miércoles, 7 de julio de 2010

El niño raro (parte 4)


Breve prólogo de la entrada

El niño raro es una entrada muy especial. A lo largo de los años que escribo en un blog ha ocupado un lugar importante entremedio de mis escritos. Habla del niño interior que todos llevamos dentro. De la voz susurrante que nos suele hablar al oído y no sabemos desde dónde lo hace, del pensamiento escondido que nos machaca una y otra vez algo sin saber porque lo hace con tanta insistencia, de las decisiones espontáneas, de los dolores cerrados.
Todos tenemos un niño raro dentro de nuestro cuerpo que habita, tranquilo y paseante, nuestra alma.
Ésta entrega es la número cuatro, casi después de dos años…


Hoy desperté de la siesta y tras abrir los ojos un viejo recuerdo me vino en mente. Recordé una mañana soleada de cuando era niño. Era invierno, como ahora. El sol se veía tibio, pálido, lento para aparecer y calentar al mundo y la vida. El recuerdo se sitúa en la escena y no en algo particular. En la percepción de todos los sentidos al unísono. Un sol que es captado por todo mí ser, que hace olvidar por completo la existencia y me ubica en un lugar exquisito, entre algodones.

Quedé con esa visión en mi mente, envuelto en las frazadas, recordando la tibieza de aquel sol. E imaginé que el niño raro se regodeaba en ese recuerdo, que a través de mis ojos miraba la escena, que se apoyaba en mi interior y me decía, “¿te acordás?”
A mis treinta y ocho años tantas cosas he transitado con mi amigo invisible que es casi imposible de enumerarlas. Algunas parecen borradas ya por el paso del tiempo, esfumadas por completo de la memoria, sin embargo un día aparecen y ahí estamos, como en el Cinema Paradiso, el niño raro y yo, contemplando los viejos recuerdos sentados en las primeras butacas.

Mientras terminaba de leer hace unos días “Del amor y otros demonios”, de García Márquez, una frase impregnó mis retinas. Mejor dicho, el niño me dijo que la subrayara en el libro. Fue en uno de sus llamados silenciosos, de esos tirones de oreja a modo de aviso. “No dejes que me olvide de ti”, decía la frase. Y me resultó bonita. ¿Me habré olvidado alguna vez de mí? –me pregunté- supongo que sí –me respondí. A veces, en mis días actuales, también lo pienso. Sucede que solemos perdemos por esos lagos bañados por una espesa bruma en donde el bote que nos conduce se encuentra a la deriva y no hay sur, ni norte, ni estrellas. Pero siempre hay un punto, una lucecita única, la llama de la vida, que está encendida en el último rescoldo de nuestro interior. Tal vez sea ese niño caprichoso que habita en nosotros quien se encargue de mantenerla encendida, de velar por ella en momentos que nosotros mismos nos olvidamos por completo de todo y nos enfocamos en las cosas superfluas de la vida. Y él, acercando sus manitos, logra sentir la tibieza de la llama y se regocija, tal como la tibieza de aquel sol que entraba por la ventana en la mañana de invierno de mi recuerdo.

No dejaré que te olvides de mí, niño raro. Es un encargo para vos también. Todo es reciprocidad en esta vida.

(Imagen: “Gilliatt” - Illustration in Victor Hugo’s Les Travailleurs de la Mer. - Victor Gabriel Gilbert, 1847-1935)

2 comentarios:

  1. Sabes? Creo que no se ha olvidado de tí mi querido amigo, ese niño raro, esta más presente en ti de lo que imaginas... en las historias que nos relatas, en los personajes que creas, en tu mirada profunda y sincera, en tu sonrisa. Ese niño se escapa al exterior y nos mira y nos enternece.
    Besoteee enorme

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