándose transparente, firme de principios, y dispuesta a contar todo aquello que pensaba, sentía o la oprimía. Así fue como me contó algunas de las cosas que más marcaron a fuego su vida. Sus amores, sus terribles culpas, algunos (solo algunos) de sus demonios, como así también lo que la hacía feliz. Jamás supe lo que era tener una hermana de sangre, sin embargo, en el corazón, en el sentimiento, Elena era mi hermana, la persona justa con la cual yo me identificaba en este mundo, con la cual podía hablar sin mover los labios, sentir sin gesticular ni tocar, sonreír sin reír.

Después de dar unas cuantas vueltas entré a un bar de mala muerte ubicado en el norte del ala céntrica. Ya eran las cuatro y pico de la madrugada. El bar con muchos hombres, como todo bar a esa hora. Pedí una cerveza, encendí un cigarrillo, opté por sentarme a la barra. De fondo sonaban canciones de Charly García, cargadas de acordes muy nostálgicos para mi gusto. A mi lado una pareja se besaba, un poco más allá dos hombres bebían en silencio, al igual que yo. Después de un par de cervezas salí a la calle, ya amanecía. Me sentía mareada y con mucho sueño. Decidí sentarme, tomar un poco de aire, concentrar un poco más de fuerzas para llegar al departamento. Entonces sucedió de escuchar el eco de su voz. Parecía muy lejano, pero que poco a poco se iba acercando. Se oía con mucha nitidez. Me estremecí. Era ella, era su voz, era Elena. Miré rápidamente en todas las direcciones, pero nada. La calle desolada en todas direcciones. Las ventanas de los locales comerciales cerradas, nadie caminando. Solo yo y esa voz tan nítida y clara que llegaba con el aire y acariciaba mis oídos. Estarás bien, estarás bien…

Días después volví a casa de mi tía. Ambas tomábamos el té en silencio sin dirigirnos la palabra como era de costumbre. Sin embargo aquella tarde quise contarle lo sucedido. Carraspeé nerviosamente y comencé el diálogo.

— Creerás que estoy loca por lo que voy a decirte tía, pero sé perfectamente que no lo estoy, y que al momento de lo sucedido y que voy a contarte estaba en todos mis cabales.

Mi tía dejó la taza de porcelana con dibujos de flores sobre el platillo, cruzó sus manos y me observó inquisitivamente. Mi lengua pareció pegarse al paladar. Ni una sola palabra posible cruzaba por mi cabeza. De repente, como si un gran huracán hubiese pasado, ya no quedaba nada coherente que contar: mi tía lo había devastado todo con su modo de mirarme.

— Te creeré. Sabes que lo haré. —dijo con voz parsimoniosa sin quitarme sus ojos de encima. Creeré cada palabra que salga de tú boca, porque tú no me mentirías. Tampoco serías hipócrita conmigo. Tú no.

Entonces mi lengua se soltó, comenzó a moverse, y mi cerebro a dictar.

— He escuchado su voz.
— Lo sé.
— ¿Lo sabés? —pregunté confundida.
— Sí, lo sé. Me lo ha dicho ella.

Sentí un profundo escalofrío. Sin embargo no quise pensar. Debía seguir hablando. Pero apenas tomé impulso para continuar mi tía se levantó de la silla, se acercó a mí y me estrechó entre sus brazos, fundiéndome con su cuerpo, haciendo posible que pudiera escuchar el latido de su corazón, la tibieza de su respiración en mi cabeza, el nerviosismo de sus manos recorriendo mi espalda. Allí estuvimos fundidas en un abrazo perpetuo durante unos cuantos minutos, sin decir palabra alguna, tan solo concentradas en un único objetivo: Elena.

Comprendí que ambas sufríamos mucho por su ausencia y que de algún modo el eco de la voz de Elena habitaba en nuestro interior. Los resabios de su voz aun flotaban en nuestras psiquis, en nuestra memoria, en los rincones que el corazón tiene para atesorar los recuerdos. Y estaba bien. Elena no deseaba irse. El hilo invisible que nos unía a las tres parecía estirarse pero no cortarse, y decidí, como en un acto solemne y totalmente autoritario, que así estaba bien, que así debía de ser. Después de todo, tal vez, aunque sea en sueños o en otra vida, podríamos volver a estar juntas en el mismo castillo que solíamos encontrarnos. Yo llegaría, ella bajaría el puente, y ya dentro, ambas volveríamos a ser las mismas mujeres indefensas, vulnerables y espléndidas que muchas veces fuimos. Mi tía finalmente besó mi cabellera y tomando mi rostro entre sus manos me sonrió, mirándome con sus ojos cargados de lágrimas.

— Está en ti, está en mí, en las paredes de esta vieja casa, en los lánguidos atardeceres, en las difusas noches, en el eco de su voz fluctuante. Ella está allí… creéme…





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 (Imagen: Alvaro Valcarcel (Colombia): Girl with Red Ribbons )

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