martes, 7 de febrero de 2012

El campo de batalla




—He pensado en la complejidad de nuestras vidas —dijo el hombre, sin mirarla. Ha sido las últimas noches, mientras tú dormías. He tenido la necesidad imperiosa de hacerlo. Tú sabes, se trata de la rutina, y todo eso que nos está asfixiando lentamente.
—Sé —respondió ella—, lo sé perfectamente; sin embargo, y aun sabiéndolo, tengo miedo a reflexionar sobre ello. Me aturden las sienes el solo hecho de dirigir mis pensamientos y enfocarlos en un único punto, y que ese punto, ese objetivo, sea el porqué de nuestra casi inminente separación.

Ella tomó la tetera con una fina gracia y vertió té en el pocillo de él.

—¿Y podría saber qué has pensado al respecto?
—No sé si podré explicártelo bien. Ya sabes, no soy muy bueno con las palabras sobre la lengua, pero sí puedo decirte que han sido noches de pensamientos fructíferos. He descubierto agujeros negros en mí, fisuras por donde se colaba parte de la luz que tanto aprecio en mí, y pensamientos que me atacan, me toman de la cabeza y me sumergen en un fango oscuro, viscoso, impidiéndome siquiera esbozar un mínimo pensamiento positivo. He luchado mucho en mi mente. Quisiera que lo sepas. Han sido batallas duras. De un lado, en el campo de batalla, estaba mi mente, junto a mis pensamientos, mis miedos, y todo ese conjunto de razonamientos inflexibles que tengo respecto a ti. Del otro lado, sobre la colina, solo estaban mis principios, mi consciencia, y mi alma. Así, tal como te ejemplifico ese campo de batalla, se desató cada noche una cruenta batalla, sin piedad, sin siquiera planificación y estrategia. Tan solo se libraba dentro de mí, dejándome a la buena de Dios.
—Ha de haber sido duro… ¿ves?, a eso me refiero, al miedo que ese tipo de batallas puedan causar en mí. Tengo pánico a eso. No quiero pensar. Espero algún día me comprendas.

Ambos tomaron sus pocillos y sorbieron té sin siquiera cruzarse las miradas. Era invierno. Una tarde de invierno. La ventisca cargada de nieve azotaba los ventanales que daban al helado jardín. Las calles estaban dormidas bajo un manto blanco de nieve. A lo lejos se veía la chimenea humeante de la fábrica de conservas, y un poco más atrás, el humo escapando de la chimenea de la oficina de la estación de tren. En los inviernos nadie llegaba a aquel pueblo. Solo sus habitantes permanecían recluidos en sus hogares, detrás de las estufas hogar, balanceándose en viejas sillas mecedoras de cedro. Los pocillos se mantenían calientes, el vapor que salía de la superficie líquida se elevaba y desaparecía ante los ojos de ambos, bebían ensimismados, rebuscando en el silencio alguna que otra explicación, o conclusión, que los ayudara a salir de aquella situación embarazosa.

—Deberías animarte y luchar contra ese miedo —dijo aquel hombre sin siquiera mirar a la mujer a los ojos. El miedo es quien te paraliza y te vuelve insensible. No creas que a mí me ha resultado fácil ordenar mis pensamientos, rebuscar en mis miserias, o plantearme por qué sigo adelante con este matrimonio que a veces siento dentro de un ataúd ¡Claro que no!, sin que nadie me lo dijera, ni me lo contara, presumía que era así: duro y difícil. Tan solo no debes tener miedo. Esa es la llave. Lo resultante, lo que arroje tú mente como conclusión será aceptado por tú corazón. Él sabe que no puede sobrevivir mucho tiempo sin los consejos de su mente. Lo sabe, créeme. Me encantaría poder ayudarte, pero ni siquiera sé cómo he logrado yo llegar a la raíz de mi árbol interno. No lo sé, querida. Te juro que no lo sé.
—¿Me dejarás?

Entonces un silencio pareció reptar por las paredes, extenderse en el techo, por sobre sus cabezas, avanzar en todas las direcciones, entretejiendo así una trama compleja y densa. Ambos depositaron los pocillos sobre los platos. Ella dirigió su mirada hacia el rostro del hombre. Nada le impedía conjeturar mil respuestas posibles. Sin embargo, él permaneció estático, con la mirada perdida en la ventana, en la nieve de la calle, en el humo de las chimeneas vecinas, con los labios apretados y su dedo índice jugando sobre ellos. Los ojos de la mujer buscaron lentamente la mesa. Los entornó muy despacio, como comprendiendo lo que el silencio de la habitación le susurraba a los oídos. Posó sus dos manos a los costados del pocillo y sintió la tibieza calentar sus heladas manos. Un delgado hilo tibio ascendió hasta su corazón, lo toco, lo atravesó, y logró así hacerle saber que aun latía, que no había muerto, que por el momento permanecía con vida.

—Creo que somos incompletos el uno sin el otro —dijo el hombre rompiendo así el silencio. En esta ecuación que formamos desde hace años cada uno tiene un rol importante que cumplir. Así la ecuación tiene significado. Ahora bien, ¿qué piensas?, ¿aun la ecuación se equilibra?
—Creo que no —dijo ella.
—Exacto. Ha perdido el equilibrio, y por ende, la ecuación miente. No hemos podido resolverla. La fórmula que la constituye se nos ha olvidado, querida. No sé cómo, pero se ha esfumado. Existen muchas incógnitas ahora en ella. Antes solo había una, y ambos la llenábamos, y así, un día tú, otros días yo, hacíamos que la ecuación resultase perfecta. Los días eran perfectos, los meses, los años. Si hasta todo objeto inmóvil, inmaterial, que nos rodeaba, parecía tener sentido ante la ecuación. Hasta que las demás incógnitas comenzaron a aparecer, y allí, ni tú, ni yo, supimos qué hacer. Tienes miedo. Sí, lo sé. Yo también lo he tenido. Pero avancé, me auto flagelé y dejé que mis pensamientos jugaran al canibalismo con mi interior. Di el paso al siguiente escalón buscando con ello las respuestas posibles a una ecuación que se ha convertido en imperfecta en los últimos tiempos.

Con los ojos empapados en lágrimas ella se levantó de la silla y se dirigió a la cocina, llevando en su mano la tetera, y en la otra su pocillo. La pava dio su primer hervor y ella la quitó del fuego. Colocó un puñado de hebras de té en la tetera, y las roció con agua caliente. Solo un poco de agua, no más. Esperó a que las hebras arrojaran su clásico sabor y aroma, y terminó de echar el agua. Enjuagó el pocillo y acomodó un mechón de pelo detrás de su oreja derecha, dejando exhibido un bonito lóbulo. En ella había mucha delicadeza. Un rostro de niña, casi perfecto, encajado en una cabellera rubia, y en facciones de una belleza increíble para su edad. Si alguien la veía en la calle pensaba que era una mujer bendecida por Dios, con una belleza avasallante y una vida soñada. Pero nada más lejos. Su propia vida se había convertido en un laberinto cargado de un frondoso e incipiente vergel, que había ido lentamente bloqueándole pensamientos, arrinconándola en posturas de ostracismo y empujándola al gran pozo, el oscuro y tenebroso pozo, que en su fondo albergaba a lo que ella más odiaba y temía: el fin del amor.

Al volver a la sala depositó la tetera en la mesa y vertió té en ambos pocillos. El hombre ahora estaba de pie, aún con la mirada perdida en la blancura de la nieve, en el horizonte cercano. Unas nubéculas grises comenzaron a acomodarse y estorbarse unas a otras en el cielo que se extendía sobre el pueblo. El tren de las seis llegaba a horario. Su pitido estremeció al pueblo, lo despertó de su letargo, y movilizó a algunos de sus habitantes.

—Ya es hora, debo irme —dijo el hombre mientras tomaba en su mano una pesada maleta.
—¿Volverás?

Él tan solo la contempló por un instante. Los ojos de ambos refulgieron como si se tratara del calor que la lava de un volcán arroja a su paso. Ambos se tomaron de una mano sin dejar de mirarse. Él, con un gesto caballero, besó suavemente la mejilla helada de su esposa. Ni aquel beso había logrado entibiar la carne. Tras pasar la puerta se detuvo un segundo, tuvo un dejo de duda, pero no volteó, siguió caminando, bajó las escalinatas de la entrada, atravesó el jardín, abrió la puerta de madera y la cerró con una sutileza y agilidad que solo alguien que ha vivido años en un sitio conoce de memoria. Ella quedó aferrada al filo de la puerta, con su rostro apoyado, con los ojos llenos de lágrimas y sus mejillas aún heladas.

A lo lejos el tren pitó nuevamente. La locomotora comenzó a lanzar humo, las ruedas comenzaron a moverse, el tren lentamente comenzaba a llevarse cada vagón, y dentro de uno de ellos al hombre de su vida. Finalmente se perdió en un único punto en el horizonte nevado. La ventisca seguía soplando sin dar tregua. Entonces cerró la puerta, volvió a la sala, y tras tomar asiento observó el pueblo por la ventana. Imaginó que tal vez alguien más en aquel sitio olvidado del mundo habría vivido algo semejante. Pensó en las incógnitas, en la ecuación errónea y ahora imperfecta. Imaginó que sobre cada ser humano una malla invisible cae en cierto momento de su vida y lo maniata, lo deja con movimientos torpes, impidiéndole expresarse y llegar al fondo de las cuestiones, opacando sus días, invocando el fracaso, exponiendo las miserias mientras se relaja ante los errores. Una mueca de sonrisa se depositó en sus labios. Sus ojos se cargaron de tristeza, y su corazón, volvió a helarse.




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 (Imagen: Malla Rosa (2010) Tiza sobre pavimento. Camila León)