lunes, 4 de junio de 2012

El niño espectral



La chimenea más cercana al alfeizar desprende un humo gris, con un dejo de olor a roble quemado. El humo asciende hasta cierta altura de manera recta y luego, por acción de los vientos de julio, se esparce para finalmente desaparecer en todas las direcciones posibles. En la línea del horizonte se logra ver el puerto, lleno de pequeños barcos pescadores que se movilizan como hormigas en las inmediaciones del hormiguero. Los puestos de venta de pescado se han propagado a lo largo del muelle. La clientela es abundante. El puerto tiene vida propia, la ciudad lo ha adoptado como un tentáculo necesario para su crecimiento y su subsistencia. Del otro lado del alfeizar, en el edificio contiguo, hay una ventana abierta. Alguien escucha a Chopin. Un disco compacto, música digitalizada, sonidos ecualizados. La mujer se imagina a una anciana sentada en un sofá pequeño, con la mirada perdida en el puerto, los ojos semicerrados, las manos temblorosas, la mente somnolienta y atrapada por viejos recuerdos. La música seduciendo a la anciana, los años susurrando sus anécdotas en sus oídos, el tiempo detenido en envolventes circulares dentro del departamento. 

La ciudad respira. Es mediatarde. El sol calienta lo justo y necesario haciendo de Julio un mes espléndido para ser vivido. Su madre la había visitado días pasados. Fue de imprevisto, sin aviso alguno. Un buen día alguien golpeaba la puerta y tras abrirla una grata y sofocante sorpresa se producía. Con ella y su séquito de valijas también llegó un gajo de enredadera, de hojas acorazonadas y un color verde vívido. 

— Ponla en agua —dijo su madre.


La mujer lo hizo de inmediato. Un viejo florero de porcelana, el cual servía de lapicero, era el indicado para la nueva habitante del departamento. Luego, el punto a resolver sería el lugar que la planta ocuparía. Tal vez la biblioteca, o mejor el centro de la mesa, o por qué no el alfeizar de la ventana. Allí, en un rincón, finalmente encontró su sitio. Cada mañana al salir el sol la planta parecía alegrar el departamento y a su solitaria habitante. La ciudad parecía contrastar con la planta y viceversa. La joven mujer miraba la planta y el puerto de fondo y sonreía. Había algo cautivador en esa escena. Tal vez la retrotraía a los primeros años de su infancia, sus clases de dibujo y pintura, el olor a las acuarelas, la sensación táctil de las hojas bajo las yemas de sus dedos. No importaba el porqué sino el efecto visual y de beneplácito que aquel retoño de vergel producía en ella. Cada tarde de julio ella se asomaba a la ventana y contemplaba la ciudad. Incrustaba su mirada en el horizonte y divaga en pensamientos embriagados en ensoñaciones de momentos vividos y venideros. Y era en algunos de esos momentos que su visión periférica podía observar al niño. Casi siempre lo veía sobre la cama, o bien en el rincón de la derecha de la ventana. Despeinado, con pantalones cortos, y una mirada triste que observaba melancólicamente hacia el puerto. La mujer sabía perfectamente que las visiones eran un truco pergeñado por su vista y su mente. El niño no existía. No debía de existir. Se criticaba duramente cuando analizaba la posibilidad que el niño fuera real. Se decía para sí misma que bordear los límites de la cordura no era un juego al que debía atreverse a jugar. Entonces él desaparecía y la enredadera pasaba a ocupar toda su atención.


Había sido en otro mes de Julio, de unos cuatro o cinco años atrás, en donde por primera vez había visto al niño. Al principio fue pánico cargado de horror. Sus cuerdas vocales se anudaron, su mano tapó por completo su boca, y sus ojos, desorbitados, observaban perplejamente la figura sentada en el borde de la cama. Tras pestañear, o tal vez por el simple destello de un haz de luz solar, la imagen terminó desvaneciéndose. Sin embargo aquel día siempre quedaría grabado en su memoria, el día que el niño apareció. Las apariciones se hicieron más frecuentes. Siempre eran idénticas, tan solo variaban el lugar dentro de la habitación donde el niño aparecía. En todos los años que llevaba observando al muchacho jamás intentó hablarle, tan solo se limitaba a rezongarle a su conciencia por tenderle trampas tan viles. A medida que el tiempo pasó las visiones fueron lentamente pasando a ser parte de su diario vivir. Entonces comenzó a preguntarse por qué sucedía aquello. Si el niño existiera de verdad, ¡algo totalmente imposible!, tal vez habría tenido una conexión demasiado profunda y fuerte con aquella habitación. Ese pensamiento le causaba escalofríos. No creía en fantasmas, ni en aparecidos, ni mucho menos en almas erráticas y apenadas. Se consideraba una mujer de carácter fuerte y pensamientos claros, que a sus veintinueve años había logrado ganarle varias batallas a la vida y conquistar muchos estados indomables de su psiquis. Pero la visión del niño lograba movilizar mínimamente sus labios y la hacía titubear. El miedo se había convertido con el transcurrir de los años en una profunda ansiedad y gran intriga. Una bola enorme que se acrecentaba alimentada por ese defecto tan humano de la curiosidad por lo desconocido.

Fue su madre quien finalmente echó por tierra todos aquellos años de equilibrio entre lo racional y lo paranormal. Tras levantarse un día durante su estancia vio al niño sentado en la esquina de la cama. El grito emitido fue desgarrador. Hizo que la joven mujer diera un salto de la cama y casi cayera de espaldas al piso. Su madre, con el rostro desencajado por el espanto, mantenía su mirada perdida en un punto de la habitación. Enseguida la mujer joven pensó en el niño.

— ¿Lo ves? —preguntó a su madre.


Ésta con el rostro aún desencajado asintió horrorizada. 


— Sí, sí…
— Madre no te asustes. Es solo un engaño de nuestro subconsciente. No es real.
— ¡Pero allí está!
— No madre, él no esta allí, no es real, es tan solo una patraña de tú mente.

La madre llora. Entiende que su hija sabe lo que ella ve pero lo niega. Lleva sus manos a su cara y lentamente el horror comienza a desdibujarse de sus facciones. La visión ha desaparecido. Al día siguiente empaca y despide con tristeza a su hija sin poder olvidarse de lo sucedido. Durante el regreso a su pueblo los pensamientos de la visión la persiguen, tal como si un fantasma se colara dentro de su maleta, o peor aún, detrás de su espalda. 

El puerto y su vida propia parecen ser parte de la escena diaria de la habitación. Cada día al regreso de su trabajo la mujer abre la ventana y deja entrar el aire cargado de olor a mar, de humedad con salitre. Las luces que los rayos del sol derraman se colan por la ventana, atravesando previamente las hojas de la enredadera, para finalmente estrellarse contra todo objeto que el cuarto posee. El niño en ese mes de julio se ha percatado de la planta. Ahora suele aparecer fugazmente cercano a ella. Lo ha sorprendido varias veces allí, observándola, tocándole sus hojas, mirando a través de ellas los rayos de sol. La joven quiere hablarle, preguntarle si le gusta la planta y la vida que representa. Pero no lo hace. Recuerda que el niño es tan solo un mero producto de su imaginación y una triquiñuela de su visión periférica. Riega la planta, rota la posición de la maceta, limpia sus hojas con un algodón embebido en leche. 

Julio se establece altivo en la ciudad. Incentiva a los cielos a disfrutar de la música de Chopin, contrasta el azul profundo con el gris del humo de las chimeneas, permite que lo sobrenatural juegue y se mimetice con el mundo real. En las horas de la siesta el sol calienta la vida, repta por los edificios llevando su mensaje, haciéndose presente en cada sentido de los seres humanos que, conglomerados en las viejas edificaciones cercanas al puerto, transitan sus días como les es posible. Los rayos solares ingresan a través de la ventana de la habitación y la inundan por completo. Las fosas nasales de la joven se mueven lentamente y acompasadas, su pecho se eleva y luego desciende imperceptiblemente, sus ojos se mantienen cerrados y esclavos del sueño. Un mechón de pelo rojizo cae sobre su frente. El niño lo toca y lo acomoda detrás de su oreja. Esboza una débil sonrisa que parece tener siglos de vida en aquella diminuta boca infantil. El silencio ha formado una burbuja dentro de la habitación. La música de Chopin lo inunda todo, el humo de las chimeneas dibuja figuras fantasmagóricas, y un barco hace sonar su sirena al salir del puerto. La vida y la muerte parecen entremezclarse por las tardes. Ambos mundos se conectan mediante un hilo invisible. La joven parpadea, seguramente está soñando. Abre los ojos y la habitación esta vacía. Suspira hondamente. Observa el puerto a través de la ventana. La planta mueve sus hojas por acción del viento. En la cálida quietud de la habitación presiente que no está sola, que la vida y la muerte son amigas, que su mente puede ser una embustera, y que un niño espectral se ha quedado una vez más a solas jugando con su inconsciente.




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(Imagen: A69 de KooooKooooKooooKoooo, pintor Belga, http://goo.gl/od9VC)