jueves, 5 de noviembre de 2009

mundos espiralados (22)




Capítulo 22



Mientras el colectivo viajaba sobre la ruta apoyé mi cabeza contra el vidrio. Después de mucho tiempo contemplé, en el reflejo del vidrio de la ventana, mi rostro triste, cansado, abandonado por mí mismo. La noticia de la muerte de Isabel fue muy dura, me había desvastado. Uno nunca se espera ese tipo de shocks en la vida y al recibirlos parece que el mundo está dado vuelta y tú lo observas desde un sitio muy lejano, abstraído de todo cuanto te rodea. Acaricié el lomo del estuche de mi violín como buscando consuelo en mi fiel amigo, pero no lo conseguía, el dolor agudo de saber una muerte tan joven me había calado hondo. Kilómetros y kilómetros de campos y soledad se dibujaban por doquier. Todos dormían dentro del colectivo. Recordé el día que volví de las sierras y Daniela me había sorprendido. Me pregunté dónde estaría ella. ¿Aún existiría aquella mujer inteligente? Como nunca deseé oír su voz, esa misma voz de la orilla del río, la misma voz que como por arte de magia se dejaba oír sin saber su ubicación. Necesitaba de algo o alguien que pudiera tenderme una mano y no dejarme caer otra vez en ese abismo infinito que me enclaustraba y me ausentaba del mundo real.

- Lo que menos me gusta de viajar es el constante traqueteo del colectivo. Primero porque no me deja conciliar el sueño y segundo por la incomodidad de estar en estos asientos diminutos -me dijo una mujer gorda que viajaba en el asiento contiguo. La contemplé por un instante sin saber qué decirle pues me había tomado por sorpresa. Mientras permanecía dubitativo analicé que hay personas como aquella mujer, que aparecen de la nada como descolgadas e irrumpen en la vida de uno como pincelazos apurados en un lienzo en blanco. Seguí en silencio.

- Supongo que viajar no es un placer para todo el mundo -respondí al rato.

- No, claro que no, al menos para mí no lo es y con eso la regla se rompe, ¿no? -dijo la mujer gorda dejando escuchar una risa diminuta que no parecía salir de ella.

Reglas. El mundo gira en torno a reglas. Demasiadas reglas a veces. Me gustaría haber sido por aquel entonces como el cartero de Bukowski y poder tener pensamientos libres y desenfrenados con juicio justo sin peso alguno sobre mis hombros. Pero ese carácter no era el mío. Con los pocos años de vida que tenía yo era un joven mesurado y a veces demasiado callado y súmamente pacífico. Jamás un grito donde no se debía gritar, ni una opinión fuera de lugar cuando la situación no lo ameritaba.

- Alguien debería demandar a las empresas de transporte -dije a la mujer gorda. Esta me miró sorprendida.

- ¿Demandarlas?, ¿tanto así te parece? -me respondió con sus ojos muy abiertos tal como si yo acabase de decir la frase que detonara una guerra.

- Claro. Todas las unidades deberían estar equipadas cómodamente y verse limpias y nuevas y los choferes manejar el tiempo justo y poder obtener un descanso lógico tras largos períodos de viaje y tensión sobre las rutas. Pero aceptamos las reglas en silencio. Nadie grita. Nadie hace nada. Todos murmuran y terminan aceptando lo que más les conviene.

- Tienes razón muchacho. Las personas cada vez se vuelven más y más egoístas. Mira, yo podría ser casi tú abuela, y sin conocerte puedo decirte que me agradas. No lo digo por el juicio a las empresas de transporte -entonces la mujer gorda río nuevamente con su risa diminuta- sino porque al verte triste y apoyada tú cabeza contra el vidrio sentí la sensación que eras un buen muchacho. Y no me equivoqué. Sexto sentido, le dicen.

- A veces siento que no soy tan bueno señora.

- Bueno, todos pensamos eso. Humildad, así se llama pensar así. Si te jactaras de tú bondad estarías haciendo un truco. Estarías así evadiendo la humildad y pasando al egocentrismo y a la jactación con el poder total del término, muchacho.

Me sentí a gusto con la charla. La mujer gorda me caía simpática y tenía buen tino para las personalidades. No es que yo me creyera un buen tipo, pero al menos no era de los peores tampoco. Al menos de esa manera podía distraer mi cabeza de los pensamientos de la muerte de Isabel.

- Y cuéntame, ¿porqué estás tan triste? Bueno, hazlo solo si quieres. Es como para ir matizando el viaje, tú entiendes, ¿no? -dijo la mujer.

- Sí, entiendo. Hoy, antes de que el colectivo saliera de la terminal y mientras lo esperaba vi por el noticiero que una chica amiga mía se había suicidado. Eso me impactó brutalmente. ¿Sabe? no nos conocíamos demasiado, pero era una de esas personas que a pesar de haberla visto solo un par de veces sentía como si la conociese de toda la vida. Tenía un tremendo poder dentro suyo y buen corazón. ¿Porqué las personas buenas mueren antes que las malas? Siempre me pregunto eso, pero la respuesta, como tantas otras, jamás llega.

- Terrible noticia muchacho. Y es comprensible como te sientes. Yo en tú lugar estaría llorando continuamente y sumida en el dolor. Eres fuerte. Y las personas son así, algunas tienen ese poder que tú mencionas y otras todo lo contrario, por más que estén a nuestro lado años y años, tras irse, inmediatamente nos olvidamos de ellas. ¿Era tú novia?, me refiero a la chica que falleció.

- No. Nos habíamos conocido el verano pasado y nos hicimos amigos. Solo amigos. Aunque no le negaré que me gustaba y mucho -me escuché decir.

- Seguramente ella sabe en este momento que estás triste por su partida. Creo en esas cosas. Hay vida más allá, ¿sabes?, sí, hay vida. Si todo terminase aquí el mundo y la vida serían aburridos, estúpidos, y sin sentido. Tú amiga seguramente está aquí, cerca nuestro.

Entonces tras mirar los ojos de la mujer gorda aislé mi mente a la charla y contemplé el ambiente del colectivo. De repente no veía los pasajeros e imaginé que estaba solo, sentado en el mismo asiento y presintiendo la presencia de Isabel. Hasta me pareció escuchar el sonido del agua de las cascadas caer a lo lejos. Ese lugar se me había colado en mis gustos personales a causa de ella. De su magia. De su poder sobre mí. La mujer gorda se durmió a mi lado. El atardecer iba cayendo sobre los campos y el sol de repente se volvió como un pomelo gigante de color anaranjado. Acomodé mi cabeza en el asiento y poco a poco me fui quedando dormido. Mientras contemplaba los últimos rayos del sol recordé el brillo de los mismos rayos sobre la superficie del agua del río. Allí me fui en pensamientos y me quedé completamente dormido.


Mis padres siempre pasaron la Navidad fuera de la capital. Según ellos estar en contacto con la naturaleza es lo ideal para esa festividad. Nunca me opuse, a decir verdad siempre he pensado que ese tipo de fechas son especiales para cada uno, sin importar cómo lo vea o sienta el otro. Pero siempre la pasaba con mis padres y esa Navidad no sería la excepción. Cuando el sol se había puesto en el horizonte arribamos a la terminal de colectivos de una pequeña localidad serrana. Mis padres habían alquilado una cabaña allí para pasarla juntos. Pensé que era un gran idea pasar esa noche en una cabaña. No me sentía con ganas de nada, todo lo contrario, enterrar la cabeza como un avestruz en el suelo y no sacarla por un par de años hubiera sido la acción justa, pero claro, eso no podía hacerlo. Con mi mochila y el estuche del violín caminé los tres kilómetros que separaban la cabaña de la terminal. La noche se sentía increíble, era pleno verano aquí, en el hemisferio sur del planeta. Al llegar mis padres me recibieron muy felizmente. Siempre se alegraban de verme, independientemente de verme flotar en las nubes o no. Tras saludarlos me marché directamente a mi habitación. No encendí la luz, la ventana estaba abierta y la luna era enorme, anaranjada, casi como el sol del atardecer. Por un instante los confundí, el cielo oscuro me hizo develar el misterio. Unas cuantas chicharras dejaban escuchar su sonido incesante y una brisa cálida jugaba con las cortinas. Apoyé mi mentón en mi manos y mis codos en las rodillas. Así contemplé por la ventana el paisaje y la noche nueva que se estancaba. Víspera de Navidad, Noche de Paz, reuniones familiares en todo el planeta para aquellos que tuvieran la dicha de tener familia. Una fría sensación me recorrió el cuerpo. Supongo que fue tristeza, la tanta tristeza que venía soportando desde la noticia de la muerte de Isabel. No llegué a tiempo, no fui capaz de responderle a tiempo la carta, esos eran mis pensamientos. De alguna manera me sentía culpable por su muerte. Sentía que podía haber hecho más por ella pero que no fue así porque me estanqué en mi mundo, entre los libros, en mi mundo unipersonal. Y me sentía como los muchos que caminan por la vida enfrascados en sus mundos, tal como una semilla aprisionada dentro de un frasco queriendo germinar pero el frasco tiene tapa y la pobre semilla por más que se esfuerce es en vano, jamás logra tocar el mundo exterior. Así mismo me sentí aquella noche. La impotencia muchas veces es una vara que castiga duro, demasiado duro. La impotencia también se fomenta y de tanto acumularse obstruye. Me eché a llorar. Lloré amargamente. Lloré por Isabel, por mí, por Daniela, por todas aquellas personas que esa Noche Buena estarían solas, sin nadie a su lado, tal vez muriendo, o enfermas, o sin deseos de vivir, tal vez sin nadie que pueda brindarle una sonrisa desde lo más hondo de su ser. Una ráfaga de aire cálido entró a la habitación y ondeó con desmesura las cortinas. Me sonreí. Sequé mis lágrimas y toqué un rato el violín. Eso calmó mi tristeza. Le puso un tapón imaginario y dejó que fluyera mi interior. Pronto mis padres me llamaron a cenar. Guardé el violín y cuando disponía a cerrar la puerta de la habitación divisé en la penumbra una luz en el campo, a lo lejos, tal vez fuera Isabel, tal vez ella me había visto llorar. Quise pensar eso, creo que cobardemente me convenía pensar aquello para no sumirme en la pena y la culpa. Cerré la puerta de la habitación y me apresté a cenar con mis padres. A la medianoche alzamos las copas y brindamos por una feliz Navidad. Los tres sonreíamos. Un enorme silencio se generó después de chocar las copas y las sonrisas quedaron suspendidas en el aire. Hay momentos que uno debe saber vivirlos para poder saborearlos al crecer. Eso hice aquella noche. Nunca olvidaré aquella Navidad.


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