miércoles, 29 de abril de 2009

naranjas de abril (2)






2.


"Te he dado todo lo que un muchacho podría dar
Llevo mis lágrimas y eso no es casi todo
Amor corrompido
Amor corrompido"

Tainted Love - Marilyn Mason



Ese abril se fue y con él se llevó muchos recuerdos que desde siempre atesoré. La cosecha de naranjas había terminado y con mi abuelo y mi padre debíamos partir rumbo a otro lugar. La última vez que estuve con Josefa fue uno de los momentos más difíciles de mi vida, de esos que te tatúan debajo de la piel casi llegándote al alma, y no con tinta sino con recuerdos. Una mañana de mediados de mayo nos levantamos para marcharnos, todo estaba listo, era hora. Estaba nublado y a punto de llover. El otoño ya estaba muy presente y preparaba a la naturaleza para recibir a un invierno que se avecinaba crudo y solitario. En las cabañas no había quedado nadie, todos los obreros que levantaban la cosecha de naranjas habían partido y solo quedábamos nosotros tres y ella. Mi padre estacionó la camioneta en la entrada del casco de la estancia y me hizo señas para que bajara a despedirme. Siempre sentí que mi padre fue mi cómplice en todo aquello. Lo hacía de manera imperceptible, sin decir palabra alguna, tan solo con miradas, gestos y muecas de sonrisas, él percibía todo lo que me pasaba por dentro. Ahora, a mis casi cincuenta años mientras escribo estas memorias, creo que mi padre me expuso a los embates del amor. Dejó que mi corazón vibrara, se emocionara, gozara y a su vez sufriera. Dejó que la primera lección amorosa de mi vida me llegara en silencio pero bajo su supervisión silenciosa. No lo culpé nunca de nada, más bien siempre estuvo implícito un agradecimiento en cada una de nuestras sonrisas y en cada uno de nuestros momentos de intimidad que se dieron con el pasar de los años.

Josefa estaba parada en la puerta con su batón de algodón blanco y encaje. Su pelo lacio y de puntas onduladas jugaba con el viento fresco que anunciaba una de las últimas tormentas otoñales. Sus ojos brillaban como siempre lo hacían y su piel mostraba esa suavidad envidiable que tanto me cautivaba. Nuestro amor estaba a punto de corromperse, eso presentí. Caminé hacia ella apretando mis puños, intentando calmar mi corazón, serenándome para que mis pulsaciones fueran menos y conteniendo el aliento para no llorar. Tenía ganas de llorar. Esos metros hasta el zaguán de la casa fueron eternos, larguísimos.
Al llegar nos miramos en silencio por un instante. Entonces una lágrima descendió lentamente por su pómulo y se depositó en la comisura de sus labios. Otra más la siguió y así se sucedieron hasta parecer un arroyo que brotaba de sus entrañas. Tampoco pude contenerme. Sin quitar mi mirada de la suya mis lágrimas partieron en una carrera alocada y mis pómulos se enfriaron con el viento frío de la tormenta que ya nos envolvía. Las primeras gotas comenzaron a caer y un viento helado y cargado de tierra se desató sin vergüenza alguna. A los lejos mi padre hacía sonar la bocina de la camioneta, pero para mí era como un sonido más de todos aquellos que flotaban en el ambiente, tan solo lo ignoré. No podía mover un solo músculo, ni decir palabra alguna, tan solo podía mirarla a los ojos y llorar. Tan solo llorar. Como un cretino debía alejarme de ella, hacer un nudo mi músculo sagrado y corromper aquel amor tan fugaz y poderoso. No tuve elección, en ese instante pensé que sería lo menos doloroso. ¡Qué muchacho incrédulo!

El aguacero se largó sin clemencia. Entonces ella bajó los tres escalones que nos separaban y parada delante de mí me dijo te amo. Sonreí como pude. Mis manos se abrieron. Sentí vida correr por mi cuerpo. La tomé por la cintura, clavé mis manos en ella y la besé hasta casi dejarla sin aire. En ese instante mil cosas cruzaron por mi cabeza, mil, juro que mil. Nunca olvidaré aquel beso, ni su sabor, ni el olor a lluvia rodeándonos. Ambos empapados y fusionados en una completa unicidad.

- ¿Volverás algún día? -me dijo de manera muy triste.
- Claro, seguro que lo haré. Pero tú no me esperes, haz tú vida, eres bella y libre y no puedes aferrarte a mí. Mírame, tan solo soy un muchacho que comienza a vivir la vida y tú una hermosa e increíble mujer que puede ser feliz con cualquier hombre. Que el amor que ahora nos tenemos no te tienda trampas. Piensa. Analiza. Y si lo consideras apropiado, entonces déjame ir de adentro tuyo para siempre. ¿Lo entiendes?...
- Sí, claro que lo entiendo, pero no me pidas que lo internalice y lo comprenda en profundidad en este instante. Tan solo sé que te amo y eso no puedo quitarlo como si fuese un quiste de mi interior -me dijo llorando.

Sin poder hablar más asentí con mi cabeza y apoyé la suya en mi pecho. En ese instante sentí la bocina de la camioneta de mi padre con mucho énfasis y supe que debía irme. Corrí y monté sobre la camioneta de un brinco, sin mirar atrás, sintiéndome un verdadero canalla y cobarde. Ya sobre la ruta veía como el horizonte se engullía la estancia. Allí quedaba Josefa y uno de los momentos que marcaría mi vida de manera profunda sin que yo lo supiera. El aguacero seguía sin parar. Mi padre me había hecho señas de entrar a la cabina pero yo negué con mi cabeza, quería que aquella lluvia me librara de culpa y me hiciese sentir que la elección que había tomado era la correcta y no un triste error. Abril había quedado borroso al igual que la estancia y Josefa bajo la lluvia. Ahora, en el nuevo horizonte, se avecinaban nuevas vivencias para mí, nuevos rumbos, nuevas personas tal vez, pero dentro de mi corazón, en esos recovecos que él posee, yo sentí que la esencia de Josefa había quedado atrapada y por más que navegase tempestades en el mar de mi vida nada la haría salir de allí, a lo mucho naufragaría conmigo.

De alguna forma yo había logrado corromper aquel amor. Lo hice. Durante mucho tiempo me lo recriminaría y aún hoy sus coletazos se balancean por mis venas, atraviesa mi corazón y bombea pensamientos de culpabilidad en el centro de mi mente.
Fue necesario. Ese pensamiento era el antídoto al envenenamiento inevitable de mi espíritu.

lunes, 27 de abril de 2009

naranjas de abril





1.



Cada abril viajaba al noroeste de mi país a la cosecha de naranjas. Por lo general éramos tres hombres solitarios, mi abuelo, mi padre y yo, que dentro de una vieja camioneta Ford modelo 1963 y sin ningún otro plan en mente tomaban el rumbo de las provincias de Salta o Jujuy en busca de un empleo que sabían realizar. Mi abuelo se lo había enseñado a mi padre y éste a mí. De generación en generación, como suele decirse. Fue en abril de 1980 que arribamos a un campo situado en la provincia de Jujuy que era de propiedad de la señorita Josefa Torres. Tras hacer negocio con ella mi padre dio la orden a mi abuelo y a mí a bajar las pertenencias y empezar con nuestras tareas. El trato estaba hecho, ya teníamos nuevamente trabajo. Por aquel entonces yo tenía veinte años y todo lo que vivía me parecía estar relacionado solo con mi padre y con mi abuelo, nada más llenaba mi vida y no tenía un mundo propio de manera definida. Así vivía mi propia vida.

En aquel abril la cosecha fue buena. Trabajábamos de sol a sol y todo nos salía a las mil maravillas. La señorita Josefa Torres era una mujer amable, cordial y sumamente bella. Poseía toda esa belleza de las mujeres lugareñas, piel trigueña y rostro luminoso, destacando a la perfección los rasgos bien nativos. A mí me gustaba mucho charlar con ella por las noches, y de a poco comencé a notar que a ella le pasaba lo mismo. Mientras mi padre y mi abuelo fumaban cigarrillos armados en el patio del casco de la estancia ella y yo charlábamos de libros, cosas de la vida o anécdotas de su propia vida. Era soltera, debía tener unos treinta y cinco años y emanaba cierta melancolía y tristeza en determinados momentos. Eso me atrapaba.

Por las noches salíamos a caminar por entre los naranjos y charlábamos largo rato bajo la luz de la luna. Me sentía feliz de haber conocido a aquella mujer. De a poco, con ese paso inteligente y paciente del tiempo, nuestra relación fue haciéndose más y más profunda. Tal vez mi abuelo y mi padre se habían percatado de ello, no lo sé, pero nunca me dieron a entender nada ni me dijeron palabra alguna por ello. Mi relación con Josefa se fue ahondando tanto que antes de finalizada la cosecha ambos sabíamos que existía algo más que amistad en nuestra relación. Sin embargo ninguno de los dos se atrevía a más.

La última noche de abril me acosté con Josefa. No sé si fue algo correcto, pero pasó. El deseo y las ganas fueron más que el pensamiento. No era la primera mujer de mi vida, ni yo tampoco fui el primer hombre en la suya, sin embargo ambos nos sentimos especiales el uno para el otro. Aquella noche ella estaba mucho más nerviosa que yo. La desnudé con delicadeza y rodeé sus pechos con mis manos durante un largo rato. De a poco dejó de temblar. Me besó muy suavemente y poco a poco nos fuimos animando a más. Afuera la luna se había ocultado tras unos nubarrones oscuros y los naranjos habían dejado de brillar bajo su efecto. La penetré y nos movimos acompasados durante un breve rato. Al llegar al orgasmo ella dejó salir un gemido melancólico y casi desgarrador. Fue el orgasmo más triste que había sentido jamás en mi corta vida. Sentí que afuera se había levantado un viento fuerte y se percibía un profundo olor a tierra mojada. Lluvia, agua para limpiar al mundo de pecados y momentos.

Apenas terminamos nos quedamos recostados uno al lado del otro sin decir palabra. De repente ella echó a llorar e inmediatamente se hizo un ovillo entre las sábanas. Crucé una sábana sobre ella y la sentí más frágil que yo. Acomodé su pelo lacio detrás de su oreja y acaricié su cabellera hasta que las lágrimas dejaron de emanarle y sus ojos se cerraron en un sueño profundo. En la estancia todos dormían, incluidos mi padre y mi abuelo. Esa noche sentí que Josefa traía mochilas pesadas sobre sus hombros débiles y flacos. Sentí pena por ella y pena por mí. Siendo ambos dos buenas personas algo se interponía entre nuestra felicidad verdadera. Imaginé a otras personas en otros lados del mundo con noches similares a la nuestra pasando por momentos similares. Por primera vez sentí que el amor y el deseo no siempre traen cosas lindas bajo el brazo. Sin tener sueño y viendo como ella dormía profundamente prendí un cigarrillo y me quedé contemplando la última lluvia de abril que caía del otro lado de la ventana bañando los naranjos.

miércoles, 22 de abril de 2009

el inmortal



Un día decidí ser inmortal.
Sí, así como lo cuento, inmortal. Dejar mi esencia en el aire, en los recuerdos de las personas que me rodeaban, impregnar los objetos que tocaba día a día y que mi voz fuera un eco de nunca extinguirse dentro de la cabeza de quienes la escucharon. Que mis lágrimas no pasasen desapercibidas y los momentos en que emanaron quedaran grabados como recuerdos imponentes para aquellos que los presenciaron. Que mis sonrisas y alegrías alimentaran cualquier espíritu que las recordase. Por todas estas cosas, y muchas más, decidí volverme inmortal.

No fue una tarea fácil. Nadie cree en los inmortales, otros tantos jamás lo serían, sin embargo yo no tenía nada que perder pues estaba solo, sin nadie que me cobijara ni nadie a quien llorar. Para ser inmortal hay que ser libre, no estar atado a nada ni a nadie, eso libera, pues uno no daña ni hace doler a nadie con la decisión de inmortalidad tomada. Fue una tarde de julio que me puse manos a la obra. Tomé mi morral y me eché a andar por la vida en busca de la ciudad de los inmortales, semejante a la que Borges describió. Recorrí América de pies a cabeza, el África, Oceanía, Europa y la extensa Asia para terminar finalmente en Australia. Fueron muchos años de peregrinaje y búsqueda silenciosa. Conocí a miles de personas y atesoré miles de recuerdos. A menudo, cuando dejaba tras de mí a alguien que conocía en algún lugar, me preguntaba que sería de esa persona en años venideros y pensaba cuanto la extrañaría y echaría de menos. Esa sensación era dañina para un inmortal pues el filo sigiloso de los recuerdos serían una tortura eterna para el alma de un inmortal. A medida que caminaba más y más por los caminos ese pensamiento me rondaba más lastimeramente por mi cabeza. ¿Es que la inmortalidad no es para todos los humanos?, pensaba. Tal vez no. Yo no conocí nunca a ningún inmortal, todos los humanos que se habían cruzado por mi vida era mortales, tan mortales como yo.

Al llegar a una colina en Australia decidí pernoctar bajo las estrellas. Un cielo inmenso, oscuro y plagado de hermosas estrellas titilantes me cobijaba. La luna se había marchado, tal vez estaría del otro lado del mundo, cercana a los mortales. Allí en soledad recorrí con mi mente los tantísimos caminos que había recorrido, los momentos que había pasado junto a tanta gente querida y pude sentir durante largo rato en mi corazón la alegría que todo aquello me causaba al recordarlo. Sin embargo tarde o temprano todas aquellas personas que había conocido en mi peregrinar desaparecerían, menos yo. Yo sería inmortal. Yo persistiría con el tiempo y jugaría con él y la soledad cuando me hartase de caminar los caminos de la Tierra. Un frío escalofrío me recorrió el interior. Me sentí extraño. Una lágrima recorrió mi pómulo izquierdo y se hizo fría sobre mi piel al acariciarla el viento gélido de la noche. Esa lágrima era una lágrima de transición. Una lágrima de inmortalidad. Todo tiene su costo, pensé. Y sin más me eché a dormir. Entonces soñé.

En sueños yo caminaba por un gran desierto y sediento llegaba a un hermoso oasis. Bebía agua, comía frutos silvestres y descansaba. Me sentía cómodo y plácido. El caluroso desierto ya no me agobiaba y una bella brisa deleitaba mi piel. Todo era bello en aquel oasis. Tal vez yo sonreía al soñar aquello bajo las estrellas. El sueño proseguía mostrándome feliz, inmensamente feliz y viviendo una vida placenteramente hermosa. Todo estaba a mis pies y nada me preocupaba. En mi mismo sueño yo soñaba que las personas que me querían y yo quería me sonreían. Todo pasaba en el sueño, ellas no estaban a mi alrededor en aquel oasis, estaba yo solo, sintiéndome un verdadero inmortal. Esa sensación me empezó a molestar. Recorrí el oasis de norte a sur y de este a oeste y me percaté de mi terrible soledad; nadie habitaba aquel vergel, tan solo yo, y afuera, achechante, el desierto, que parecía observarme pacientemente y disfrutar de mi eterna agonía.
Entonces sentí el ardor recorrer mi sangre. Parecía un fuego de mil soles. Abrí desesperadamente los ojos y el sueño se evaporó, ya no estaba en el oasis sino frente a un cielo plagado de estrellas silenciosas y terriblemente distantes. El fuego seguía corriéndome por las venas y ya mis músculos comenzaban a dolerme. Pude voltear mi cabeza y ver bajo el resplandor de estrellas la cola de un alacrán escabullirse entre la oscuridad de la noche. De a poco la vista se me nubló, un poderoso escalofrío se comenzó a apoderar de mí y la noche se hizo un cielo rojo parecido a un infierno. El veneno ya había tomado mi mísero cuerpo. Un animal insignificante me había doblegado y en un instante de tiempo arrebatado por completo mi sueño de inmortalidad. Pensé que miserables podemos llegar a ser y cuán rápido podemos llegar a precipitarnos en la vida. Las metas son necesarias y las quimeras también, sin embargo lo titanezco es al menos intentarlo y no perecer en el intento. Casi nada es a veces como se lo piensa, siempre algo lo altera o lo lleva a otros ámbitos y esa aura que lo envuelve se disuelve como la niebla nocturna al amanecer. La muerte me sorprendió bajo las estrellas. Sin saberlo ella me esperaba acechante detrás de la oscuridad de la noche. Fallecí en aquel momento. Mi cuerpo yacía helado en la cima de la colina, sin vida, sin inmortalidad, tan solo humanamente.

Mis ojos se abrieron sintiendo calidez y desperté en un oasis parecido al sueño.
Desde allí vi a mi cuerpo sobre la colina. En un instante me sentí tremendamente solo pero esa sensación desapareció cuando una mano tibia se apoyó sobre mi hombro. Volteé la cabeza de lado y vi una sonrisa que nunca olvidaré. Sin decir palabra alguna comprendí que había hallado la inmortalidad, mi meta estaba cumplida. Aquel oasis sería mi morada eterna, lo supe en ese preciso instante. También supe que no estaría solo, me bastaba levantar la vista y contemplar el universo de fondo y miles de inmortales como yo flotando a mi alrededor como racimos de uvas transparentes atravesados por el sol. Todos con un amarillo suave y resplandeciente. Todos inmortales.

domingo, 19 de abril de 2009

mensajeros




Hubo un día que perdí un amigo. Nunca más lo encontré. Ese día algo en mi interior, sin que yo me diese cuenta, se rompió. Fue una rotura silenciosa e invisible pero que nunca imaginé que al crecer se notara tanto. Si se rompe el bolsillo de nuestro jeans por el agujero se pueden caer monedas o alguno que otro billete, es una pérdida, claro, pero cuando se pierde algo de nuestro interior la pérdida es doblemente dolorosa, o tal vez infinitamente dolorosa, todo dependerá de cuan importante es lo perdido para nuestra personalidad y espíritu.

Viajaba en el tren de las 7:00 a.m. Era comienzos de primavera, el invierno había ya quedado atrás, y el día se insinuaba como uno espectacular. Amo los días espectaculares porque considero que debajo del brazo traen algún mensaje o regalo, aunque de por sí ya traen un brillo especial para nuestra percepción humana. Al llegar a la estación bajé y me senté en uno de los bancos que estaban al costado de las boleterías. No encontraba mis documentos, pero tras revisar cuidadosamente en los bolsillos de mi jeans y en mi mochila los terminé encontrando. Curiosamente un muchacho menor que yo, por su apariencia, me miraba como extrañado. Supuse que mi acción de revisar los bolsillos y mi mochila le habían llamado la atención, pero no le di más importancia de la que debía darle a su mirada y me eché a caminar en dirección a la salida del andén. El muchacho vendía diarios. Pregonaba a gritos las noticias del día y yo escuchaba aquellas como un eco lejano que me susurraba la gris actualidad a mis oídos. Al llegar a la calle me di cuenta que había olvidado mi campera en el tren o en el banco donde me había sentado así que bajé presuroso las escaleras y tras poner mi pie en el último escalón choqué de frente con el muchacho de los diarios. Traía consigo mi campera. Me la dio y con una sonrisa y un “gracias” agradecí su gesto. Por un instante me quedé esperando alguna palabra suya pero no la escuché, entonces sin más le hice un gesto de despedida y dándome media vuelta volví a subir las escaleras. Me perdí en las calles rumbo a mi trabajo. La mañana empezaba a darme la razón, el día iba a ser espectacular.

Esa misma mañana en la oficina no había mucho trabajo así que para pasar el tiempo me puse a presionar mi pelota anti estrés. Mientras lo hacía recordé la escena del muchacho, su acción, su honestidad y llegué a la conclusión que aún existen personas buenas en este mundo. Hacía mucho que no veía una persona así, hasta yo mismo a veces al mirarme al espejo no la encontraba. Al día siguiente al bajar del tren el muchacho estaba allí, con sus diarios debajo del brazo y anunciando a viva voz las noticias matinales. Día tras día se repetía aquel ritual. Miles de personas pasaban a diario por aquel lugar y nadie posaba los ojos en nadie, salvo en las curvas o el escote de alguna que otra mujer insinuante. Todos parecíamos fríos y distantes, aislados y casi rozándonos, era increíble ver aquello. Yo era parte de ello, claro, sin embargo el muchacho de los diarios, no. Él observaba a todo el mundo y directamente a los ojos. Su mirada era como hipnótica y cálida a la vez. Una telaraña demasiado tentadora en la cual dejabas atraparte a primeras. Yo siempre caía. Al llegar en el tren había veces que nos observábamos mutuamente a través del vidrio de la ventanilla como si las demás personas en el andén se evaporasen y solo quedáramos conectados él y yo. De a poco nos empezamos a saludar apenas nos veíamos por las mañanas. Luego comenzamos a sonreírnos afectuosamente. Así, como lo hacen invisiblemente los hombres cuando se estiman.

Al poco tiempo bajé cierta mañana del tren y no vi a mi amigo vendedor de diarios. En los días siguientes tampoco lo hice y eso me extrañó. A la semana un nuevo muchacho vendedor de diarios estaba en la estación pregonando las noticias del día y eso me llamó aún más la atención. Decidí acercarme y preguntarle por mi amigo.

- Hola, ¿sabes que le ha pasado al otro muchacho?, al otro vendedor de diarios que estaba antes que tú.

El muchacho me echó una mirada de incoherencia. Noté en sus gestos que algo andaba mal.

- No señor, no conozco a ningún muchacho que venda diarios y que haya trabajado en esta estación antes que yo. Es más, que yo sepa soy el primero, aquí nunca nadie vendió diarios porque se vendían en el local de la cafetería pero desde que se autorizó la venta ambulante soy el primero que la empresa a dispuesto en esta zona. Perdón, pero no sé nada de ese muchacho que usted me menciona.

Me quedé estupefacto. Por un instante pensé que era una broma aquello que me decía el nuevo vendedor. ¿Cómo podía ser que no existiese antes un muchacho vendedor de diarios si yo mismo lo vi y yo mismo había charlado con él? Ese día llegué a la oficina con mi cara desencajada. Mis compañeros me miraban extrañados y algunos preguntándome que me pasaba se iban sin respuesta de mi parte. Al llegar la noche fui el último en salir de la oficina y cerrarla. Regresé en el último tren a mi casa. Al pasar por la estación la vi vacía y mi piel se me puso como la de una gallina, similar, muy similar. Sentí un escalofrío al mirar a través del vidrio y un angustia aguda en mi pecho. Los días fueron pasando y los meses también. Nunca más supe de aquel muchacho. Nunca más lo volví a ver. En mi memoria quedaron atrapados su mirada cálida y su gesto amable. El cómo miraba y le sonreía a las personas, nuestras charlas. Lo echaba de menos. Pensé entonces en porqué había pasado aquello, porqué a mí, quién había sido aquel muchacho que parecía más humano que todos los que transitábamos por aquella estación. Sentí entonces que existen seres en esta vida que se brindan a nosotros a modo de mensajeros, que cumplen funciones justas, exactas, que tal vez son encomendadas por Dios o el destino mismo, vaya a saber. Con el pasar de los años puse en práctica lo que aquel amigo invisiblemente me enseñó, aprender a mirar a las personas y verlas más allá de lo que aparentan, a no negar una sonrisa, a escuchar y a dejarme sorprender por aquello que está más allá de las murallas que cada uno construye a su alrededor.

Hubo un día que perdí un amigo.
Nunca más lo encontré, pero él me ayudó a encontrarme a mí mismo y a ser ese humano que estaba destinado yo a ser.

miércoles, 15 de abril de 2009

saco roto


Fue el otro día que reflexionando he caído en la cuenta que he perdido un montón de cosas en mi vida. Un amigo se me acercó y me preguntó si le convidaba un cigarrillo, claro que no me negué, al contrario, le convidé, y después de hacerlo me vino a la cabeza ese pensamiento de cosas perdidas. Tal vez fuera por el mero hecho de ver que el cigarrillo salía del atado y no volvería jamás a su lugar lo que me hizo reflexionar en dicho tema, pero a ciencia cierta no lo sé.

A lo largo de mi vida he atesorado cosas, algunas insignificantes, otras no tanto, pero en realidad todas conforman un verdadero tesoro para mi propio gusto. Desde una de las primeras ediciones de El Principito, pasando por un encendedor que funciona a bencina y tiene mecha de hilo hasta viejas revistas de automovilismo que encontraba en uno de los depósitos abandonados de mi abuelo. Cosas así siempre me han hecho feliz atesorarlas, pero con el pasar del tiempo por uno u otro motivo sentí que se han ido perdiendo y alejándose de mí. Pienso que cada cosa que se entromete en mi vida cumple un bien útil. Viene, me enseña y luego, sin que yo me de cuenta, se va.

No hay nada que conserve anterior a mis veinticinco años. Nada. Todo lo que conservaba hasta ese momento ha desaparecido y solo queda en imágenes dentro de mi mente. En formato de recuerdos, claro. A veces me imagino que todas las cosas que he perdido están en algún lugar todas juntas, esperando a que yo las encuentre nuevamente. Me niego a la idea de pensar que nunca más las volveré a ver, aunque cuando pienso así siento que no estoy en mis cabales y que si se lo contase a alguien seguramente me recomendaría visitar algún loquero. Sin embargo yo sigo pensando en mis cosas perdidas y echando de menos a la relación que tenía con ellas.

Ese día mientras pensaba sobre lo que he perdido y que ya no poseo conmigo me di cuenta que también he perdido cosas que no son materiales. Cosas como la paciencia, la creencia en el amor eterno, creer en la bondad de mis semejantes, y cosas por el estilo. Es cuando reflexiono de esta manera que pienso si no seré yo el sujeto perdido para mis objetos, acaso si ellos cobraran vida ¿no me verían como un ser perdido y me echarían de menos?, tal vez. Digo tal vez porque más de una vez me siento perdido en mi propia vida. Me busco en los rincones, debajo de la cama, en las sombras, debajo de los rayos poderosos del sol y hasta en los placares, pero no puedo hallarme, cuando me encuentro perdido realmente no puedo dar conmigo.

Hay días que me pregunto que pensará mi novia cuando digo que no me encuentro, que no me hallo, que sigo perdido dando tumbos en la vida sin poder encontrar quien realmente soy. Creo que sería más fácil encontrar mis objetos perdidos que mi esencia, al menos eso se me ocurrió el otro día cuando terminé de fumar el cigarrillo con mi amigo.

Al día siguiente de estar con mi amigo dormí con mi novia. Mientras ella dormía placenteramente yo no podía pegar un ojo, solo me limité a observar el techo y mientras lo hacía, en medio de la oscuridad, pensé en cuantas personas en el mundo tendrán objetos perdidos y cuantas de ellas estarán perdidas. Me imaginé a millones caminando sobre la superficie de la Tierra en una especie de estado zombie buscándose a sí mismas y buscando las cosas materiales y espirituales que daban forma a sus propios mundos. Mientras me estaba durmiendo con aquellas imágenes pensé que todo lo perdido, objetos y partes de nuestra personalidad e interior, deambula en algún lado de este mundo y uno lo hace también, pero totalmente alejado de ese punto. Muy alejado. Es como ser un linyera que va caminando con sus pertenencias y a medida que sus pasos lo llevan por la vida de su bolsa de pertenencias se van cayendo algunas cosas por una rotura en el fondo. Entonces pensé ¿por dónde se perderán las cosas de nuestra personalidad y nuestro ser cuando caminamos por la vida?, como no encontré respuesta me dejé llevar por el sueño, eché llave a la puerta de mi vida y de mi casa y me compenetré en el limbo.

lunes, 13 de abril de 2009

unificando mis "yo"


Siempre me fue imposible despegarme de aquel recuerdo que por las noches me asalta y me comprime el pecho hasta hacerme despertar. Caminaba por la calle entre cientos de mujeres en el día y había un instante, un punto exacto, en donde no me sentía igual a ellas. Me sentía el punto negro en la hoja blanca. Pero nadie se percataba de ello, porque era imposible que alguien lo viera, tan solo yo me veía así cuando aquel recuerdo me tomaba de sorpresa y me mostraba ese día como una mancha imborrable de mi pasado.

Creo que una gran goma borradora de recuerdos sería el anhelo de muchos humanos, al menos para mí lo era. Una goma que pudiese quitar aquellas cosas por las que hemos tenido que pasar y han marcado nuestras vidas con ecos lamentables para nuestro vivir futuro, eso es lo que yo querría para mí, para así poder borrar aquel recuerdo que en noches inesperadas me deja casi sin aliento y sumergida en un mar de lágrimas.

Los días especiales en nuestras vidas, por lo general, son memorizados especialmente, aunque sean malos, y el solo recordarlos nos sumergen en un momento amargo. El día que sucedió aquello creí que sería el mejor día de mi vida, el que siempre recordaría con una sonrisa y del cual me jactaría por haber sido la acción que mejor elegí en mi vida. Pero no fue así. Mi matrimonio duró casi lo mismo que la vida de un colibrí. Y pasó tan fugazmente dentro de mí como el mismo aleteo del ave. El sabor amargo de ese recuerdo espantaba hasta los fantasmas y demonios más agazapados en la oscuridad de mis noches. Marcó mi vida y ultrajó mis esperanzas.

No obstante una mañana me levanté y tras haber soñado con aquellos días me dije que algo debía de cambiar, que así no podía seguir, que si el cielo se permitía cambiar día a día porque no podría hacerlo yo. Y lo intenté. Y lo logré. Aquel imposible se convirtió en un posible. Al principio intenté organizar mi mente indicándole en cual de las dos veredas yo estaba parada, en la de la culpa o en la de la aceptación. Siempre me paraba en la vereda de la culpa, del “yo permití”, del “yo dejé que pasara”, del “yo no supe ver” y del “yo fui tan estúpida que lo dejé actuar”. Eran muchos “yo” para mi mente y mi espíritu, así que decidí quedarme con uno, mi propio “yo” interior. Los demás sobraban. Solo polucionaban mi cabeza y no me dejaban ser, por ende, necesitaba eliminar veredas y solamente construir un camino por el cual debería empezar a gatear al principio, dar mis primeros pasos después y correr cuando ya lo conociese a la perfección. Y fue así que lo hice. Con mucho sacrificio y horas de mi vida invertidas en luchar. Pero valió la pena. Lo logré.

Esa mañana pasó a ser el recuerdo que borró el otro recuerdo. Fue el momento que elegí para suplantar el quiste que tenía mi pensamiento. Había logrado mi propia metamorfosis (creo que hasta entendí a Kafka cuando fue escarabajo) y había conseguido ver en el crepúsculo de una mañana como el sol sigue saliendo y vuelve a entibiarnos el alma.

sábado, 11 de abril de 2009

vidas analógicas en mundos digitales



En las noches de pegajosa y odiada soledad más de una vez quiso escribir alguna diatriba en contra de ella, sin embargo jamás pudo, pues se había mimetizado demasiado con los claroscuros que ella tenía. Hay simbiosis fatales, sin darte cuenta se te pegan y ya no te largan, te enredan con sus telarañas y de a poco te devoran con sus fauces. La soledad es una de ellas, y la soledad acompañada la más llamativa y vistosa de toda la especie. Mientras muchos aman y cogen por las noches, otros tan solo se dan vuelta acurrucando su almohada y miran las distintas luces de la calle por la ventana, escuchan el soplar del viento y cómo la naturaleza sigue su ritmo viviente sin siquiera extenderle un salvavidas de socorro a su vida en decadencia.

Se consideraba un hombre con un grueso error. Los errores tienen diámetro –siempre decía-, y ese diámetro es el que indica cuan ancha es la boca del pozo donde caerás luego. Mientras algunos caminan por bordes y otros por peldaños filosos él tan solo intentaba saltar cada pozo que se habría en su vida según sus errores. Pero a veces saltar resulta imposible, humanamente imposible y es ahí cuando se deja caer uno mismo y la vida te toma y te arroja a los antojos del destino.

Cada vez que tenía un disco de vinilo en sus manos rememoraba viejas épocas. Sí, con una sonrisa colocaba el disco en el equipo de audio y sentado en el sofá cerraba sus ojos dejándose llevar por un viejo rock o un solo de guitarra que reverberaba en toda la habitación. Como si una cámara estuviese suspendida en el aire se sentía observado en su intimidad, pero eso le gustaba, lo hacía sentir alguien especial y no sumergido en el profundo silencio plagado de ruidos. Ya es tarde, pensó muchas veces, como una más de las tantas pobres almas perdidas se sentía deambular en un mundo no echo a su medida, en un mundo que sentía había perdido todo el encanto de sí mismo y ahora entraba en una decadencia absoluta barrido por ríos de lava que lo devoraban todo.

- Hola, 911, ¿en qué puedo ayudarlo?
- Buenas noches, quería reportar un suicidio.
- Ok. ¿Usted conoce a la víctima?. Le doy la dirección de su llamada, Avda. López y Planes 2399, ¿es correcta la dirección? –preguntaba la operadora del 911.
- Sí, es correcta. Conozco a la víctima. Soy yo.

Es difícil ser un hombre analógico en un mundo digital, es como sentirte que vas en plena contramano en la avenida más ancha del mundo y nadie te desea lo mejor, tan solo se acuerdan de toda tú familia y muchos otros se burlan y te ignoran. No se trata de números binarios, tan solo de distintas realidades. Como fabulosas bestias en extinción muchos se sentían como él, al borde del “no va más”, en el punto justo de ebullición del hartazgo de su vida, sin comprender porqué a ellos sí y a otros no.

Seis balas alberga el cargador de un revólver, tan solo seis oportunidades para saltar de un plano a otro. Mientras el disco de vinilo giraba sinfín en el equipo de audio una sola bala se cargó en el tambor del revólver. Las otras cinco sobraban. Es increíble como hay noches bellas que captan todos los sentidos y nos llevan de la mano a recorrer mundos insospechados que solo existen bajo la luz de la luna en mundos paralelos al nuestro. No estaría mal conocer esos mundos, pensó. Claro, la llave no es fácil de encontrar, o se nos viene dada en gracia o la encontramos nosotros adrede. Él quiso la segunda opción, optó la manera más corta pero la de más peso. Quiso ser criatura fabulosa y escribir un nuevo capítulo drástico en su vida tal como aquella diatriba que deseaba dedicarle a la soledad. Y lo logró. Tan solo un disparo y un hilo delgado de sangre saliendo de su sien daban el pase mágico a un mundo nuevo e insospechado del otro lado, bañado por una luz de plata lunar y una brisa fresca y nueva que acariciaba cada poro de la piel.

Solo el sonido del disco de vinilo girando tontamente daba vida a la habitación. El sofá contenía el cuerpo sin vida. El teléfono descolgado hablaba de ya no tener más ganas de hablar ni escuchar. Increíblemente él había abandonado el mundo analógico y el digital a la vez, ahora, mucho más etéreo, se disponía a recorrer planos paralelos y mundos impensados y todo bajo la misma luz del satélite aburrido que gira acompañando la Tierra.


jueves, 9 de abril de 2009

los límites interiores




- ¿Lo hacemos ahora Elena? –le preguntó después de varios meses de insistencia y paciencia.
- ¡No!, ¡antes dime algo que me excite! –respondió ella sin siquiera mirarle a los ojos.
- ¿Algo que te excite?, ¿y qué te excita?, ¿acaso mi sola presencia no logra transmitirle a tú cuerpo semejante cosa?
- Aún no.

Entonces él entristeció.

- ¡Vamos, más arriba hombre, más arriba! –increpó ella.
- Perdona, es que nunca antes lo hice, Elena. –avergonzadamente le respondió él.
- ¡Quien me manda a meterme con un crio habiendo tantos hombres en este mundo!
Volvió a entristecerse, pero ésta vez mucho más que antes.
- Cada vez que me miras me siento la manzana del pecado, ¿acaso no entra en tus principios hacerlo sin remordimientos con una puta?
- No, no es eso.
- ¿Y entonces qué es?, ¡ya sé!, no te gusto. Eso es. ¿o acaso te doy asco por ser una ramera?
- No, Elena, no. Nada de eso. Es que no estoy enamorado de ti, ¿entiendes? –dijo él tremendamente sonrojado sin mirarle a los ojos.
- ¡Estás chiflado! –repuso ella encolerizada pero con cierto aire de recelo.
- No, no lo estoy.

Esta vez se deprimió por no sentirse comprendido y expuesto.

Se vistieron, cada uno con su tiempo necesario, sin apresuramiento. Ella furiosa por haber perdido el tiempo, pero no así dinero, y él con un terrible estupor que refulgía en sus mejillas. No había podido convertirse en verdadero hombre ese día, pero tampoco claudicó en sus principios. Una vez más había sucedido. Afuera la noche rugía, el frío acechaba. Dentro de la habitación todo parecía deprimente y vacío.

- Son diez dólares. Lo siento cariño, pero no puedo irme sin cobrarte. Tú ya sabes como es esto. Lo sabes, ¿verdad?
- Sí Elena, lo sé. Perdóname, ¿sí?, porque aunque tú estés furiosa yo me siento tan poco hombre en este instante que hasta llego a odiarme.
- No te odies muchacho, no te odies. Al contrario, alégrate. Siéndote sincera te diré que hasta envidio tú personalidad. No todo el mundo anda por allí haciéndole caso a sus principios y mucho menos cuando de sexo se trata. Mírame. Soy una ramera, una mujer que muchos toman en broma y la mayoría ni siquiera respeta. ¿Acaso no piensas que me gustaría ser otra persona y tener el suficiente coraje para al menos intentarlo? Claro. Muchas veces me lo planteo, pero no puedo, siempre claudico, siempre caigo en el mismo pozo enlodado del cual no puedo salir y ahí, precisamente ahí, mis principios se llenan de lodo y yo emerjo vacía, casi sin vida. No te avergüences muchacho, por favor no lo hagas.

Ella salió de la habitación envolviendo su cuerpo en un amplio chal de lana. Cruzó la calle empedrada y se perdió en las fauces de la noche. La luna la seguía como acusándola de sus pecados. Detrás del vidrio empañado sus ojos la siguieron hasta ya no verla más. Las palabras de ella repercutían en su mente. Su sexo aún estaba erguido pero su vergüenza de a poco lo calmaba. Había triunfado, no había sucumbido a la tentación, sin embargo cierta llama tenue dentro de él no conseguía resplandecer con más furia. Aún no lograba cruzar el umbral por más que su interior ya volara por los cielos y seguía envidiando a aquella mujer capaz de hacer de su vida un libre albedrío.

martes, 7 de abril de 2009

el suave precipitar de la pluma (3.final)





3.


Inserté el sacacorchos en el corcho de la botella, lo giré un par de veces y destapé un buen vino que guardaba de hacía tiempo en una pequeña bodega de algarrobo en el fondo de la casa. Tomé una copa, un par de papeles y mi pluma. Afuera aún soplaba el viento y blancuzcos nubarrones serpenteaban el cielo nocturno dibujando figuras de las más variadas índoles.

Mi mano ya no tenía la firmeza de mi juventud para mantener la pluma, sin embargo aún podía escribir con caligrafía elegante, con bella curvatura y en un manuscrito legible y claro. Mi mente aún creaba ficciones, dibujaba perfiles de personajes, y podía llevar una trama cargándola de suspenso, intriga o comicidad. Pero solo yo sentía aquello, la crítica despiadada de los opinólogos de la palabra hablaban de todo lo contrario, de un hombre gris y acabado que ya no era capaz de formular dos frases coherentes formando un texto con poder de captar al lector y llevarlo a lugares imaginados o surrealistas.

Vertí un poco de vino en la copa y lo saboreé mirando el mar. Dejé pasar aquel elixir por mi garganta mientras olía a tierra mojada y a vergel húmedo. Encendí una vela y la coloqué dentro del farol y a su luz comencé a escribir. Los pensamientos sobre mi despedida con Irene fueron llegándome de a ratos y poco a poco mi escrito se plago de ella, de su aroma, de su piel y de su personalidad. A pesar de haber sido despellejado de manera brutal y sin razón yo seguía siendo un hombre capaz de dejar pasar al amor por sus venas y brindarse de lleno a él. Irina aún ocupaba mi corazón y yo, de manera cobarde y apresurada, la había dejado partir perdiendo de esa manera a la única ninfa que acariciaba mi estrujado corazón.

La madrugada me sorprendió escribiendo. La vela casi se había extinguido y la luna se había impuesto en lo alto del cielo. De la tormenta no quedaba rastro alguno y el mar había vuelto a serenarse como un niño cuando duerme plácidamente después de un gran llanto. Decidí entonces dejar de escribir por aquella noche, ya era suficiente. Me entraron ganas de caminar, entonces tomé un abrigo y salí a caminar por la playa, despacio, con mis manos en los bolsillos del pantalón y contemplando como la luna jugaba de a ratos a las escondidas con alguna que otra nube rezagada.

Al finalizar el verano había terminado de escribir una novela. La titulé “el suave precipitar de la pluma”. Hablaba sobre la vida de un escritor en sus años de decadencia, masticando el vapuleo constante de la crítica y la admiración silenciosa de sus colegas. No hablaba de mí, hablaba de un escritor huraño y profundo cuyos textos tenían el don de romper con las reglas comerciales e hipócritas de mercados que deseaban convertir su vocación en una torre de billetes depositados en cuentas bancarias de sus editores. El escritor de mi novela sufría y palidecía ante cada embestida que atacaba a su profesión, pero no claudicaba, al contrario, se aferraba más y más a sus ideales y continuaba escribiendo, pero ya no para sus lectores comerciales, sino para ese puñado escueto que lo seguía como si fuese el líder de una secta de culto. Terminé la novela de manera magistral, al menos para mí lo era. Di al personaje el éxito sobre su desgracia y eso me satisfizo de sobremanera. Creo que aquella novela hizo lo mismo con mi interior.

Nunca publiqué el libro. El texto en borrador aún permanece en un cajón, bajo llave, en mi casa de la playa. De vez en cuando al ir de paseo lo tomo y releo una que otra página pero nunca tuve interés en publicarlo. Yo supe lo que la gloria de escribir y triunfar significó. Ver miles de personas alrededor del mundo intentando escribir para ser exitosos y ganar dinero me deprimía y me llegaba a dar lástima de ver como se manipulaban las palabras sin tener amor por ellas. Con el transcurso de los años siguientes me dediqué a asistir a lanzamientos de nuevos libros de mis colegas, a dar charlas en universidades, a montar talleres literarios y a aconsejar a jóvenes talentosos que por las noches se llegaban a mi departamento en la ciudad a charlar y cruzar opiniones. No podía alejarme de las letras, eran mi vida.

En la ciudad mi pluma descansaba en el tintero. Mi escritorio se mantenía lustrado y prolijamente ordenado. Mi despacho silencioso y lejano. Sin embargo cada vez que visitaba la casa de la playa me gustaba sacar un par de papeles y escribir algún que otro texto o relato con mi pluma. Esbozaba a Irina con palabras y cargaba los textos de deseos de esperanza y éxitos para ella. Mi corazón ya se había convertido en un cuarto oscuro y vacío, con un puerta que había quedado entreabierta pero que a nadie parecía interesarle cruzar a través de ella. De a poco vi como mi vida se fue hundiendo y arrastrando a mis letras con ella. La pluma se fue precipitando lentamente hasta caer al fondo del abismo, a mi lado, en la oscuridad absoluta. Pero dentro de mí el escritor jamás murió. Tampoco hoy a muerto. Mis historias y mis personajes caminan conmigo en estos últimos días de mi vida tiñéndola de colores alegres y esperanzadores bajo cielos inconmensurables y cargados de ficción.





Poema Cielo
(de Leonard Cohen)


Los grandes pasan
pasan sin tocarse
pasan sin mirarse
cada uno sumido en el gozo
cada uno en su fuego
No tienen necesidad
el uno del otro
tienen la más profunda de las necesidades
Los grandes pasan

Registrados en algún cielo múltiple
grabados en alguna risa sin fin
pasan
como estrellas de diferentes estaciones
como meteoros de diferentes siglos

Fuego inalterado
por el fuego que pasa
risa inatacada
por el confort
se pasan los unos a los otros
sin tocarse sin mirarse
necesitando saber tan sólo
que los grandes pasan

* *

domingo, 5 de abril de 2009

el suave precipitar de la pluma (2)


2.

Siempre imaginé que los abismos son pozos profundos, que muchas veces de tan profundos se vuelven infinitos y en los cuales el fondo, por el simple echo de la infinitud, no existe. Pero me equivoqué. Al menos con el abismo donde yo caí me equivoqué, pues toqué el fondo muy rápidamente y en un santiamén me encontré rodeado de un frío y una soledad terrible.

Después de aquel día donde mi pie tastabilló y cayó al abismo tras leer el periódico cultural, mi vida cambió drásticamente. Un mutismo alarmante y poderoso se compenetró en mi ser impidiéndome volver a ser el mismo sexagenario que días atrás era. Irina lo notó. Ella empezó a deambular como un alma en pena por la casa. Me observaba desde lejos sin decir palabra pero nuestras miradas se encontraban en los reflejos de las ventanas o en los espejos y cuando ello sucedía entendíamos que ese abismo la había succionado a ella también, o al menos a gran parte de su ser. Yo me sentía un hombre completamente infeliz. Mi carrera como escritor había llegado a su fin y sin sentirlo interiormente sobre mis hombros reposaba un enorme peso que me recordaba al peso de una lápida. Las letras, mis amigas, ya no danzaban en torno a mí. Las musas ya no me asaltaban por las noches ni siquiera buscándolas a través de un vaso de escocés añejo. Poco a poco comencé a descascararme y junto conmigo se descascaró también el amor que fluía entre Irina y yo.

Al poco tiempo de aquel día fatídico despedí con un beso en la mejilla a Irina, me dejaba, partía de la playa rumbo al destino de su vida. La vi alejarse meneando su esbelta y hermosa figura y hundiendo los pies en la arena de la playa. El viento del mediodía que corría sobre la arena intentaba desacomodar su capellina blanca, pero ella sosteniéndola con su mano derecha evitaba que volara de su cabeza. Me pareció una bella despedida. Dolorosa, claro, pero inevitable al fin. ¿Quién era yo para hundir la vida joven de aquella bella ninfa?. Nadie. Absolutamente nadie, o más bien sí, un escritor acabado que arrastraba los grilletes de la depresión por la finalización de su carrera y con él a su enamorada. No debía permitir eso, y por ende la ruptura fue justa.

Pensé aquel día cuanto poder tiene la crítica y cuan blanco fácil somos de los dardos envenenados de ella. Uno se piensa inmune al veneno, pero muchas veces ese veneno camina lentamente por la sangre y termina infectándolo todo, inclusive hasta al mismo espíritu. Coloqué mi silla mecedora en el alero de la casa y me senté a contemplar el mar justo al atardecer. Nubes color borra vino se presentaban sobre el horizonte y algunos relámpagos dibujaban graciosas figuras a lo lejos. Previamente había tomado un libro de mi biblioteca personal, Narciso y Goldmundo de Hermann Hesse, para leerlo hasta dormirme. Después de algunas páginas me identifiqué con ambos protagonistas como tantas veces lo hice al releer aquel libro. Palpé y sentí la gracia y el intelecto de Narciso y la audacia y atrevimiento de Goldmundo. Jamás había podido dejar de sentir al menos un detalle de algún personaje de novela que leyese. Mi espíritu de lector permanecía intacto, radiante, con fuerza, memorioso y hasta destellando velocidad para dibujar las escenas leídas en mi mente; pero no pasaba lo mismo con mis propias palabras. Mis historias pertenecían a una usina que había dejado de generarlas y ninguna idea salía de ella. Aquella usina ya estaba desierta y abandonada.

La tormenta no se hizo esperar y se abalanzó sobre la costa. Las palmeras más cercanas a la casa se mecían violentamente de un lado para el otro y las olas se comportaban salvajemente sobre el mar. El llamador de ángeles que colgaba en una esquina del alero se agitaba sin cesar anunciando un viento irrespetuoso y no el paso de un ángel distraído que con sus alas lo chocase. La naturaleza y su furia me rugían de frente y yo, sin moverme, permanecía sentado en la mecedora leyendo compenetrádamente aquel libro. Solo una cosa desvió mi atención. La misma melodía que había escuchado el día que leí el artículo. Volví a pensar en camaleones. El piano de cola tocando en alguna de las casas de la playa dejaba flotar melodías que tajeaban al viento hiriéndolo de muerte. Cerré el libro y lo posé sobre mi falda. Me mecí un poco más fuerte y entrecerrando mis ojos contemplé la oscuridad de la tarde, el vendaval, el mar incesante y cómo parte de mi esencia se dejaba arrancar de mí hasta elevarse al cielo dejando a mi cuerpo seguir meciéndose al antojo del viento.

viernes, 3 de abril de 2009

el suave precipitar de la pluma (1)

1.

Un día de primavera de hace unos tantos años atrás me sorprendí a mi mismo tirado en la cama contando las manchas que tenía el techo del dormitorio donde había pasado la noche anterior. A mi lado la respiración acompasada y casi imperceptible de Irina me anclaba a una realidad a la cual no podía escaparle. Esa mañana decidí leer el periódico cultural. Hacía mucho tiempo que no despertaba plácidamente y leía algo de mi gusto, por esa razón esa mañana decidí dedicármela a leer, y así agregar un poco más de cultura a la torre de Babel que estaba construyendo dentro de mí. Soy escritor desde que tengo uso de razón, y lector asiduo, una especie de hombre viviendo en una eterna ficción.

Fue en la sección de libros donde leí un artículo que hablaba de mi última novela. Despiadadamente el autor de la nota la destrozaba y me señalaba como un escritor en decadencia. No pude terminar de leer todo el artículo, pues mis nervios y mi impotencia eran mayores, así que apoyé el periódico sobre mi pecho con fuerza y globalicé todas las manchas del techo en una sola y de color rojo. Rojo de furia.
Lo único que mantenía un equilibrio entre mi furia y la normalidad era la respiración de Irina. Envidiaba ver como aquella joven de veintiséis años dormía al lado de un escritor en decadencia de casi sesenta. Calmé mi furia en su piel. Mi mirada la recorrió palmo a palmo, con la paciencia necesaria para que mis nervios volvieran a la normalidad tras leer aquella nota. Entre la tibieza y suavidad de aquella jovencita apagué el incendio que la furia me había provocado y me dejé arrastrar a un sitio donde antes nunca había estado, el ocaso de mi carrera.

Sin hacer ruido me levanté, me vestí y me senté en las escalinatas de la entrada de la casa. Frente mío, el mar. Las olas suavemente lamían la costa y una que otra gaviota se veía sobrevolar cerca de los barcos pesqueros que entraban a la bahía. La mañana estaba fresca a pesar de ser primavera, pero yo lo estaba más aún dentro de mí. Aquella luz que siempre se mantuvo encendida por musas inspiradoras y millones de palabras apelotonadas se había empezado a extinguir. Se sentía como una muerte lenta y anunciada, y yo me vi como un condenado a pena de muerte que languidecía. A mi izquierda las casas vecinas se veían como una postal. Unos cien metros separaban una de otra y de una de ellas se escuchaba una melodía tocada en piano, fresca y poderosa como aquella mañana. Por un momento recordé a Música para Camaleones, de Truman Capote, imaginé estar en aquella isla donde una mujer misteriosa encantaba camaleones con la melodía de su piano de cola. Fue entonces que esa melodía me emocionó. Me apretujó las fibras íntimas y abusó de mi momento haciéndome quebrarme en llanto.

Lloré hasta sentir la suavidad de sus pezones rozar mi brazo. Irina había despertado y tras haber leído la nota en el periódico acudió en mi socorro. Me tomó suavemente por sorpresa abrazándome por detrás. Desnuda, su piel se volvió helada y tibia a la vez cargándose de una terrible compasión. Dejé de llorar al poco tiempo de estar abrazado a ella, solo algunos espasmos de suspiros y sollozos me venían intermitentemente. Contemplamos abrazados el mar sin decir palabra alguna. El periódico agitaba sus hojas al viento mientras permanecía tirado sobre el piso de madera. El aire cargaba una cierta sensación a duelo y un embriagante olor a cambios.
El sol comenzaba a ser altivo y el oleaje a mecerse más y más fuerte. La vida en sí seguía su curso, los vecinos comenzaban a caminar por la playa y a saludarnos. Irina se ocultaba detrás de mí para que nadie pudiese observar aquella desnudez que solo me pertenecía a mí. Todo cuanto me rodeaba parecía seguir su curso con una normalidad demoledora, tan solo yo sentía estar cayéndome por una grieta que se había abierto en el piso justo debajo de mi cuerpo para así caer a un abismo que me resultaba, hasta la noche anterior, tan lejano a mí.