lunes, 23 de noviembre de 2009

Doce corbatas




A decir verdad me gusta que Silvia sea risueña. Es contagioso, y contagiarme de esa sana enfermedad me agradaría. El martes pasado estuve a punto de decirle lo bien que me caía pero no me animé, caí en esos pozos profundos de los que no se puede huir fácilmente, me arrastraba y no pude salir hasta el otro día. Cuando estuve en la superficie Silvia se había marchado. Y una vez más la historia se repite: Silvia, yo, su carácter risueño, el tiempo que se me va como si no existiese a su lado, los momentos que atesoro cuando estoy junto a ella, su belleza, mi vergüenza, y supongo que mi amor por ella. Creo que después de todo se trata de amor, sí.
Lo que más me gusta de ella es el momento que pronuncia mi nombre, lo hace con gracia y una sonrisa más que contagiosa. A veces pienso que se transfigura en un ángel, entonces cuando estoy pensando eso y ella me observa con sus bonitos ojos yo tan solo miro fijamente el piso o cualquier punto fijo, me hago chiquito, corro, salto y finalmente huyo, lejos, tan lejos como mi vergüenza me impulsa.

Tengo doce corbatas. Todas son muy variadas, algunas con colores vivos, otras a lunares, a rayas, con

viernes, 20 de noviembre de 2009

El ser entre la espesura


Un día desaparecí en el bosque. Mejor dicho, una parte de mí desapareció en el bosque. Fue apenas me adentré. El ruido de las hojas secas que conformaban la hojarasca bajo mis pies me alertó de pasos que se alejaban. Asustado miré en todas las direcciones. A mi altura, hacia el suelo, hacia la copa de los árboles. Nada. Nada humano o reconocible se veía entre la espesura. Sin embargo fue justo en ese instante que tras sentir mi interior caí en la cuenta que parte de mí había desaparecido. Con mi mano derecha apreté fuertemente mi pecho y con la izquierda tapé la expresión de pavura que mi boca gesticuló. Empecé a correr, sin rumbo, abriendo la maleza que se presentaba delante y embistiendo los hijos nuevos de los árboles del bosque. Corrí y corrí hasta que mis pulmones me hicieron detener. Sentado en el suelo con mis brazos abrazando mis piernas cerré los ojos y busqué dentro mío aquello que yo sentía me faltaba. Ese ser que habitaba mi cuerpo había huido. Tan solo quedaba la carne y un hálito de vida para movilizarla ¿Porqué habría huido mi ser interior? La respuesta a esa pregunta me atormentaba terriblemente.

Así, en esa posición casi fetal me quedé un rato largo. Tenía frío y miedo. No sentía la calidez y la valentía que sí me daba mi ser interior. Jamás había desaparecido en el bosque. Muchas veces mi interior quiso desaparecer en momentos críticos de mi vida pero no pudo hacerlo. Pensé que tal vez el bosque fue el lugar idóneo para que mi ser se sintiese pleno y libre. Sí, seguramente fue eso. Me eché a caminar sin rumbo, la tarde iba cayendo y algunos claroscuros se comenzaron a formar en la espesura. Solo las aves revoloteaban las copas de los árboles. Ninguna señal de mi interior se veía.

Esa noche decidí acampar en el bosque, pues no quería retornar al pueblo partido en dos, vacío, carente totalmente de mí. Encendí fuego al lado de una cueva poco profunda situada en el costado de una montaña.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

mundos espiralados (Fin)




23 (FIN)

Caminaba haciendo equilibrio sobre la espiral. Tenía miedo de caerme. Cada tanto miraba hacia abajo y veía como la forma de espiral se perdía en un abismo profundo. Pensaba que ese abismo eran mis días, todos lo días que me faltaban por vivir. La espiral no tenía fin, no había una punta que indicase su culminación. Es el destino, me dije. El abismo representa al destino. Seguí haciendo equilibrio y caminando en puntas de pie sobre la espiral hasta sentirme agotado y detenerme. Entonces me detuve a observar el cielo. Había muchos cielos, unos más coloridos que otros. Algunos representaban el día, otros a la noche. Recordé haber vivido distintos tipos de situaciones bajo aquellos cielos. Como un techo todopoderoso el cielo siempre me había cobijado en las distintas situaciones de mi vida. Me senté sobre la espiral y me puse a contemplarlos. Cada cielo me transportaba a esos momentos vividos bajo él. Abajo el abismo seguía igual, oscuro y sumergido en la nada. Sobre la espiral no había viento, ni lluvia, ni nada que pudiera modificar mi estado placentero. Solo podía percibir distintos aromas que según el cielo que mirase cambiaban a modo de trasladarme a ese escenario. Los olores más suaves y florales correspondían a aquellos momentos que pasé con gran satisfacción y beneplácito, los olores profundos y fuertes a los momentos que mi vida tuvo un vuelco o me lamenté de ciertas decisiones. Como espectador dentro de un gran teatro podía observar momentos de mi vida bajo aquellos cielos. Tras estar un largo rato sentado decidí emprender mi caminata por la espiral. Caminé y caminé durante horas hasta que de a poco la espiral comenzó a difuminarse delante de mis ojos. Como si una niebla imperceptible la hiciera borrosa y no me dejara divisarla. Temí caer en el abismo. Quise aferrarme a algo pero no podía. Me encontraba solo y alarmado por la situación. Nadie podía tenderme una mano y de nada podía aferrarme. Tan solo unos pasos me quedaban para pisar seguro, los demás serían al azar, con el miedo de saber que si mi paso no era firme podía caer irremediablemente al abismo.

Avancé un par de pasos hasta que la espiral desapareció completamente bajo mis pies. Hacia adelante ya no podía ver nada. Solo podía mirar hacia arriba y observar cómo los caminos de la espiral se mantenían brillantes y relucientes. Los cielos seguían allí, en cada curva de la espiral. Se mantenían inamovibles, mostrando sus característicos colores y sensaciones. Tras volver a mirar hacia el frente me topé nuevamente con el abismo insondable. Una sensación de pavura y miedo incontrolable oprimían mi pecho. ¿Avanzar?, me pregunté, ¿hacia dónde?, pues no había un indicio siquiera para poder asentar un pie. Reflexioné un instante sobre la situación. Debía tomar decisiones, tal vez eso mismo deseaba la espiral que hiciera. Ella siempre me había marcado el camino. Como un fiel soldado había seguido la línea que diligentemente ella había marcado y jamás me había movido de ella o siquiera salido de curso. Pero ahora eso había cambiado. El miedo y la desesperación habían pasado a acompañarme y lo peor, la toma de decisión, era a priori, la necesidad número uno.

Volví a sentarme y dejé caer mis pies en la oscuridad vacía. Sentía cómo mis piernas podían columpiarse en la nada oscura. Era liviano, casi imperceptible. En un momento pensé en arrojarme a la espesura y dejarme llevar a cualquier punto, a donde el destino quisiera que yo cayese, pero inmediatamente desistí de esa idea. Ahora estaba yo mismo enfrentando a mis miedos y tratando de aquietarlos, de frenar los pensamientos que apabullaban mis sienes. Siempre he sido un hombre de pensar en demasía. Esa parte de mi personalidad era contraproducente estando sobre la espiral, allí lo que menos debía de hacer era apabullar mi cabeza con pensamientos estúpidos. Al contrario, debía tener mi mente abierta y clara, totalmente receptiva a una solución posible que me permitiera seguir avanzando sin caer al abismo.

Fue de repente que pensé en cerrar los ojos y pensar que no tenía miedo. Pensé en que debía caminar sin miedo dejándome llevar por mi instinto y por un pensamiento claro y limpio que no alimentase a mis miedos. Apreté fuertemente los párpados concentrándome en ese pensamiento. Deseé con todas mis fuerzas que el camino solo flotara delante de mí y mi mente dejara de polucionarse. Seguramente un nuevo cielo en ese momento estaría encima de mí y un olor, a futuro, representaría ese momento de mi vida. Abrí lentamente los ojos y como por arte de magia la espiral estaba nuevamente delante de mí. Podía observar otra vez cómo ella se perdía abajo en el abismo. Me paré y comencé a caminar sonrientemente. Un cielo celeste cargado de esponjosas nubes blancas rodeaba toda la espiral. Mientras yo caminaba podía palpar las nubes con mi mano como si fuesen copos de algodón flotando a mí alrededor. Un profundo olor a maderas inundó la escena que yo mismo estaba viviendo.


Un fuerte ruido de la celosía de la ventana golpeando contra la pared me despertó. Sobresaltado me incorporé en la cama y observé la habitación en penumbras. El sueño vívido de la espiral parecía aún estar latente en mi cabeza. Tal vez no había sido un sueño y de ahí caía yo en mi cama. Tal vez de un gran salto me había arrojado en medio de la noche sobre mi cama. La celosía seguía golpeándose. Crucé la habitación en dirección a la ventana y sentí el piso frío bajo mis pies. Recordé que era Navidad y que mis padres dormían en la habitación contigua. Enganché las celosías y recogí las cortinas. Una tormenta muy eléctrica se avecinaba desde el sur. Olor a tierra mojada se colaba en la habitación, era claro indicio de lluvia cercana. El sueño parecía haberme abierto los ojos y sentía que podía comprender mi limitado mundo de mejor manera. En cada tropiezo siempre había intentado detenerme y alarmarme. Tal vez todo aquello había comenzado con la ruptura con mi novia, aquella chica que se enamoró de un hombre mayor en sus vacaciones por las Bahamas. Supuse siempre que ese había sido el puntapié inicial. Justo en ese preciso momento me había montado a la espiral y había comenzado a recorrerla obteniendo distintas vivencias bajo distintos cielos. Dentro de mí aún extrañaba a Isabel. El saber que nunca más volvería a observar su bello rostro producía un profundo dolor en mi pecho. La vida tiene ese tipo de cosas inexplicables que es en vano intentar entenderlas al menos. Seguramente Isabel había encontrado el fin de su espiral. Ella había llegado al final de la espiral para salirse, para poder bajarse y ya no tener miedos. Envidiaba eso. Según mi sueño aún quedaba un abismo debajo de mí y la espiral se enroscaba en él de manera estrepitosa. Mi vida aquí, en la Tierra de los vivos, debía de seguir. Seguramente muchas vueltas más con nuevos desafíos y nuevas sensaciones me esperarían, eso era algo que yo podía sospechar pero jamás afirmar. Tarde o temprano terminaría de escribir mi novela “Mundos Espiralados”, o tal vez nunca, después de todo en la espiral nunca se sabe, siempre hay que estar atentos porque la vida cambia de buenas a primeras, te monta, te hace flotar y te arroja por la pendiente, tal como si descendieras directamente y en caída libre dentro de una gigantesca espiral sin fin.


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jueves, 5 de noviembre de 2009

mundos espiralados (22)




Capítulo 22



Mientras el colectivo viajaba sobre la ruta apoyé mi cabeza contra el vidrio. Después de mucho tiempo contemplé, en el reflejo del vidrio de la ventana, mi rostro triste, cansado, abandonado por mí mismo. La noticia de la muerte de Isabel fue muy dura, me había desvastado. Uno nunca se espera ese tipo de shocks en la vida y al recibirlos parece que el mundo está dado vuelta y tú lo observas desde un sitio muy lejano, abstraído de todo cuanto te rodea. Acaricié el lomo del estuche de mi violín como buscando consuelo en mi fiel amigo, pero no lo conseguía, el dolor agudo de saber una muerte tan joven me había calado hondo. Kilómetros y kilómetros de campos y soledad se dibujaban por doquier. Todos dormían dentro del colectivo. Recordé el día que volví de las sierras y Daniela me había sorprendido. Me pregunté dónde estaría ella. ¿Aún existiría aquella mujer inteligente? Como nunca deseé oír su voz, esa misma voz de la orilla del río, la misma voz que como por arte de magia se dejaba oír sin saber su ubicación. Necesitaba de algo o alguien que pudiera tenderme una mano y no dejarme caer otra vez en ese abismo infinito que me enclaustraba y me ausentaba del mundo real.

- Lo que menos me gusta de viajar es el constante traqueteo del colectivo. Primero porque no me deja conciliar el sueño y segundo por la incomodidad de estar en estos asientos diminutos -me dijo una mujer gorda que viajaba en el asiento contiguo. La contemplé por un instante sin saber qué decirle pues me había tomado por sorpresa. Mientras permanecía dubitativo analicé que hay personas como aquella mujer, que aparecen de la nada como descolgadas e irrumpen en la vida de uno como pincelazos apurados en un lienzo en blanco. Seguí en silencio.

- Supongo que viajar no es un placer para todo el mundo -respondí al rato.

- No, claro que no, al menos para mí no lo es y con eso la regla se rompe, ¿no? -dijo la mujer gorda dejando escuchar una risa diminuta que no parecía salir de ella.

Reglas. El mundo gira en torno a reglas. Demasiadas reglas a veces. Me gustaría haber sido por aquel entonces como el cartero de Bukowski y poder tener pensamientos libres y desenfrenados con juicio justo sin peso alguno sobre mis hombros. Pero ese carácter no era el mío. Con los pocos años de vida que tenía yo era un joven mesurado y a veces demasiado callado y súmamente pacífico. Jamás un grito donde no se debía gritar, ni una opinión fuera de lugar cuando la situación no lo ameritaba.

- Alguien debería demandar a las empresas de transporte -dije a la mujer gorda. Esta me miró sorprendida.

- ¿Demandarlas?, ¿tanto así te parece? -me respondió con sus ojos muy abiertos tal como si yo acabase de decir la frase que detonara una guerra.

- Claro. Todas las unidades deberían estar equipadas cómodamente y verse limpias y nuevas y los choferes manejar el tiempo justo y poder obtener un descanso lógico tras largos períodos de viaje y tensión sobre las rutas. Pero aceptamos las reglas en silencio. Nadie grita. Nadie hace nada. Todos murmuran y terminan aceptando lo que más les conviene.

- Tienes razón muchacho. Las personas cada vez se vuelven más y más egoístas. Mira, yo podría ser casi tú abuela, y sin conocerte puedo decirte que me agradas. No lo digo por el juicio a las empresas de transporte -entonces la mujer gorda río nuevamente con su risa diminuta- sino porque al verte triste y apoyada tú cabeza contra el vidrio sentí la sensación que eras un buen muchacho. Y no me equivoqué. Sexto sentido, le dicen.

- A veces siento que no soy tan bueno señora.

- Bueno, todos pensamos eso. Humildad, así se llama pensar así. Si te jactaras de tú bondad estarías haciendo un truco. Estarías así evadiendo la humildad y pasando al egocentrismo y a la jactación con el poder total del término, muchacho.

Me sentí a gusto con la charla. La mujer gorda me caía simpática y tenía buen tino para las personalidades. No es que yo me creyera un buen tipo, pero al menos no era de los peores tampoco. Al menos de esa manera podía distraer mi cabeza de los pensamientos de la muerte de Isabel.

- Y cuéntame, ¿porqué estás tan triste? Bueno, hazlo solo si quieres. Es como para ir matizando el viaje, tú entiendes, ¿no? -dijo la mujer.

- Sí, entiendo. Hoy, antes de que el colectivo saliera de la terminal y mientras lo esperaba vi por el noticiero que una chica amiga mía se había suicidado. Eso me impactó brutalmente. ¿Sabe? no nos conocíamos demasiado, pero era una de esas personas que a pesar de haberla visto solo un par de veces sentía como si la conociese de toda la vida. Tenía un tremendo poder dentro suyo y buen corazón. ¿Porqué las personas buenas mueren antes que las malas? Siempre me pregunto eso, pero la respuesta, como tantas otras, jamás llega.

- Terrible noticia muchacho. Y es comprensible como te sientes. Yo en tú lugar estaría llorando continuamente y sumida en el dolor. Eres fuerte. Y las personas son así, algunas tienen ese poder que tú mencionas y otras todo lo contrario, por más que estén a nuestro lado años y años, tras irse, inmediatamente nos olvidamos de ellas. ¿Era tú novia?, me refiero a la chica que falleció.

- No. Nos habíamos conocido el verano pasado y nos hicimos amigos. Solo amigos. Aunque no le negaré que me gustaba y mucho -me escuché decir.

- Seguramente ella sabe en este momento que estás triste por su partida. Creo en esas cosas. Hay vida más allá, ¿sabes?, sí, hay vida. Si todo terminase aquí el mundo y la vida serían aburridos, estúpidos, y sin sentido. Tú amiga seguramente está aquí, cerca nuestro.

Entonces tras mirar los ojos de la mujer gorda aislé mi mente a la charla y contemplé el ambiente del colectivo. De repente no veía los pasajeros e imaginé que estaba solo, sentado en el mismo asiento y presintiendo la presencia de Isabel. Hasta me pareció escuchar el sonido del agua de las cascadas caer a lo lejos. Ese lugar se me había colado en mis gustos personales a causa de ella. De su magia. De su poder sobre mí. La mujer gorda se durmió a mi lado. El atardecer iba cayendo sobre los campos y el sol de repente se volvió como un pomelo gigante de color anaranjado. Acomodé mi cabeza en el asiento y poco a poco me fui quedando dormido. Mientras contemplaba los últimos rayos del sol recordé el brillo de los mismos rayos sobre la superficie del agua del río. Allí me fui en pensamientos y me quedé completamente dormido.


Mis padres siempre pasaron la Navidad fuera de la capital. Según ellos estar en contacto con la naturaleza es lo ideal para esa festividad. Nunca me opuse, a decir verdad siempre he pensado que ese tipo de fechas son especiales para cada uno, sin importar cómo lo vea o sienta el otro. Pero siempre la pasaba con mis padres y esa Navidad no sería la excepción. Cuando el sol se había puesto en el horizonte arribamos a la terminal de colectivos de una pequeña localidad serrana. Mis padres habían alquilado una cabaña allí para pasarla juntos. Pensé que era un gran idea pasar esa noche en una cabaña. No me sentía con ganas de nada, todo lo contrario, enterrar la cabeza como un avestruz en el suelo y no sacarla por un par de años hubiera sido la acción justa, pero claro, eso no podía hacerlo. Con mi mochila y el estuche del violín caminé los tres kilómetros que separaban la cabaña de la terminal. La noche se sentía increíble, era pleno verano aquí, en el hemisferio sur del planeta. Al llegar mis padres me recibieron muy felizmente. Siempre se alegraban de verme, independientemente de verme flotar en las nubes o no. Tras saludarlos me marché directamente a mi habitación. No encendí la luz, la ventana estaba abierta y la luna era enorme, anaranjada, casi como el sol del atardecer. Por un instante los confundí, el cielo oscuro me hizo develar el misterio. Unas cuantas chicharras dejaban escuchar su sonido incesante y una brisa cálida jugaba con las cortinas. Apoyé mi mentón en mi manos y mis codos en las rodillas. Así contemplé por la ventana el paisaje y la noche nueva que se estancaba. Víspera de Navidad, Noche de Paz, reuniones familiares en todo el planeta para aquellos que tuvieran la dicha de tener familia. Una fría sensación me recorrió el cuerpo. Supongo que fue tristeza, la tanta tristeza que venía soportando desde la noticia de la muerte de Isabel. No llegué a tiempo, no fui capaz de responderle a tiempo la carta, esos eran mis pensamientos. De alguna manera me sentía culpable por su muerte. Sentía que podía haber hecho más por ella pero que no fue así porque me estanqué en mi mundo, entre los libros, en mi mundo unipersonal. Y me sentía como los muchos que caminan por la vida enfrascados en sus mundos, tal como una semilla aprisionada dentro de un frasco queriendo germinar pero el frasco tiene tapa y la pobre semilla por más que se esfuerce es en vano, jamás logra tocar el mundo exterior. Así mismo me sentí aquella noche. La impotencia muchas veces es una vara que castiga duro, demasiado duro. La impotencia también se fomenta y de tanto acumularse obstruye. Me eché a llorar. Lloré amargamente. Lloré por Isabel, por mí, por Daniela, por todas aquellas personas que esa Noche Buena estarían solas, sin nadie a su lado, tal vez muriendo, o enfermas, o sin deseos de vivir, tal vez sin nadie que pueda brindarle una sonrisa desde lo más hondo de su ser. Una ráfaga de aire cálido entró a la habitación y ondeó con desmesura las cortinas. Me sonreí. Sequé mis lágrimas y toqué un rato el violín. Eso calmó mi tristeza. Le puso un tapón imaginario y dejó que fluyera mi interior. Pronto mis padres me llamaron a cenar. Guardé el violín y cuando disponía a cerrar la puerta de la habitación divisé en la penumbra una luz en el campo, a lo lejos, tal vez fuera Isabel, tal vez ella me había visto llorar. Quise pensar eso, creo que cobardemente me convenía pensar aquello para no sumirme en la pena y la culpa. Cerré la puerta de la habitación y me apresté a cenar con mis padres. A la medianoche alzamos las copas y brindamos por una feliz Navidad. Los tres sonreíamos. Un enorme silencio se generó después de chocar las copas y las sonrisas quedaron suspendidas en el aire. Hay momentos que uno debe saber vivirlos para poder saborearlos al crecer. Eso hice aquella noche. Nunca olvidaré aquella Navidad.


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