Por esos días el ser otro yo trajo algo más consigo: nuevas sensaciones. Ver todo de un modo diferente alrededor y sentir que cada cosa que uno toca o cada acto que se realiza es nuevo se vuelve una atracción casi irresistible. Aprendí a sentirme médico cirujano, a ser un limpiador de vidrios de edificios, a ser un jubilado por invalidez (algo que cuando lo mencionaba me miraban con cierta sospecha), y algún que otro oficio más. Cada día me hospedaba en distintas pensiones. Cuando me preguntaban quién era yo elegía al azar quien yo quería ser en ese preciso instante. Era como entrar dentro de un placar por la mañana apenas uno se levanta y tomar una camisa sin siquiera pensar cuál será su color o motivo. Imprevisto, espontáneo, distinto, desconocido, todo era así.
Una de las madrugadas conocí a una mujer dentro de un bar. Muy sensual, muy atractiva, de bonitos pechos. No paramos de mirarnos durante un rato largo, y con ese lenguaje de señas invisible que genera la libido terminamos finalmente acostándonos en un hotel alojamiento. El sexo anónimo suele ser liberador pero a la vez te hace presa del miedo. Una sensación de esclavitud y sumisión corre por las venas tras el coito. El sentimiento de culpa por la imposibilidad de sentimientos suele ser una daga filosa que corta, fina y delicadamente, nuestra conciencia en los momentos de quietud. El sexo fue genial. Esa mujer desconocida lo hacía de maravillas. Me brindaba la sumisión justa para florecer e intensificar mi machismo en la oscuridad. Y yo era otro, justo en ese momento era otro, y seguramente ella también era otra. Ambos parecíamos dos islas abandonadas en medio de un inmenso mar con la urgente necesidad de acercamiento y evasión de la soledad. La noche murió al amanecer y aquella mujer y yo volvimos a transformarnos nuevamente. Salí del hotel sintiéndome vacío, ese mismo vacío que hiela. Los hombres vacíos no pueden sentir, y seguramente eso ayudaba en mi metamorfosis de identidad.
La decisión de ser otro nació como una necesidad primaria, básica, invisible. No fue planeado. Mientras era otro pensé si otros habrían decidido también ser otros. Tal vez yo era el único, como si fuese un inmortal caminando de aquí para allá; pero seguramente no lo era, habría más personas conviviendo con su metamorfosis de identidad. Eso quería yo pensar, me daba pánico ser único, siempre me ha dado pánico pensar eso. Dependerá de las urgencias interiores, pensé. A veces la necesidad de ser otro es imperiosa. No recuerdo cuantas veces cambié mi identidad y cuántas veces dejé de ser yo mismo dentro mío, pero sí recuerdo vívidamente esa sensación extraordinaria de experimentar en carne propia un personaje distinto e interactuar con él y con quienes se acercaban a él durante aquellos días.
La noche del último día en aquel pueblo decidí volver a ser yo. Compré un boleto de colectivo en la terminal y me quedé esperando a que fuera la hora de regresar al mundo del cual había salido. Decenas de personas pasaron durante aquel momento a mi lado cargando sus secretos, sus miserias y tal vez su propia metamorfosis de identidad. En las sombras de la noche muchos seguramente jugaban a ser otros para así evadirse del yo del día. En cambio yo, ya cansado de aquel juego, volvía ser el mismo de siempre.