viernes, 4 de enero de 2013

La hora de la siesta





Sonó el timbre. Dejé que sonara. En realidad no tenía ánimo para levantarme de la cama y ver quién era. Fue uno de esos momentos en los cuales se desea ser invisible, o simplemente no existir. Volvió a sonar unas cuantas veces más. Finalmente, haciendo uso de las últimas fuerzas que la tarde agobiante me había dejado, decidí ver quién era. Con cuidado de no tocar la puerta y hacer ruido, sosegando la respiración, conteniendo cualquier movimiento desencajado de mi cuerpo con tal de que el visitante no se percatara de vida en el interior del departamento, observé por la mirilla…

Reconocí su silueta al instante. Pálida y borrosa. Características inequívocas de ella por más que la viera bajo un sol resplandeciente. Dudé. Dudé de nuevo ¡Se sentía tan bien la soledad a aquella hora de la siesta! Sin embargo un impulso sin sentido me hizo tomar el picaporte, girar dos vueltas la llave y abrir la puerta, exponiéndome a la mirada sorprendida de la mujer que había lacerado, con saña, un tiempo atrás, mi débil y abatido corazón.

— Pasa -dije con desgano.

Entonces entró.

— ¿Estabas durmiendo?
— No. Bah, en realidad intentaba hacerlo. Pero no. No dormía. Tal vez dormitaba… no lo sé…

Me miró confundida. Supongo que mi ambivalencia la descolocó. No me importaba. Tampoco quería darle más explicaciones. El calor seguía sofocante.

— ¿Puedo quedarme?
— No creo que sea buena idea -respondí sin mirarla.
— ¿Sigues dolido?

No respondí.

Caminé unos pasos y me arrojé nuevamente al placer de la cama. No me interesaba qué haría ella. Por mí podía tomar la llave, abrir la puerta, y largarse. Después que a un hombre el corazón se le rompe ya no hay retorno posible. Es como una tundra helada, en donde la vastedad y la desolación rápidamente llevan a pensar la no existencia de vida alguna. La devastación era total y compleja. Si se buscaba minuciosamente dentro de mi corazón tal vez se pudieran encontrar vestigios de vida, pero no era algo seguro. Podía suceder que hubiera más vida en la Luna.

Sentí que caminaba por la habitación. Conocía ese modo de caminar. Lo había padecido muchas veces después de discusiones o momentos de ansiedad. El sonido de los pasos suele hablar. Es un modo que el cuerpo humano tiene de emitir señales, vibraciones, sobre su estado de ánimo. Seguí con los ojos cerrados. Sin tiempo, sin mundos.

Se recostó a mi lado. Se había quitado el pantalón de jeans, los zapatos rojos de tacones altos, dejándose puesto tan solo una remera corta y la lencería. El calor seguía agobiante, asfixiante. Las paletas del ventilador giraban sin descanso, a mucha velocidad, sin cumplir su función en absoluto. Sentir su cuerpo a mi lado me dio un fugaz escalofrío. Sin embargo no la miré en ese momento. No deseaba por nada del mundo que ella observara que aún podía despertar algo en mí.

— ¿Escuchas la música? —dijo ella.

Sí. Sonaba una música no muy lejana. Seguramente proveniente de algún departamento de estudiantes, o del dormitorio de unos jóvenes amantes. En aquel viejo edificio proliferaba la gente joven, los estudiantes, y los vendedores ambulantes, que se agrupaban entre varios para alquilar departamento. Tal vez yo era uno de los pocos adultos que lo habitaban. Traté de identificar la música, pero había imperfecciones en la interpretación.

— ¿Reconoces quién es? —dije.
— Sí, creo que sí…

Pero solo se limitó a decir eso.

— Parece un cover. No es original.
— Sí, es un cover. Un bonito cover. —acoté.

Había algo en esa canción que me relajó por completo. Como si su melodía lograra lentamente traspasar mi piel y relajar la tensión de toda mi musculatura. Nos quedamos en silencio escuchándola. Inmediatamente me vino a la mente el recuerdo vívido de una tarde en Alexanderplatz, en la cual ella y yo caminábamos con displicencia, mirándonos de reojo, charlando sobre cosas vulgares y permitiéndonos esos instantes fugaces de coqueteo apresurado que no son más que señales fugaces de un sentimiento reprimido que está a punto de estallar. Me vi joven, presuroso, desbordado por la sensación que esa chica de baja estatura y pelo rizado causaba en todo mi ser. El recuerdo se sentía bien. La música le iba bien.

De repente la canción terminó y ya no se oyó sonido alguno. Fue como si de repente todos los sonidos del universo se silenciaran al unísono. Solo podía oírse la respiración acompasada de ambos, el sonido de los automóviles transitando por la calle, y cada tanto el ulular de un automóvil de policía o una ambulancia. La ciudad seguía su ritmo. El mundo seguía girando. Sin embargo ella y yo nos manteníamos estancados, con los ojos fijos en el cielorraso, sin decirnos una palabra, sin emitir un sonido, sin siquiera mover un músculo, tan solo nos manteníamos expectantes, a la caza de algún error del otro que diera el puntapié inicial para un motivo de charla, o al menos de un intercambio de palabras vacías.

Volví al recuerdo de la tarde en Alexanderplatz. Me mantuve en él otro rato. Lo saboreaba lentamente. Tenía la sensación que de ese modo, aunque pareciera todo lo contrario, mi decepción por esa mujer que ahora se recostaba a mi lado se terminaría diluyendo de un modo menos dramático. Al cabo de unos instantes creía estar en lo cierto. El calor del día aún seguía agobiante y el ventilador no dejaba de girar, oscilando de vez en cuando y emitiendo su característico sonido ya casi imperceptible a mis oídos. Deseé nuevamente estar solo. Pero no podía. Ella seguía allí, a mi lado, estática. Sin poder sostener la situación me volteé de lado y la contemplé. Se veía magnífica. La recorrí lentamente con la mirada observando su silueta, cada punto que yo mismo había explorado durante varios años. Sentí, instantáneamente, que observaba un cuerpo que ya me era ajeno. Las separaciones tienen esos resabios amargos de los cuales es imposible escapar. El tiempo continuaba con su paso lánguido. Observé de reojo las manecillas del reloj pared que estaba detrás de su silueta: el tic-tac se había vuelto ensordecedor.

Me quedé inmóvil largo rato. Seguía recostado de lado, observándola, sin mover un músculo, sino tan solo mis ojos. Su respiración se había relajado, la comisura de los labios cada tanto reflejaba el movimiento de un nervio o diminuto músculo. Me pregunté, ¿dónde divagará tu mente? No es que quisiera saberlo, solo era una curiosidad que había aflorado de repente, y que en un instante se había acrecentado como una gigantesca bola de nieve.

Pensé: estoy atrapado en el fondo del mar.

— Si supiera que existe un modo, aunque sea doloroso para mí, que te ayude a olvidarme te juro que haría todo por buscarlo y ponerlo en práctica. Pero no lo sé. Y no creas que no me duele verte así.
— No es tu culpa —dije yo.
— Lo es.
— Nadie es culpable de dejar de amar. Sí de no ser sincero y decirlo.
— Es que esa es la parte difícil, ¿no crees? —respondió abriendo los ojos y esbozando una sonrisa nerviosa.

Pensé: sigo atrapado en el fondo del mar.



Al cabo de una hora el calor fue cediendo, el sol comenzaba a bajar y el bullicio callejero se acrecentaba: todo el mundo corría presuroso a sus hogares. Habíamos dormitado un rato, seducidos por la tarde calurosa, y la tibieza del aire que arrojaba el ventilador. Me dije que había perdido una tarde más de mi vida. Una de tantas. Ella despertó suavemente y al abrir sus ojos me miró como hacía tiempo no lo hacía. Recordé esa mirada como una señal de necesidad de mi persona. Cuando solía mirarme de ese modo casi siempre le seguía un abrazo, un beso, o un susurro al oído con bonitas palabras cargadas de sentimientos hacia mí. Esta vez no hubo nada de eso. Solo un sueño:

Acabo de soñar algo horrible —dijo. Estaba en una habitación similar a esta, a la hora de la siesta también, y de repente todo se oscureció. Era una oscuridad pegajosa, impenetrable. Yo sabía que estaba allí porque podía palparme, pero no podía ver nada. En principio pensé en que había quedado ciega. Pero no. No podía ser quedarme ciega así, de repente, mientras hacía un instante veia cómo el sol incandescente calentaba la tierra. Quise levantarme de la cama pero no pude. Quería gritar, pedir auxilio, pero tampoco podía. Me sentí aterrada, impotente. Deseé morir para no estar en aquella oscuridad. Sin embargo tuve un pensamiento. Me dije a mí misma si el desear la muerte en aquel momento no sería como invocar a una oscuridad de ese tipo pero de modo perpetuo. Comprendí que sería peor la muerte que soportar esa oscuridad. Debes estar soñando, me dije. En realidad no lo sabía. Solo quería que fuera un sueño. Huir. Salir de esa situación tan trágica y horrible. Entonces, como así, de la nada, se abrió una puerta, pude escuchar el sonido, y unos pasos acercándose, el colchón hundiéndose a mi lado, y un par de manos tomarme por los hombros de manera suave. Reconocí el tacto. Eran tus manos. Pero no solo no veía nada, sino que tampoco escuchaba tu voz. Comenzabas a zamarrearme con violencia desde mis hombros, bajando hacia los brazos. Grité. Grité fuerte. Estaba horrorizada. No podía creer que no me escucharas. Mencionaba tu nombre, pero nada. Entonces te detuviste de repente. Otra vez los pasos, y el sonido de la puerta cerrarse. Lentamente la oscuridad fue convirtiéndose como en una tiniebla, dándole paso a una tenue claridad. Finalmente la luz solar comenzó a invadirlo todo y llenó la habitación por completo. Y te vi. Estabas sentado en una silla al lado de la ventana, fumando. Mirabas hacia la plaza de Alexanderplatz, más precisamente concentrado en la fuente de Neptuno. Parecías tan calmado, tan relajado, como si todo lo que había acontecido a ti no te hubiera tocado. Entonces tampoco pude moverme. Observé el reloj, eran las cuatro de la tarde. De repente, te levantaste de la silla, arrojaste el cigarrillo y saltaste al vacío. Salté de la cama no sé cómo. Y al llegar a la ventana solo observé el fluir del agua de la fuente de la plaza y nada más.

— “Live and let die” —dije.
— ¿Qué has dicho?
— “Live and let die”, esa era la canción del cover.

En ese instante ella se vistió presurosa, tomó su cartera, las llaves, abrió la puerta y cuando se disponía a cerrarla se detuvo. Quedó por un instante parada bajo el marco, y tras darse vuelta arrojó las llaves al piso de la habitación.

— Vive tú… yo morí hace un tiempo ya...

Esas fueron las últimas palabras que escuché de su boca. Solo una vez, después de varios años volví a cruzarme con ella. No me vio. Ella tomaba un café con un hombre bien parecido en un bar de la plaza Alexanderplatz. Los observé mientras estaba yo sentado al lado de la fuente, contemplando al viejo Neptuno, una tarde de agosto, a la hora de la siesta.




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(Imagen: pintura de  Michal Lukasiewicz )