4.
La casa de campo
Las llaves
El tercer domingo después del funeral, ya casi veintidós días después, Julia sintió la necesidad de volver al cementerio parque. Esa mañana de domingo se levantó, se puso el vestido que más le agradaba a él y caminó hasta el cementerio. No quiso que nadie la llevara, tan solo quería caminar y no pensar en nada. De alguna manera el caminar oxigenaba su interior, la envolvía y la llevaba hasta un páramo donde los recuerdos no la lastimaban y donde la ausencia de Ernesto solo se manifestaba como un bello recuerdo. Muy despacio, paso a paso, las calles fueron pasando debajo de sus pies una tras otra liberándose de tensiones y de angustias, tan solo liberaba su mente y se perdía habitando en aquel páramo. El frío y un cielo gris plomo amenazante dieron a esa mañana una tristeza palpable, casi lastimera. Al llegar al cementerio traspasó los primeros pinos y enfiló hacia el claro en donde estaba la tumba de su esposo. Un movimiento frenético y constante acusaban las hojas de las copas más altas de los árboles. Algún que otro pájaro cantaba desde su nido y una poderosa sensación cargada de soledad y ausencia llenó por un instante cada rincón de aquel vergel eterno. Faltando poco observó que frente a la tumba había alguien. Era Lucrecia, la joven vecina.
- ¡Qué sorpresa niña!, ¿qué haces tú aquí? –dijo animadamente Julia.
- Hola señora Julia. Nada, o mejor dicho, sí, algo estoy haciendo, claro. No lo sé, anoche estaba junto a la cerca y un recuerdo fuerte del señor Ernesto vino a mi mente y fue entonces que decidí venir al cementerio. Supuse que éste lugar sería lo más cerca que podría estar de él, y que tal vez él quisiera que yo estuviera aquí, tal como lo hacíamos las noches que nos juntábamos a la orilla de la cerca.
La niña permanecía en cuclillas frente a la tumba y tan solo había girado su cuello para mirar a Julia.
- Qué lindo gesto Lucrecia. Seguramente Ernesto se pondría feliz de verte aquí. Yo también he tenido la necesidad de venir. Aquí me siento tranquila, y siento que su presencia flota por estos lugares, por eso la necesidad de estar aquí.
- Sí, es lindo estar aquí, en silencio, rodeada por la naturaleza y pensando que nuestro ser querido también disfruta junto a nosotras. Me gusta mucho el olor que despiden los pinos y cómo el viento al soplar y pasar por las ramas deja un sonido envolvente que estremece. Ese sonido me hace recordar a los pinos de la casa de campo de Don Ernesto.
- ¿Casa de campo? –preguntó Julia un tanto desorientada.
- Sí, la casa de campo de ustedes.
- No, niña. Es que no tenemos casa de campo, nunca la tuvimos y nunca estuvo en nuestros planes tener una.
- Qué raro… Don Ernesto por las noches solía contarme que cuando se sentía agobiado por los problemas o tenía ganas de pintar o de escribir solía irse en su automóvil a ese lugar.
Julia no dejaba de salir de su asombro. Todo era muy confuso. Muchas preguntas sin respuesta se empezaron a colar en su mente como nubes de algodón colgando de su materia gris. Unos nubarrones negruzcos oscurecieron aún más el domingo, y ambas mujeres, en silencio, permanecieron contemplando la lápida mientras cada una, en sus respectivos mundos, recordaban al difunto.
Al volver del cementerio, justo en medio del camino, Julia recordó el día que Ernesto y ella habían discutido y él se había marchado. El haber encontrado aquellas viejas polaroids había abierto una brecha en su memoria desde donde brotaban recuerdos de toda índole produciéndole distintos tipos de sensaciones. Sin tomar nada de la casa él se había marchado. Nunca habían vuelto a hablar sobre dónde había estado él aquellos once meses que se había ausentado, ni qué había hecho de su vida. Todo había quedado sumido en el más absoluto silencio como si fuese un pacto de hermetismo el que se debía cumplir sin más. Durante aquella época él solo se limitaba a depositar en el banco mes a mes casi todo su sueldo quedándose tan solo con un resto para sus gastos. El orgullo de Julia era más fuerte que su lado sensible y hasta que él no tomó la iniciativa de volver ella jamás volvió a mencionar su nombre ante nadie. El día de su retorno él se paró delante del tejido mosquitero de la puerta del patio y e quedó mirándola a través de los cientos de cuadraditos diminutos. Los niños estaban en la escuela. Solo estaban ellos dos, sin hablar, observándose, y viendo cómo después de once meses aún sentían esa misma voz invisible que los invitaba a seguir unidos.
Ese día ella cocinó el plato preferido de él. Se peinó y se puso su mejor vestido. Los niños estaban felices. La depresión de once meses había quedado en el olvido, tal como si nunca hubiese pasado nada. En la mesa, mientras almorzaban, las miradas cubrían todo el espectro.
- Los eché de menos –dijo él.
- Nosotros también –respondió ella acompañando las palabras con una leve sonrisa.
Tras recordar aquel momento una imagen le vino inmediatamente a la cabeza. Un par de llaves que Ernesto aquel día le entregó y dejó encargado que ella guardara. El lugar seguro era la caja de madera de Raquel. Allí estaban aquellas llaves de las cuales ella jamás se preguntó de qué serían. Tal vez sean de una casa de campo –se dijo, y se propuso buscarlas ni bien llegara a la casa.
Unas gotas comenzaron a caer, días de lluvia se avecinaban.
- Hola señora Julia. Nada, o mejor dicho, sí, algo estoy haciendo, claro. No lo sé, anoche estaba junto a la cerca y un recuerdo fuerte del señor Ernesto vino a mi mente y fue entonces que decidí venir al cementerio. Supuse que éste lugar sería lo más cerca que podría estar de él, y que tal vez él quisiera que yo estuviera aquí, tal como lo hacíamos las noches que nos juntábamos a la orilla de la cerca.
La niña permanecía en cuclillas frente a la tumba y tan solo había girado su cuello para mirar a Julia.
- Qué lindo gesto Lucrecia. Seguramente Ernesto se pondría feliz de verte aquí. Yo también he tenido la necesidad de venir. Aquí me siento tranquila, y siento que su presencia flota por estos lugares, por eso la necesidad de estar aquí.
- Sí, es lindo estar aquí, en silencio, rodeada por la naturaleza y pensando que nuestro ser querido también disfruta junto a nosotras. Me gusta mucho el olor que despiden los pinos y cómo el viento al soplar y pasar por las ramas deja un sonido envolvente que estremece. Ese sonido me hace recordar a los pinos de la casa de campo de Don Ernesto.
- ¿Casa de campo? –preguntó Julia un tanto desorientada.
- Sí, la casa de campo de ustedes.
- No, niña. Es que no tenemos casa de campo, nunca la tuvimos y nunca estuvo en nuestros planes tener una.
- Qué raro… Don Ernesto por las noches solía contarme que cuando se sentía agobiado por los problemas o tenía ganas de pintar o de escribir solía irse en su automóvil a ese lugar.
Julia no dejaba de salir de su asombro. Todo era muy confuso. Muchas preguntas sin respuesta se empezaron a colar en su mente como nubes de algodón colgando de su materia gris. Unos nubarrones negruzcos oscurecieron aún más el domingo, y ambas mujeres, en silencio, permanecieron contemplando la lápida mientras cada una, en sus respectivos mundos, recordaban al difunto.
Al volver del cementerio, justo en medio del camino, Julia recordó el día que Ernesto y ella habían discutido y él se había marchado. El haber encontrado aquellas viejas polaroids había abierto una brecha en su memoria desde donde brotaban recuerdos de toda índole produciéndole distintos tipos de sensaciones. Sin tomar nada de la casa él se había marchado. Nunca habían vuelto a hablar sobre dónde había estado él aquellos once meses que se había ausentado, ni qué había hecho de su vida. Todo había quedado sumido en el más absoluto silencio como si fuese un pacto de hermetismo el que se debía cumplir sin más. Durante aquella época él solo se limitaba a depositar en el banco mes a mes casi todo su sueldo quedándose tan solo con un resto para sus gastos. El orgullo de Julia era más fuerte que su lado sensible y hasta que él no tomó la iniciativa de volver ella jamás volvió a mencionar su nombre ante nadie. El día de su retorno él se paró delante del tejido mosquitero de la puerta del patio y e quedó mirándola a través de los cientos de cuadraditos diminutos. Los niños estaban en la escuela. Solo estaban ellos dos, sin hablar, observándose, y viendo cómo después de once meses aún sentían esa misma voz invisible que los invitaba a seguir unidos.
Ese día ella cocinó el plato preferido de él. Se peinó y se puso su mejor vestido. Los niños estaban felices. La depresión de once meses había quedado en el olvido, tal como si nunca hubiese pasado nada. En la mesa, mientras almorzaban, las miradas cubrían todo el espectro.
- Los eché de menos –dijo él.
- Nosotros también –respondió ella acompañando las palabras con una leve sonrisa.
Tras recordar aquel momento una imagen le vino inmediatamente a la cabeza. Un par de llaves que Ernesto aquel día le entregó y dejó encargado que ella guardara. El lugar seguro era la caja de madera de Raquel. Allí estaban aquellas llaves de las cuales ella jamás se preguntó de qué serían. Tal vez sean de una casa de campo –se dijo, y se propuso buscarlas ni bien llegara a la casa.
Unas gotas comenzaron a caer, días de lluvia se avecinaban.
:O Misterio, amo las llaves: grandotas, chiquitas, viejas, con formas y más las que guardan secretos.
ResponderEliminarBesito
Hola Nene.
ResponderEliminarTengo muchos problemas para entrar a tu pagina, me saca, no se si es internet o mi compu.
Ufff.
:(
Te dejo un beso.
Cuando alguien muere todos sus demonios brotan. No llegas a conocer completamente a alguien hasta que aquella persona se muere.
ResponderEliminarEres muy buen escritor, Migue.
hay algunos cambios por acá... me gustan me gustan....
ResponderEliminarun beso!
@ALE:
ResponderEliminarVos sabés que cuando lo terminé de escribir pensé eso, le puse misterio jaajaja.
Beso.
@CECY:
ResponderEliminarBueno, mirá ahí cambié el formato a uno más liviano, espero que puedas entrar. Antes otras personas les costaba también, puede ser la incompatibilidad de los navegadores. El peor de todos es Explorer, el mejor es Firefox.
Beso :)
@TEREZA:
ResponderEliminarEs cierto eso que decís sobre la muerte. Parece que cuando uno deja de existir empiezan a aflorar cosas ocultas aún sin ser sospechadas.
Gracias.
Beso.
@BÁRBARA:
ResponderEliminarSí, cambié la cara al blog para hacerlo más rápido y funcional. Además te seré sincero, soy medio hiperquinético con los diseños y me cansan verlos durante mucho tiempo.
Beso.
Una historia sencilla y con intriga, me gusta..
ResponderEliminarEl personaje de Lucrecia me despierta mucha simpatía.. yo también he sido mucho de conversaciones de madrugada... y de cigarros a escondidas. =)
*Te espero en la próxima entrega!
@SONIA:
ResponderEliminarCierto, Lucrecia es como el personaje inesperado que tiene muchas cosas dentro y que el personaje principal ignoraba de la historia. No sé. Cuando escríbí parte del cuento me gustó esa idea y surgió Lucrecia.
Ok, nos vemos en la próxima entrega.
Besos :)
p.d.: Veo de mandarte "Crónica del pájaro..." ;)