jueves, 19 de marzo de 2009

ojos azules


Después de hacer el amor con ella pensé que se había enamorado de mis ojos azules. Tengo ojos azules desde que tuve mi primer trabajo, sí, no son naturales pero me quedan como si lo fuesen. Algunos de mis amigos me dicen que eso de los ojos azules es un hueco en mi personalidad pero yo les refuto que no, que es una táctica como tantas para enamorar mujeres. Mientras ella se duchaba yo permanecía tendido en la cama, desnudo, y mirando fijamente como el vapor del baño salía por la puerta entreabierta simulando un sauna. Mientras se vestía me dijo que eran ciento veinte pesos, que la había pasado genial conmigo y que le gustaba mucho. Eché mano a mi billetera, saqué un billete de cien, uno de veinte, los doblé delicadamente y con una sonrisa los encajé en el elástico de su tanga. Ella sonrió. Conocía aquella sonrisa, conocía aquel procedimiento. Me pareció familiar y cálida. Entonces se acercó a mí, me besó en los párpados y se fue. Al verla irse supe que mis ojos azules no la habían enamorado.

Esas tácticas de enamorar mujeres las heredé de mi padre. Si bien él era una persona un tanto cerrada cuando teníamos diálogo, nuestro único tema siempre giraba en torno al sexo, mujeres y el odio que le tenía a mi madre. Yo descartaba las últimas conversaciones, pues amaba a mi madre, y me concentraba en cada una de las tácticas que mi padre me enseñaba para conquistar. Debo admitir que era un hombre de una mente estratega y amplia, con poco pudor y por sobre todo, frío.

Una de las cosas que recuerdo de él son las tardes que solíamos ir a la plaza a sentarnos a esperar que las alumnas del colegio de monjas salieran de clases. Sentados en un banco esperábamos pacientemente. Cuando las alumnas pasaban por delante nuestro mi padre me señalaba una por una y me decía qué táctica yo debía usar para abordarla exitosamente. Un piropo, una mirada, un color de camisa, un perfume, un poema, o bien un bello ramo de rosas. Cada cosa tenía una correlación con la fisonomía de la mujer objetivo. Aunque suene frío así las llamaba mi padre, mujeres “objetivo”. Esas enseñanzas me quedaron muy marcadas, tanto que desde siempre las pongo en práctica.

Durante años acaparé información sobre mujeres, toda proveniente de mi padre. Me preguntaba de donde aquel hombre tenía tanta experiencia con el sexo opuesto y cómo había logrado conquistar a mi madre. Esas preguntas rondaban mi mente de manera incesante y más de una vez no me dejaban dormir. Es que mi padre no fallaba. Cuando yo ponía en práctica la táctica en la mujer apropiada daba en el blanco, era certero, y la presa caía en mis brazos. Era tal el éxito que yo lograba sobre las mujeres que empecé a dudar si mi padre le había sido verdaderamente fiel a mi madre. Cierto día estando en la plaza, mientras mi padre me daba las instrucciones del día, le pregunté si había sido fiel a mi madre. Muy enojado por mi pregunta me dijo que sí, que jamás la había engañado. Yo me ruboricé y me quedé en silencio. Sin embargo algo me decía que aquel odio que mi padre sentía por mi madre provenía de algo muy profundo y que había arrojado a mi padre al fondo de un pozo del cual nunca había podido salir.

Su doctrina era que una mujer nunca debía escaparse si yo la quería para mí. Esa moraleja me quedó tan grabada que más de una vez me ha servido como una daga filosa que se clava en mis sentimientos, pues nunca me he enamorado, no tengo ni idea de lo que es amar. Mi padre se olvidó de enseñarme aquello. A veces pienso que se salteó esa enseñanza porque él nunca supo explicarlo o bien jamás lo había sentido y ahí radicaba el odio a mi madre.

El día que compré los lentes de contacto de color azul me puse muy feliz. Me decía a cada instante que si mi padre aún viviera se pondría contento de ver como me lucían. Esas cosas ponían feliz a mi padre. Cuando pasé los cincuenta años de vida y me vi soltero y solitario entendí que algo había hecho mal, no por el hecho de mi soltería, sino porque ansié siempre haberme enamorado aunque sea una vez y nunca lo había logrado. Un día en uno de mis años cincuenta y tantos recordé una cita de Maquiavelo que mi padre tenía grabada en la caja donde guardaba el tabaco para su pipa, “pocos ven lo que somos, pero todos ven lo que aparentamos” y en ese instante comprendí que mis ojos azules eran superficiales, que las tácticas que mi padre me había enseñado eran como una nube mágica para atraer hadas y que nunca nadie había visto mi interior como yo tanto hubiese querido.

4 comentarios:

  1. Magistral manera de escribir...me rindo ante tí...

    Te felicito, el relato va in crecendo exquisitamente...no te perderé de vista!!

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  2. Carmensabes, gracias y me alegro que te haya gustado el relato.

    Saludos.

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  3. Quizás nunca se enamoró porque siempre se fijó en la apariencia. Y como un acto reflejo eso fue todo lo que ellas vieron en sus ojos, en sus actos.Una fachada opaca que no dejaba translucir el interior de su alma.

    Magnífico relato!

    Un abrazo*

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  4. Probablemente así fue, después de todo hay personas así, ¿no?.

    Gracias.

    Saludos.

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