jueves, 29 de diciembre de 2011

Mr. Snow




A través de la ventana los copos de nieve comenzaban a caer presagiando el comienzo de una fuerte nevada. Eran enormes, y muy blancos. En las calles aledañas, las que condilaban con las vías del tren, no había ningún automóvil, y podía vérselas desiertas y olvidadas, con sus pavimentos brillantes por la humedad del clima, y el reflejo de un anaranjado pálido irradiado por las primeras luces de mercurio que comenzaban a encenderse. El sol ya no tenía fuerzas ni siquiera para esconder su exagerado diámetro. La tarde empalidecía. Así terminaba un día más de diciembre de 1997. Vísperas navideñas, aire a fiestas y por qué no de buenos augurios. Sin embargo, en medio de aquella soledad espantosa y lastimera, Octavio tenía muy presente que aquella navidad no sería como las demás. Su madre, el último eslabón vivo que lo unía al mundo, había fallecido, y ante tal acontecimiento muchas cosas habían dejado de tener el mismo sentido, los mismos colores, el mismo peso de siempre.

Lentamente los copos de nieve se comenzaban a almacenar en el alféizar de la ventana. Octavio los contemplaba como quien contempla un acontecimiento único, algo jamás visto, hasta con cierta mirada melancólica ante el suave y lento reposar de los copos. Afuera, en el patio de la clínica, algunos de los internos deambulaban con cobijas que cubrían sus hombros y espaldas. Se negaban a entrar aún. Gustaban de la nieve y de ese momento exacto en donde el sol decidía ocultarse y dar paso a la oscuridad, a la helada y fría noche. Allí también estaba Margarita, y el viejo Artigas, dos de las personas de aquel lugar con las cuales más se frecuentaba Octavio. Margarita estaba sentada en uno de los bancos de madera que se encontraban en el sector sur del patio. Desde allí, a lo lejos, observaba la ventana de Octavio. Lograba divisar su figura, quieta, meditabunda, alejada completamente de aquel espectáculo natural que disfrutaba la gran mayoría. Tenía unos guantes de lana color beige en sus manos que regularmente frotaba y calentaba con aliento de su boca. Hacía ya un par de horas que estaba sentada en aquel banco. Le gustaba ese ritual, y también observar cómo el resto de los internos se divertían o paseaban por el patio. Cuando el sol casi se había ocultado se levantó y enfocando hacia la ventana de la habitación de Octavio movió sus brazos altivamente, haciendo señas e intentando que su «amigo» reaccionara. Ella sabía que la muerte de la madre de Octavio había calado hondo en el corazón de él, pero también tenía la firme convicción que no podía dejarse vencer por la melancolía, que debía despegar y reaccionar, de lo contrario las fauces de aquel lugar olvidado en el mundo lo terminaría devorando. Cuando se cansó de hacer señas bajó sus brazos. No había logrado mucho, Octavio solo se había corrido un poco hacia la derecha. Entonces caminó unos pasos y pisando ya el césped, que ahora era una manta blanca, se acostó sobre él y comenzó a mover sus brazos y piernas imitando el aletear de un ángel. Se movía lentamente, intentando dibujar el movimiento bien marcadamente sobre la nieve.

El viejo Artigas había observado todo. Contemplaba a la joven que yacía tendida en el piso con cierto aire de resignación. Sospechaba, desde hacía tiempo, que Margarita estaba enamorada de Octavio, pero tampoco podía aseverarlo, pues en aquel lugar todo parecía distinto al mundo real: en el mundo de los locos cada locura es una clave válida y perfecta de realidad, algo que para los «cuerdos» es ininteligible. Allí el tiempo a veces no se medía como lo hace el común de las personas en su sano juicio, tampoco los sentimientos. Sin embargo, el amor, esa raíz que lucha y se aferra a cualquier terreno, parecía ser el único sentimiento totalmente emparentado con todo tipo de realidad, incluso el de la locura misma. Octavio pasó la mano por el vidrio empañado y dibujó un círculo por el cual podía observarse el exterior. El sol se había terminado de poner y las luces de mercurio ahora iluminaban todo el patio de la clínica con fuerza. Vio a Margarita tendida en el piso, sobre la nieve, haciendo movimientos de ángel. Pensó por un instante que estaría loca, pero enseguida se planteó «¿qué es estar loco?» y seguidamente arrimó su cara a la ventana. Podía sentir el frío que desprendía el vidrio e imaginó el frío que debía sentir Margarita tendida en el suelo, sobre la nieve.


—¿Lo amas? -preguntó el viejo Artigas con voz fuerte en dirección a Margarita- ¿realmente lo amas, niña?

Sin embargo ella no se detuvo, continuó moviendo sus brazos acompasadamente, dibujando la misma figura una y otra vez sobre la nieve, mirando al cielo, dejando que la nieve cayera y la cubriera, sin pensar en nada y sin escuchar nada. A la distancia Octavio seguía contemplando la escena. Se percató de ver también al viejo Artigas sentado en el banco, bajo la nevada, en el frío de la noche nueva. Pasó el tiempo y el viejo Artigas entró a la clínica. Solo quedaba Margarita tendida en el suelo, con su movimientos sincrónico, y su mirada perdida. Fueron un par de enfermeros quienes antes de apagar las luces principales del patio la hicieron parar y la acompañaron a su habitación. Pronto el patio quedó desierto. Un manto blanco de nieve lo cubría todo. La nevisca ahora caía con más fuerza y a duras penas podía observarse las luces de las casas vecinas. En el suelo del sector sur rompía la uniformidad el dibujo de un par de alas de ángel sobre la nieve, pero con el pasar de las horas la capa de nieve se engrosó y ya todo fue igual, un manto uniforme, blanco y casi perpetuo.


Esa noche el frío hizo que a la hora de dormir todo el mundo se durmiera rápido, arropados y calientes en sus camastros. Octavio compartía la habitación con dos internos más, uno con esquizofrenia aguda y otro con trastornos depresivos y bipolares. Se llevaban bien. Cada uno representaba un mundo distinto, que de vez en cuando se intersecaba con el del otro y así, por algún instante, lograban vivir en uno único, en donde podían compartir, reír, y hasta pelearse. Octavio tenía ciertas mejorías en su estado. Podía tener momentos de extrema lucidez dándose cuenta de la realidad temporal, del año que vivía, y de las personas que habían compuesto su vida. Sin embargo, existían fisuras, baches, que lo devolvían a un estado casi primitivo, en donde todo lo que lo había acercado a la realidad se esfumaba y daba paso a una parte suya que ignoraba todo cuanto lo rodeaba, inclusive las personas que eran parte de su existencia. Mientras los otros dos compañeros de cuarto dormían Octavio aún permanecía sentado en la silla, frente a la ventana, observando caer la nevisca. Ya no veía la figura de ángel sobre el suelo, tampoco recordaba a la chica que la había hecho, ni al viejo Artigas en el banco, ni a los internos pasearse de un lugar a otro por el patio. Imaginaba a su madre caminando por la nieve tomándolo de la mano, sonriéndole, instándolo a que juntos construyeran un bonito muñeco de nieve. Él corría y juntaba nieve con sus manos. Acumulaba gran cantidad y le daba forma. Primero una bola gigantesca para el cuerpo, luego otra bola más pequeña para la cabeza. Su madre sacaba de su cartera una gran zanahoría, «toma hijo, ésta será su nariz», y él hundía la zanahoria en la bola más pequeña. Luego ella le daba una bufanda, dos botones de un saco viejo para los ojos, y otros botones más pequeños para el traje del muñeco. Solo faltaban los brazos, los cuales ambos pensaron al unísono hacerlos con alguna rama de un árbol de los alrededores. Finalmente no hizo falta ya que él decidió dibujar los brazos en la misma nieve del cuerpo del muñeco. Una vez finalizado el trabajo ambos contemplaron al muñeco por un largo tiempo. De a ratos avanzaban o retrocedían un par de pasos, eso les daba una perspectiva distinta de visión y les permitía buscar mínimos detalles en el muñeco. Ya satisfechos, ambos sonrieron, y decidieron dejarlo ahí, bajo la nevisca que comenzaba a caer de manera copiosa. Era un anochecer muy similar al que Octavio vivía ahora, solo que su madre ya no estaba, lo había abandonado. Decidió que ya era hora de dormir. Tras acostarse entornó los ojos y pensó en la lentitud con la cual caían los copos de nieve. Se concentró en uno. Lo veía caer desde el cielo en plena oscuridad nocturna. Caía lento, displicente, a la buena del viento. Mientras el copo caía en su imaginación Octavio se adentraba un poco más en el mundo de los sueños. Finalmente el copo llegó al suelo, se posó sobre la capa ya gruesa de nieve y él terminó por dormirse.


El viejo Artigas estaba de pie, inmóvil y con la cabeza erguida, como un perro de caza que apunta fijamente a su presa; hacía un rato largo que permanecía observando el patio. Había amanecido hacía unas horas y debido al intenso frío tras la nevada eran pocos los «batas blancas» que estaban en el patio. El viejo parecía reflexionar sobre algo que su cabeza entretejía. Al ver a Margarita salir al patio la tomó del antebrazo y la miró fijo, a los ojos, con esos mismos ojos que delataban el por qué estaba en aquella clínica.

—¿Realmente lo amas, niña? -preguntó el viejo. La misma pregunta que le había hecho el día anterior.
—Claro -dijo ella- y zafándose de la mano que sujetaba su brazo siguió camino rumbo al sector sur del patio.
—¡Pues dícelo! -exclamó eufórico el viejo Artigas-, ¡anda!, ¡grítalo a los cuatros vientos!, ¡dile que lo amas y ya déjate de hacer locuras!

Fue entonces que aquella última frase hizo reír a Margarita.

—¿Locuras?, ¿quién dice que yo hago locuras?, ¿acaso no ve lo cuerda que estoy?

El viejo tan solo se limitó a menear la cabeza con un movimiento de lado a lado, intentando expresar con ello la necedad de aquella respuesta. Las horas de la mañana pasaron normalmente. El frío poco a poco fue aflojando gracias a los débiles rayos solares. De pronto, el patio volvió a poblarse de internos, y con ello pareció cobrar nueva vida. Margarita estaba sentada en el mismo banco que el día anterior, con su mirada fija en la ventana de Octavio, permaneciendo así hasta la tarde, hasta el momento justo en que el viejo Artigas se le acercó y la invitó a construir un muñeco de nieve.

—¿Construir un muñeco de nieve?, ¿con usted?, ¿aquí?, ¿con qué finalidad me lo pide? -preguntaba atropelladamente la chica.
—Tranquila, es tan solo un simple muñeco de nieve. Uno bonito, que a todos nos de gusto de verlo al levantarnos y salir al patio, ¿qué opinas?
—Opino que usted es un hombre extraño, eso opino.
—Sí, puede ser. Pero no soy malo. Que haga años que esté encerrado aquí no significa que sea malo, pero no negaré que parezca extraño -dijo Artigas-. Además no te he pedido hacer nada de otro mundo. Créeme niña, si yo tuviera tú edad no te pediría el favor, ¡lo haría solo!... pero la vejez, los dolores, la falta de reflejos, el reuma, y las mil y una enfermedades más, hacen que muchas cosas dejen de hacerse ya.

Margarita quedó por un instante pensativa, mirando directamente a los ojos de Artigas.

—Con una condición -dijo ella.
—¿Condición?, ¿para construir un muñeco de nieve?, ¡Niña, niña! -exclamó el viejo levantado el tono de su voz-, ¡estos niños modernos!, pues bien, que sea con una condición, anda, dime, ¿qué condición será esa?
—Que yo diseñe el muñeco a mi gusto y cuando nadie me vea.
—Pero, ¡eso es imposible!, nunca estarías sola en el patio, y si lo lograras te atraparían las enfermeras o los guardias.
—Usted no se preocupe por eso -acotó Margarita-, yo sé cuidarme sola ¿Acepta mi condición?



Entonces el viejo Artigas agarrándose su cabeza con ambas manos y meneándola hizo gesto de aceptación.

—Sí, anda niña, acepto.


Nadie supo cómo lo hizo, pero de algún modo había logrado evadir a enfermeros y guardias de la clínica. Tuvo que ser de madrugada, tal vez en el momento que el personal de enfermería dormía y los guardias cambiaban el turno. Sin embargo, lo había logrado. El muñeco estaba ahí, en medio del patio, omnipresente a la vista de todos. No se asemejaba en demacía a un muñeco de nieve clásico, más bien parecía una especie de búho, cuyos ojos amarillentos se posaban indefectiblemente en quienes lo miraban. Una bufanda color verde claro con trama de colores rojizos en una de sus puntas, colgaba del cuello del muñeco. Y sus pies, sí, sus pies, se asemejaban mucho a los de un búho.
Octavio no tardó mucho en asomarse a la ventana y ver el tumulto de internos arremolinados alrededor del muñeco. Observó por un momento al muñeco, y envuelto en jirones de recuerdos de su infancia, no pudo menos que sonreírse y ponerse feliz. Salió corriendo de la habitación, bajó las escaleras como un rayo, pasó por frente de la Guardia sin siquiera saludar al guardia de turno tal como lo hacía cada mañana, y abriéndose paso entre los internos apostados en el patio, llegó a pararse frente al muñeco. Aquella escena fue contemplada por todos, desde los internos, pasando por los guardias, enfermeros, inclusive el viejo Artigas, que se encontraba retirado, detrás de la primera línea de árboles del gran patio. Octavio cayó de rodillas frente al muñeco y lo contempló con dulzura. Ésta escena hizo enfervorizar a algunos de los internos que poco a poco fueron apaciguados por los enfermeros. Extendió su mano y acarició el cuerpo del muñeco. La nieve fría no lo parecía tanto al contacto con sus dedos. Tocó la bufanda, sintió la textura de la tela en la yema de sus dedos, tocó los pies, los ojos, inclusive la diminuta boca. El acto fue breve pero poderoso. Todos contemplaron durante su transcurso los movimientos de Octavio y se quedaron consigo aquellas imagenes grabadas a fuego en su memoria. La que no se veía por ningún lado era Margarita. Era la única que faltaba en el patio. Artigas pensó por un instante que después del arduo trabajo en la construcción del muñeco había tenido deseos de descansar, y seguramente estaría dormida en su habitación. Fue entonces, en medio del espectáculo del patio, que sonó frenéticamente el pito de uno de los guardias, y enseguida la sirena. Aquello solo podía representar dos cosas: alguien había escapado o algo malo había sucedido.


«Querido Octavio:

Cuando era niña mi madre siempre me regalaba un muñeco de nieve encerrado en una bola de cristal, la cual, al moverla con mi mano, movilizaba la nieve simulada por papel brillante que estaba dentro. No me gustaba su regalo, debo admitirlo. Me daba mucho remordimiento ver al muñeco en soledad, aprisionado en aquella bola. Era un mundo único, en donde seguramente él se asemejaba a rey soberano, pero a mi modo de sentir y ver lo entendía como un mundo triste, muy solitario.

Hoy el viejo Artigas, nuestro compañero dentro de este loquero, me ha pedido que construya un muñeco de nieve... y así lo hice. Le pedí como condición que yo haría el muñeco a mi gusto. Y me encantó hacerlo ¿Sabes? no es un muñeco convencional. Es imitando a Mr. Snow. Sí, así le llamo siempre al búho que por las noches de invierno viene volando y se posa en el árbol delante de la ventana de mi habitación. Permanece allí largas horas, bajo la nevisca, observando hacia dentro. A veces he notado que me mira fijo, como si de algún modo el animal comprendiese mis estados de ánimo. A veces le hablo. Le cuento cosas de mi vida, cómo me siento, qué cosas deseo, hacia donde se dirigen mis pensamientos. Y él, tan solo se rasca con su pico entre sus plumas o me mira fijamente, con esa mirada hipnótica, sus ojos amarillentos y su cuerpo camuflado en el árbol. Llegué a pensar que ese búho era el único ser vivo en todo este lugar que lograba comprenderme. Pensarás que estoy loca, ¡ja!, ¡si hasta me río cuando lo escribo!, ¡loca!, sí... loca. Pero los locos, en nuestro mundo de locuras, somos genios, sabios, y muy felices. Sin embargo hay algo que pocos saben, y es que también podemos enamorarnos, porque el amor traspasa la locura, no hay murallas visibles o invisibles que lo atajen, y cuando llega, es inevitable no sentirlo e intentar disfrutarlo.

Y a mí me llegó, y me enamoré, sí, de vos. Y jamás te enteraste. Nunca me miraste con esos ojos con los que mira el amor. Creo que Mr. Snow lo sabía y nunca fue capaz de decírmelo. En su mirada amarillenta y fría había destellos de sabiduría, algo que mi locura jamás me dejó captar claramente. Y es difícil sentir amor y no ser correspondido. Es difícil amar en silencio.
He pensado que aunque sea este invierno el muñeco de Mr. Snow en el patio te hará compañía. Tal vez él, en mi ausencia, te haga compañía por las noches. Tan solo debes mirar por tú ventana y ver si está ahí, parado en alguna rama de la arboleda que da a los ventanales de nuestros dormitorios.

¡Vive Octavio!, ¡intenta ser feliz en el mar de tú locura!, por favor no te entregues a la melancolía eterna. Hazlo por mi, por alguien que siempre se ha fijado en ti desde el primer día, alguien que en silencio intentó decirte cuánto te amaba, y jamás lo pudo hacer...

Margarita»


Octavio dobló la hoja de papel, la guardó en el sobre y la depositó sobre la tumba de Margarita. Detrás, bajo el cielo plomizo del invierno, todos los internos de la clínica sollozaban, enjugaban sus lágrimas y se movilizaban. Inclusive el viejo Artigas estaba quebrado. A lo lejos, en los árboles del patio de la clínica, un búho de ojos amarillos, se camuflaba bajo la ventisca. Parecía observar a la distancia lo que en el cementerio sucedía. Sin embargo, la rapaz seguía allí, sobre la rama más cercana al dormitorio que una vez habitó una chica, que a pesar de su locura creía fervorosamente en el amor y en que las cosas, por más difíciles que parezcan, pueden ser posible.



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(Imagen obtenida de la web)

1 comentario:

  1. Pobre Margarita... ella sufría más que Octavio... siempre nos enamoramos de quien no nos quiere y hacemos las más grandes locuras por amor......
    Bella y triste historia........

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