viernes, 26 de noviembre de 2010

Permanece en mi camino



Un revolver. Sí, es el arma perfecta –pensó la chica del cabello oscuro. ¿Le mataré realmente? Esa duda le carcomía las sienes. Aún si fueran balas de plata no era seguro de asesinarle ¿Alguna vez alguien asesinó al amor? No lo sé –se respondió.

Seis balas. Te mereces cada una. Ni una fuera de tú corazón y tú mente. Todas alojadas ahí, en esos lugares tan fríos como el ártico que tanto te pertenecen. Que cada bala cause un profundo dolor en ti. Que sea arraigado, ramificado, inconmensurable. Solo eso quiero. Que sientas lo mismo que yo siento ahora.

La víspera había llovido. El atardecer era pálido, semejante a un cielo ausente, escuálido, casi sin ganas de mostrarse. En las calles poca gente. La chica del cabello oscuro caminó por el boulevard, atravesó la vereda del hotel y se adentró en él. Lo conocía demasiado bien. Allí muchos días habían sido buenos, otros los peores de su vida. Una mucama empujaba un carrito cargado de sábanas sucias. Le atinó una mirada vaga, despreocupada, seguramente de alguien cansado de ver cientos de rostros distintos pasearse por aquellos pasillos. Al llegar a la habitación 245 la chica del cabello oscuro metió la mano en su bolso. Acarició el revólver. Sintió el frío del metal bajo sus yemas. Pensó en la solución final.

Dentro de la habitación un minúsculo hombre leía un libro. Una cortina de raso un tanto amarillenta se movía lentamente de a ratos, y en otros se inflaba como un paracaídas. Leía un libro de Irène Némirovsky. Estaba abducido por la lectura. El zigzagueante humo de un cigarrillo encendido llegaba hasta el techo y ahí, al encontrarse con el cemento, se expandía, buscando cualquier lugar del espacio. Dos golpes a la puerta lo sobresaltaron. Siguió con su lectura. Otros dos golpes hicieron que apoyara el libro sobre su pecho, dejándolo abierto en la página de su actual lectura. Finalmente fue un solo golpe el que lo hizo levantarse de la cama.

Cada bala te la mereces. Lo que un día fue amor ya no lo es. Ahora es una ciénaga vasta que solo la delimita el horizonte. El gusto a hiel que fluye desde mi estómago lo saboreo día a día. Me causa náuseas. Me atormenta. Ya no más lágrimas. Ya no más súplicas. Pero tampoco más lástima. Los pensamientos, cargados de rencor y odio, la estremecían. Ya no era la misma. Algo, muy adentro de ella, se había precipitado rápidamente y con ello parte del andamiaje de su yo. Ahora, entre tinieblas y convulsiones de ira y locura, debatía cada minuto de su vida. No perdonaría jamás el desamor de un hombre al cual le había profesado profundo amor. Apoyó suavemente el bolso en el suelo y extrajo el arma. Seguidamente dejó caer el sobretodo y quedó completamente desnuda ante la puerta. Escuchó cómo los pasos se acercaban lentamente. Quitó el seguro del arma y enfocó su mirada a la altura de la mirilla.

El hombre a su vez puso su ojo derecho en la mirilla. Pero solo pudo ver oscuridad. La luz del pasillo era nula. Giró la llave, una, dos veces. Abrió. En un instante el gatillo fue jalado y un estruendo recorrió todo el pasillo. El impacto había abierto un gran hoyo en el pecho del hombre que leía a Nèmirovsky. La cortina se inflaba aún más con el tiraje de aire que producía la puerta abierta. La chica del cabello oscuro, ahora arrodillada al lado de quien había sido un gran amor, lloraba, se fundía en un mar de lágrimas, se entregaba al amargo sabor de sentir que por más que la muerte hubiere hecho su parte nada quitaba de su interior aquel sentimiento de odio y dolor.

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(Imagen: https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiVs9tC6XIkNtwb9oIYznxytIw4mwnmrlN5Y3vn2Gow5neGJteLaM7jDcm-jF6dc8NN-WjK4e56IC18kKZ_YR5lhsS5PpETWfviJnR09XLjHegdj46lmuS5kAupHC7c7d2F9_Fg2DoEnaI/s320/mica+p+hinson+-+and+the+pioneer+saboteurs.jpg)

domingo, 14 de noviembre de 2010

Ojos que escudriñan

Muchos de mis amigos vinieron de las nubes. No sé cómo pero fue así. Tal vez gracias al viento, tal vez gracias a la lluvia, no lo sé. Aparecieron en momentos de mi vida que yo jamás hubiese imaginado. Soy tú amigo, terminaron diciéndome un buen día. Y entonces comprendí que era un agraciado, un hombre que podía quejarse de muchas cosas pero no de los pocos y buenos amigos que la vida le iba mostrando.

Imaginé muchas veces, en noches de luna menguante como ésta, quiénes serían mis amigos o los seres más importantes de mi vida. Supuse que me espiaban desde detrás de esa misma luna que me alumbraba. La luz de plata, inmaculada, silenciosa, me recorría siempre que me hallaba debajo de su embrujo. Y era en ese preciso instante que yo miraba al cielo y observaba su luminosidad, su blancura, la majestuosidad de su presencia. Imaginaba también el rostro de quienes serían ellos, mis seres queridos, las personas que marcarían etapas y momentos culmines de mi vida. Sin embargo jamás acerté. Los rostros de esos seres especiales, a medida que los fui descubriendo, resultaron ser mucho más bellos.

A veces, no siempre, suelo preguntarme cuántos seres especiales más quedaran sobre las nubes. Me detengo a pensarlo en un banco de una plaza, en el colectivo, mientras escucho una canción que me gusta, o al momento de despertar de una plácida siesta en verano. Puede que muchos –me respondo-, o puede que ya ninguno, y los que ahora tienes sean la totalidad de felicidad capaz de rebalsarte –me termino diciendo con un dejo de resignación.

Entonces miro de soslayo por arriba de mi hombro y observo el fluctuar del pasado. Veo aquellas personas que pasaron como pasajeros en trance, las que me hirieron, las que lucharon conmigo, las que me amaron, las que me quisieron, las que dejaron palabras grabadas en mi memoria y versos poderosos en mi corazón. Las veo desvanecerse, convertirse en una niebla demasiado volátil. Vuelvo a mirar al frente, al futuro, a dejar que el aire fresco del anochecer choque contra mi rostro y me permita cerciorarme que sigo vivo en esta vida. Arriba, las nubes. La luna. Y ese número desconocido de ojos que seguramente me escrudiñan. Que me observan y se sienten ansiosos por conocerme. Y sonrío. Tomo mi cara con mis manos y sigo sonriendo. Y lloro. No puedo evitar llorar.

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martes, 9 de noviembre de 2010

Entre pasadizos

Miro por la ventana e imagino que el tiempo no ha pasado. Me parece que este día, el que vivo, es como un día que ya viví. Déjà Vu. Pero si pienso eso no puedo imaginar que el tiempo no haya pasado. Es una cosa o la otra, no se permiten ambigüedades en algunos aspectos de esta vida. Las copas de los árboles permanecen quietas. El sol del mediodía cae tenue sobre ellas. El aire, un tanto fresco, se cola por la ventana del departamento. Sí, yo ya viví un día así. Seguramente ha sido en alguna de mis tantas vidas. De esas en las que yo interpretaba un rol distinto al que tengo hoy. Porque fui muchas cosas y conocí a muchas personas. Interactué, sociabilicé, reí, lloré, puteé, hice todo lo que estaba a mi alcance humano para expresarme y no dejar escapar un momento de vida. Pobres los que dejan escapar segundos de sus vidas, pues creo que ellos no saben nada del secreto de vivir.

Escucho el trinar de los pájaros regocijándose ante la mano tibia y acariciadora del sol del mediodía. Veo desde la ventana como la gente camina presurosa, hambrienta, sedienta, harta de sus obligaciones diarias. Sí, yo ya viví un día así. Lo que no sé fue en que época pasó. Cuando fue el momento que mis neuronas recolectaron la información y las células de mi cerebro se dispusieron a estamparlas en mi memoria tal como si se tratase de una fotografía, la cual se convertiría al sepia en un determinado lapso de tiempo. Sin embargo yo no soy el mismo. El día me parece ya vivido pero yo no fuí quien lo vivió. Fue mi otro yo, uno que quedó en aquel espacio-tiempo, atrapado en esos pasadizos secretos que tan solo el tiempo, como niño caprichoso, es capaz de crear para divertirse y reír a carcajadas de nuestros equívocos y aciertos. Ese otro yo que se separó de mí persiste en el día que recuerdo. Lo veo caminando entre una muchedumbre similar a la que ahora camina por las calles. Está feliz. Puedo percibir eso de él. Se dirige a su departamento y se permite abstraerse y levantar la vista al cielo provocando así una irrupción única en la cotidianeidad (cosa que cualquier otro ser humano que camina a su lado no logra llevar a cabo). Y en esa visión contempla el cielo. Mi yo contempla el cielo. Se maravilla ante lo natural y simple que sus ojos le transmiten. Y entonces se enamora de la copa de los árboles, del trinar de los pájaros, de la fragancia del aire y de los claroscuros que los edificios forman en las alturas.

Recuerdo ese día cada vez mejor. Sí, yo ya viví un día así. Y de algún modo quedó agarrado fuertemente de mi memoria para torturarme. Ahora, que ese recuerdo se presenta ante mí y casi logro tocarlo con mi mano a través de la ventana del departamento, pienso que he sido feliz. Porque algo de aquella felicidad que sentía al caminar aún hoy emite su luz en mi interior. Se proyecta como un núcleo fulgurante que nace desde el centro mismo de mi pecho y proyecta sus haces a mi memoria.

Me pregunto si el día de hoy también quedará grabado en mi memoria. Si estos pensamientos míos procederán a escaparse por pasadizos secretos y se esconderán en el tiempo de los tiempos. Tal vez, ¿por qué no? Si todo parece ser cíclico en esta vida. Y los ciclos se inician y finalizan una y otra vez, infinitamente.