sábado, 25 de abril de 2015

El lugar



Después del sonido álgido del disparo sobrevino una calma escalofriante. Sólo el viento podía disputarle el protagonismo. Un delgado hilo de sangre caía desde la sien del suicida. No había nadie en el páramo, tan solo él y el viento… como siempre.

Minutos antes del disparo lágrimas de desolación recorrieron sus mejillas. Ninguna mano empapada en caridad estuvo allí para siquiera rozar sus cabellos en un gesto de compasión. Era sólo él, el viento y la nada misma. Aquel paraje infernal —su casa, su hábitat— lo cobijaba sin reproches, desde siempre, desde la niñez misma en la que corría por los senderos recolectando guijarros y subía a los riscos ayudándose de un palo mientras ordenaba el rebaño. El paraje jamás lo había abandonado, sin embargo él sí quiso hacerlo un millón de veces.

Sus manos aferraban temblorosas el arma fría. Los pensamientos se arremolinaron como hojarasca otoñal taponándolo todo en su mente. No había razonamiento alguno, tan sólo la necesidad imperiosa de terminar con todo… de una vez, y para siempre.

Posó el revólver en su sien y sintió el escozor inaudito y traicionero de la muerte acercarse directamente a su cuerpo. Mentalmente recorrió pasajes de su vida. Empezó por la niñez, siguió en orden hacia la adolescencia e inició un viaje doloroso de recuerdos al recordar a esos seres queridos que habían partido y tan solo lo habían dejado allí, a la vera de la nada misma. “Olvidado”, esa era la palabra que más gustaba de pronunciar. Sentía para sus adentros que el olvido era la acción que mejor contraste hacía con su vida. Un olvido gélido que el paraje siempre cobijaba y mantenía vivo.

Fueron tal vez sus antepasados, o los familiares más cercanos, quienes se atrevieron al mismo paso sin titubeo; los que de algún modo sedujeron a la muerte sin que esta los tuviera en cuenta a esa hora. Y así, intentando no defraudar al linaje, el dedo índice con lentitud milimétrica fue jalando el gatillo hasta que un estampido hizo volar a alguna que otra ave de paso para entonces seducir a los carroñeros.

Nada, sólo sangre y tierra se mezclaron largo rato después en medio del corazón del paraje. El cuerpo frío yacía de bruces con los ojos abiertos mirando hacia el infinito, justo hacia ese lugar con el cual siempre soñó y adonde quería llegar.