martes, 20 de diciembre de 2011

Castillos en el aire




Debía ser mediados de enero cuando salimos de vacaciones con mis padres. Recuerdo bien el año, 1976. Era un verano demasiado caluroso, tanto que aún teniendo pocos años recuerdo las palabras de mi padre cuando decía que él no recordaba uno tan caluroso como aquel. Salimos de madrugada de nuestra casa rumbo a la playa. En la ruta había muchos automóviles, camiones, y hasta alguna que otra motocicleta cargada de mochilas. Yo iba sentado en el asiento de atrás. Me gustaba zafarme del cinturón de seguridad cuando veía a mi padre concentrado en la ruta y a mi madre entre dormida. Cuando lo hacía, me arrodillaba y contemplaba la larga fila de automóviles que venían detrás de nosotros. A veces saludaba, y algunos me retornaban el saludo; otras veces solo estiraba mis labios forzando una gran sonrisa, pero con ese gesto no obtenía casi ninguna salutación, y supongo que en algo se evidenciaba mi hipocresía en aquel gesto.

El viaje se hizo monótono y lento. Cada tanto mi padre me echaba una ojeada por el espejo retrovisor y me sonreía. Con aquel gesto él debía de pensar y sentir que yo estaba bien. Y sí, estaba bien. No tenía por qué no estarlo. Además íbamos rumbo a la playa, a encontrarnos con el mar. Entonces yo le retribuía el gesto con un sonrisa completa, pero no forzada, sino de las verdaderas. Aquella comunicación siempre fue espontánea entre mi padre y yo durante mi niñez. Crecí percibiendo el significado de sus sonrisas y los mensajes invisibles que entretejían sus miradas y sus labios. Pensaba en distintas cosas que pudieran significar, pero nunca concluía en ninguna certeramente. Me gustaba dejar abierto un lado del callejón para que por la única entrada pudiera aparecer una nueva idea, un pensamiento distinto que cambiara totalmente la idea aprisionada en los gestos de mi él. Y así, de ese modo, se mantuvo durante toda mi infancia y pubertad aquel juego, aquella manera invisible de comunicarnos. Mi madre era ajena a ello. Con ella la comunicación era directa, simple y a veces hasta tediosa. Aunque en aquel viaje de vacaciones mi madre se la pasó durmiendo casi todo el camino, y la comunicación entre mi padre y yo se potenció lo suficiente pare sentirme completamente su cómplice.

Al llegar a la playa tomamos por un camino de huella. Al preguntarle a mi padre hacia dónde nos dirigíamos me respondió que a una casa que alquiló en la playa. La idea me había emocionado. Siempre que habíamos salido de vacaciones nunca habíamos alquilado una casa en la playa, solo habían sido algunos bungalow o en carpa. Pero una casa en la playa lo cambiaba todo radicalmente. Una casa solo para nosotros tres. Una casa en donde yo me encontraría con una nueva habitación, un lugar en el que jamás había estado, un lugar en donde podría ubicar mis juguetes, y en donde podría vivir nuevas historias y aventuras. Recuerdo ir viendo el paisaje por la ventanilla del automóvil y sentirme muy feliz. Creo que recorrí los pocos kilómetros de huella con una sonrisa gigantesca en mi boca.

Al llegar mi madre despertó, miró por la ventanilla y divisó con somnolencia la casa. De su rostro no salió ningún gesto que significara emoción o alegría por haber llegado a la playa. Ningún músculo facial demostraba su estado de ánimo. En ese momento pensé que ella no estaba feliz de estar en aquel lugar, y creo que eso me entristeció un poco. Pero no me quedé con aquella tristeza, en un santiamén abrí la puerta y salí disparado hacia la casa hundiendo mis pies en la arena. Subí rápidamente los escalones, giré el picaporte, pero no pude abrir, la puerta estaba cerrada. Mi padre, apoyado sobre el automóvil movía las llaves en el aire. Corrí hasta él, tomé las llaves, y esta vez sí llegué a la puerta y la abrí. Estaba vacía. Blanca, enorme, llena de ventanas que dejaban paso a una gran claridad. Las paredes interiores estaban pintadas de blanco, el suelo de madera parecía haber sido mejorado y encerado hacía poco. Había olor a pintura fresca. Por las ventanas que daban al este podía verse el mar. Por las otras, las del oeste, se veía una gran duna de arena que a sus costados tenía unas cuantas matas de vegetación de aquellos climas. Subí corriendo por la escalera rumbo hacia las habitaciones superiores. Eran dos: un dormitorio grande y amplio con una cama matrimonial, y otra habitación, más pequeña, con una cama cucheta, un diminuto foco colgando del techo y una ventana grande, con un alféizar pronunciado. Desde la ventana de la habitación podía verse el mar. Seguramente mi padre había pensado en eso. Él siempre estaba en todos los detalles, desde los más insignificantes hasta los más mínimos. Me acerqué a la ventana y me arrodillé frente a ella. Al abrir el vidrio un aire cargado de humedad y olor a mar se coló rápidamente por la habitación. Cerré los ojos y pensé en los bonitos días que viviría en aquel lugar. Me trajo al presente el ruido de mis padres ingresando a la casa. Con el pasar de las horas organizamos todo: yo ayudaba a desembalar las cajas que Mamá había traído con utensilios de cocina y provisiones, mientras Papá desempacaba las valijas y acomodaba el contenido en los armarios. Al atardecer estuvo todo acomodado. Salimos al porche de la casa y no sentamos en la escalinata, los tres, mirando hacia el mar.

—Qué hermoso es el mar... -dijo mi madre.
—Lo es -respondió mi padre con cierto dejo de melancolía en sus palabras.

Ambos se veían extasiados con la puesta de sol y el mar frente a ellos. Sentía que éramos una bonita familia y que aquel momento era maravilloso: nosotros, el mar, el atardecer, la brisa estival, todo era un perfecto complemento que se unificaba para apuntar directamente a nuestros sentidos y hacernos sentir perfectos, extasiados, únicos. Esa noche cenamos temprano y nos acostamos. Por la ventana de la habitación entraba el sonido de las olas al llegar a la playa. Un murmullo incansable del discurso que la espuma tenía con la arena. De vez en cuando en la lejanía se escuchaba música que seguramente provenía de alguna otra casa o del pueblo más próximo. Mientras los ojos se me iban cerrando sentía que era muy feliz, tal vez una de las pocas noches que recuerde en la que me sentí tan feliz.

Fue al otro día, bien temprano, después del desayuno, que Papá me hizo señas de ir al mar. Tomé la pelota, el rastrillo, la palita plástica, un balde, me calcé las ojotas y salí disparado. Mi padre y mi madre venían detrás, tomados de la mano, ambos mirando fijamente al mar pero no mirándose entre ellos. Todavía recuerdo esa escena. Me quedó grabada a fuego en mi memoria. Había algo en ella que no terminaba de cerrarme, como si el simbolismo de la unión de sus manos no se asociara con el de sus miradas perdidas en el mar. Años más tarde aquella escena iría tomando forma, y culminaría de cerrarse y yo de entenderla tras la separación de ambos. Pero yo solo corrí enfocado en el mar, en jugar en la arena, en disfrutar de la playa y del juego. Pasamos toda la mañana en la playa. Mientras mis padres estaban metidos en el mar yo cavaba con la palita plástica y juntaba arena y más arena para construir un gran castillo. Pero no lograba darle forma. Armaba un bloque de arena y al rato se desmoronaba. Sentía gran frustración. Fue entonces que mi padre se acercó, se arrodilló, y con su sonrisa invisible y su guiño de ojo me hizo el gesto que le diera la palita. Comenzó a cavar más rápido, juntó más arena y fue dándole forma a un bonito y gran castillo. Pero no era un castillo común, era uno bastante personal y extraño: tenía una sola torre, algo que me causó gran inquietud:

—¿Papá, por qué el castillo tienen una sola torre? -pregunté con mucha ansiedad.
—Pues, ¿para qué quieres más torres?, con una sola torre, grande y cómoda, para vos alcanza... ¿no crees que es así?

Y mi padre tenía razón. Me pude imaginar en esa torre solitaria siendo yo el dueño del castillo, viviendo en él, contemplando el mar cada mañana y vigilando la casa desde la playa.

—Sí, tienes razón Papá, con una sola torre grande y cómoda estaría fantástico para vivir en el castillo.
—Claro -dijo mi padre- y aún falta una cosa más...
—¿Algo más?
—Sí... ¿te gustaría que tú castillo volara?
—¿Volar?, ¡los castillos no vuelan, Papá! -dije con tono de enojo.
—No, pero si tú lo quieres pueden volar, hijo.

Entonces mi padre salió corriendo hacia la casa y al rato volvió con un cordel, unas varillas y unos cuantos trapos viejos. Se hincó de nuevo en la arena y puso cuatro banderas en la punta de la torre del castillo, las cuales hizo con las varillas y los trapos viejos. Aquella imagen del castillo terminado aún hoy me hace sonreír de felicidad.

—Ya está -dijo- éste es tú castillo, y cuando quieras puedes subirte y volar en él.
—Pero Papá, es imposible que eso suceda. Si me subo al castillo lo rompo y jamás volaría.
—Bueno, es que hay formas y formas de volar un castillo. Yo conozco una que es infalible. Si quieres te la digo.

Asentí. Fue así que mi padre me dijo la fórmula de volar sobre un castillo al oído.

Aquella noche después de cenar subí corriendo por la escalera y me lavé rápidamente los dientes. Al entrar a la habitación apagué la luz y descorrí completamente la cortina de la ventana. Apoyé mi brazos sobre el alféizar y mi mentón sobre los brazos. Una luna enorme de color amarillo vivo comenzó a asomar desde el horizonte. Iluminaba todo el mar, inclusive al castillo que habíamos construido. Podía ver cómo las banderas de la torre flameaban con el viento nocturno, la sombra que proyectaba el castillo, y cómo la espuma del oleaje llegaba hasta su puerta. Entonces recordé las palabras que mi padre me había dicho al oído: imaginé que corría hacía la playa con una escalera debajo del brazo, que luego la colgaba desde la torre y trepaba. Una vez sobre la torre miraba en todas las direcciones. Observaba el cielo, la velocidad del viento, lo bravío que estaba el mar, y recién después de controlar todo aquello podía ya comenzar a volar. Sentado al medio de la torre tan solo tenía que imaginar hacia dónde quería ir, y transmitirselo al castillo. Él me entendería. Y así pasaba. Yo pensaba en un lugar del mundo y el castillo se despegaba de la playa y empezaba a flotar. Volaba a merced del viento y corregía su curso en función de mí deseo de destino. Inclusive podía volar a lugares que no conocía, pero que sí podía imaginar, y por ende también podía llegar volando hasta ellos.

Durante todas las noches de aquellas vacaciones hice volar el castillo. Viajé a lugares hermosos e inexplorados. Conocí a gentes de todas razas y colores. Inclusive hice caso a mi padre y volé también en sueños. No me cansaba de volar con mi castillo. Por la mañana, cuando íbamos a la playa, le daba algunos retoques de arena. Pensaba que debía mantenerlo, así, como a los automóviles, o a los aviones.

Al regresar y dejar la casa el castillo quedó en la playa. No quise destruirlo. Pensé que tal vez algún otro niño haría uso de él. Pero, ¡¿cómo sabría otro niño volarlo sin las instrucciones que me había dado mi padre?!. Entonces antes de partir escribí las instrucciones en la pared de la habitación, la misma pared que daba al mar y enfocaba hacia el castillo:


Instrucciones para volar un castillo:



1) Usa el castillo de la playa.


2) Todas las noches asómate a ésta ventana, piensa que corres al castillo con una escalera, subes a él y te quedas sentado en medio de la torre.

3) Entonces piensas adonde quieras ir, a los lugares que más te gusten.

4) Ahora tan solo, ¡Vuela!




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(Imagen: http://goo.gl/Hp4j2 )

1 comentario:

  1. Nada hay más más grandioso que la imaginación....!!! :)

    Me hiciste volar hasta mi infancia... :)

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