martes, 22 de diciembre de 2015

Luz difusa



Entre la luz difusa que se produce al atardecer entre la tierra y el horizonte parece haber segundos de tiempo dormidos, completamente extasiados, resistiéndose a desaparecer o a continuar con esa incansable rutina de avanzar linealmente hacia el infinito. En esa luz las miradas suelen perderse. Son atrapadas de un modo casi magnético, y así, los ojos se posan en un horizonte más etéreo que físico y la mente divaga, se compenetra con la nada misma y los pensamientos lo inundan todo permitiendo al individuo hipnotizado y extasiado bucear a lo largo del tiempo: pasado, presente y un hipotético futuro.

El viento del desierto corre sibilante, ajeno a todo. El hombre que contempla el horizonte lo hace en paz, sentado en una terraza de adobe y piedra, en completa soledad. Pocas personas se hospedan en el albergue. Es una temporada baja para el turismo, sin embargo, siempre hay quienes gustan de aislarse y tomar contacto consigo mismo. Desde que llegó ha pasado cada atardecer contemplando la puesta de sol. Se dirige en silencio desde su cuarto a la terraza y allí, compenetrado profundamente con la armonía cielo-tierra, se queda en trance sin importarle nada.

Fue entonces que la mujer de rasgos delicados y figura esbelta lo vio por primera vez en su vida. Ella viajaba desde Inglaterra a Sudáfrica, y en su itinerario decidió también asistir a la comunión del silencio que producen los atardeceres en aquel lugar del mundo.

Se vieron cómo se ven los que se ignoran. Se miraron sin mirarse. Estuvieron por vez primera más juntos que nunca, a pocos centímetros un cuerpo del otro, sin siquiera percibirse. A lo lejos, cuando la tierra ahora tibia comenzaba a engullir el sol, los pensamientos de ambos danzaban armónicamente y en completo silencio. Ambos estaban tan absortos, tan idos, que hasta el mismo silbar del viento era ignorado.

Fue él quien la miró al rato y observó sus facciones suaves y atractivas. Notó en la piel de esa extraña mujer el paso generoso del tiempo, de la vida misma. Tan joven, tan bella y a la vez tan extraña. Sin embargo, no dijo una palabra. Sólo se limitó a observarla, con insistencia, de soslayo, con esa timidez que se apodera tanto de hombres y mujeres al momento de la conquista.

Pero ella no percibía la mirada del hombre. Sus pensamientos se remontaban más allá de la puesta del sol, tal vez a escenas del pasado, a momentos olvidados que ahora le parecían muy vívidos. Pero también fue ella quien repentinamente le lanzó una mirada sin tiempo, profunda y rápida, dándose cuenta que él la observaba. Sus labios se cargaron de timidez, pero eso no bloqueó una débil mueca de sonrisa. Eran dos extraños en medio de un desierto en el cual muy pocas almas lo habitaban. Él receptó la mirada y sintió el impulso irrefrenable de hablarle, de saludarla, de presentarse o tal vez de gritar. Sin embargo, y a pesar de todo, de los impulsos también está cincelado el humano y tras un breve saludo la vida de ambos cambió para siempre.

“Tal vez” –dijo él años después- “si hubiese evitado el saludo, si no hubiese sonreído, si mi campo de percepción visual hubiera seguido enfocándose en el horizonte mi vida hubiera seguido otros derroteros, otros caminos. Sin embargo, bastó un simple y escueto saludo para que nuestras vidas bifurcaran…”

Las guerras, las hecatombes, los desastres naturales, las revoluciones, todo tiene un inicio en alguna parte, y sucede cuando uno menos lo imagina. Así, entre el lejano horizonte y la pequeña sonrisa a flor de labios se creó una burbuja, atemporal, donde la vida de la mujer desconocida y la de él confluyeron para iniciar un camino juntos.

Al anochecer de ese día la terraza estaba vacía. El viento proveniente del mar soplaba fresco y con más fuerza. Dentro de las habitaciones de paredes de adobe las lumbres oscilaban temblorosas, movilizándose por corrientes de aire que brotaban de cualquier hendija. La noche caía implacable sobre el desierto. Las estrellas se mantenían altivas y titilantes, irradiando sus destellos sobre la superficie ahora fría y dormida de la tierra. En una de las habitaciones un hombre y una mujer hacía horas acababan de pactar su futuro, sin siquiera darse cuenta. Fue el destino el único fisgón atrevido que se encargó de echar los dados y tensar ese delgado hilo rojo del que tantas religiones antiguas hablan. Allí, en medio de la nada misma, entre el calor tibio de los cuerpos en poses amatorias, se estaban escribiendo nuevos recuerdos, fugaces añoranzas, y tal vez, por qué no, tristes olvidos.



© Miguel Luis Aguilera

martes, 15 de diciembre de 2015

Plomo


Lo escribimos en una servilleta. Primero ella, después yo. Afuera llovía. Diluviaba. Sin embargo, poco importaba… casi nada… nada. La servilleta era quien tenía el foco de atención. Una vulgar y simple servilleta de papel, ordinaria, descartable. “¿Sin rencores?”, me preguntó. “Sin rencores”, respondí. Así debía ser.

Escribió con dificultad. Un poco por el nerviosismo, otro poco por secarse las lágrimas y también porque la servilleta dificultaba el trazo de la lapicera. Escribió… y escribió. Finalmente indicó el punto final con gran presión, como si después de ese punto estuviera un abismo inconmensurable.

“Tu turno”, me dijo.

Tomé la servilleta de papel y sin leer lo escrito por ella comencé a escribir. Al principio tuve demasiados impulsos, pero los frené a tiempo. No debía. Eso mismo me dije. No. Así no. Prolijamente: “Sé que no es fácil…” comencé escribiendo, y luego, entre titubeos y nerviosismo, comencé a explayarme tanto como la vasta llanura de papel me dejó hacerlo. Al terminar también puse un punto, final.

Doblé la servilleta con mucho esmero. Debía quedar así, como un pequeño cofre custodiando un gran tesoro. Abrimos juntos la diminuta caja de madera y ambos, tomando una punta de cada lado de la servilleta doblada, lo colocamos dentro. Luego la cerramos y nos quedamos mirándonos, en silencio.

“Que así sea”, dijo ella.

Asentí con mi cabeza.

“Nos falta nuestra firma… y la fecha”, dijo casi sollozando ella.

Sí, faltaba eso. Firmamos sólo con nuestros nombres y luego yo añadí la fecha… ¿acaso importaba?

Entonces nos levantamos, nos saludamos con un beso tibio en las mejillas, y cada uno tomó su rumbo, el itinerario que debía seguir en su vida.

La caja de madera quedó en mi mano. Me aferré a ella como si se tratase de un tesoro invaluable. “Eres mía”, dije en susurros. Sin embargo, habíamos hecho una promesa. Habíamos prometido nunca abrir la caja, a menos que la vida volviera a juntarnos. Sabiéndolo sentía el enorme peso de la diminuta caja en mis manos. Pesaba como miles de toneladas de plomo, por más que ella fuera tan diminuta. Dentro estaba mi deseo, y también el suyo, y aún hoy no sé si se ha cumplido.




miércoles, 2 de diciembre de 2015

Modos de mirar





Debe ser impensado para la señorita Estévez recorrer su camino diario al trabajo sin observar todo lo que acontece a su alrededor. Y digo impensado porque estoy casi seguro que lo es. Jamás tuvimos una palabra, jamás nos presentaron, sé su apellido por la credencial que lleva a diario en su chaqueta, y que sube en el mismo colectivo que nos conduce a ambos a nuestras oficinas, asientos de por medio, minutos de vidas desincronizadamente distantes.

Lo observa todo.  Es como un águila al acecho, incapaz de ir contra lo que dicta su propia naturaleza. Si lo observa es porque lo ve, porque lo presiente y siente curiosidad. Entonces yo también observo, y uno que otro pasajero lo suele hacer. El detalle más mínimo cae bajo esa observación implacable de la señorita Estévez. Y todo sucede en el colectivo, cuando va completamente atestado de personas somnolientas que irremediablemente asisten a sus trabajos.

Supongo que es como un festín para sus ojos que aplica inmediatamente tras el pedido urgente de su curiosidad. Por momentos lo he pensado así. Debe haber cierta ansiedad cargada de regocijo en ese acto de escudriñarlo todo. Siempre ubicada en uno de los asientos traseros, sin necesidad de mover mucho su cabeza, se mantiene altiva y alerta. Creo que nadie se ha dado cuenta de su “jueguito” pasajero. Salvo yo, claro. Tampoco sé si se ha percatado que yo la he desenmascarado. En mi creencia diría que no, que ignora que yo soy quien la observa usando su propia técnica. Y eso se siente extraño. Quien observa es observado. Quien pasa desapercibido es percibido por otro. Parece algo cíclico que es ignorado por uno y sabido por otro. Tal vez alguna ley, no lo sé…

Esta mañana ha subido al colectivo y se ha sentado a mi lado. Esa acción me ha puesto muy nervioso, pues me ha sido difícil observarla. Cuando lo hice creo haber percibido que quien era observado era yo. Sentí nervios en esos momentos. La trampa perfecta. Ella, totalmente erguida, se mantenía con la mirada hacia adelante, tal vez observando la nada, o algún que otro pasajero distraído. Sin embargo, me he sentido su conejillo de Indias. Estuve en su foco perimetral por demasiado tiempo. Y es ahí, cuando caigo en ese fino cálculo, donde me he sentido vulnerabilizado.

Después de unas cuantas paradas realizadas por el colectivo he volteado y mirado directamente a los ojos, pero ella no se inmutó. Permaneció rígida, siempre con su mirada al frente, ambas manos apoyadas sobre su cartera y esta sobre su falda. Una estatua de cera tenía seguramente mucha más gracia. Rápidamente he vuelto a mirar al frente. El sudor se apoderaba por completo de mi piel y los nervios caldeaban mi interior. Imposible no sentirse vulnerable a su lado. De ella siempre ha venido ese oleaje de percepción como cual agujero negro es capaz de engullir una estrella enana.

Al llegar a la parada de nuestros respectivos trabajos ha colgado su cartera del hombro, tomado el manillar y dispuesto a bajar. Primero me he levantado yo y caminado por el pasillo, en espera que otros pasajeros descendieran. Y ha sido en ese ínterin que he sentido su mirada en mi nuca, tal vez con una mueca de sonrisa en sus labios, analizando mi cabellera con ánimo de tomar por completo los pensamientos de mi mente. El mundo ha parecido detenerse, volverse completamente sordo e inaudito. Todo ha girado como en una cámara lenta, con extremada lentitud. He bajado los escalones, caminado un par de pasos por la vereda hasta detenerme y luego he volteado para observarla. La vi alejarse con su clásico caminar cansino, cartera colgada, pelo al viento, y me ha parecido ver una estela de satisfacción salir de su rostro. Admito que la he visto bella, con esa belleza tan intrigante como lo es ella por completo. Y he retomado mi camino al trabajo abatido, sintiéndome una presa más de su mirada, de su percepción sensorial.

Tras llegar a la oficina me he sentado al escritorio y observado los edificios, el cielo, la inmensa cantidad de luz que penetra por los amplios ventanales. Pensé en el mar, en las olas, en las cosas finitas e infinitas. En cómo el oleaje suele arrastrar cosas extrañas y dejarlas sobre la playa con la marea. La señorita Estévez es así de extraña. Tal vez un oleaje incompresible la arrime a diario a la playa habitada por muchas personas, pero luego ese mismo mar se encarga de tomarla y llevársela consigo. Y es ahí, en ese mecanismo invisible que pasa inadvertido, en donde sé que jamás reparará completamente en mí. Sólo soy un diminuto y pálido náufrago, en una isla desierta, con una playa demasiada acotada que espera su visita y sufre al momento que la rapta nuevamente el mar y se la lleva consigo.



© Miguel Luis Aguilera