martes, 22 de febrero de 2011

Blanco inmaculado

(garabatos de Franz Kafka)



Todo el mundo hace garabatos. O al menos alguna vez en su vida los ha hecho. En márgenes de hojas, en los sectores en blanco de un libro, en los afiches pegados en las paredes de la calle, en cualquier sitio donde la creatividad pueda expresarse casi desde el subconsciente. Ignacio, mi compañero de trabajo, lo hace en cada hoja que tenga que ver con nuestro trabajo. Es como si existiese algo mucho más fuerte que él y al ver el blanco del papel me imagino que piensa que es un campo de fútbol en el cual hay una pelota y puede hacer lo que se le da la gana a su antojo: patear, meter goles en cualquiera de los arcos, incluso hasta pinchar el fútbol y descuartizarlo en pedazos. No tiene límites.

Hace un tiempo se le dio por los garabatos de flores. Había flores de todos los tipos en los esquineros de las hojas membretadas. Flores color azul por ser hechas con birome azul, flores color negro por el mismo motivo, e incluso flores con colores flúo en donde usaba los resaltadores que la redacción usa para dar énfasis a los textos corregidos.

Un día al hacerle una crítica sobre sus garabatos me contestó que él era como Leonardo Da Vinci. Y me hizo el planteamiento de que si Leonardo era amante de garabatear y resultó un genio, porqué él no podría expresarse de igual modo. Al escuchar aquel planteo pensé que tenía dos caminos: uno, asestarle un profundo puñetazo en medio de ambos ojos, y otro, decirle que tenía razón, que aunque él no tuviera la inventiva de Leonardo era justo que también pudiera expresar su “arte interior” por medio de garabatos. Finalmente opté por el último pensamiento.

Lo curioso del caso de mi amigo Ignacio fue que sus garabatos resultaron importantes en mi propia vida. Sí, en la mía propia. A finales de los 90’s yo salía con una chica que había conocido en un boliche bailable. Hacía poco nos conocíamos. Era una diminuta y feliz criatura, así siempre me ha gustado recordarla. Para ella la felicidad eran como las gotas del rocío: cada mañana estaba allí, ante nuestros ojos y cargando todo a su paso de vitalidad. Salimos unos cuantos meses. Congeniábamos bien y la relación parecía ahondarse cada vez más. Una noche, al salir de bailar y tras haber bebido varias copas, decidimos tomar el colectivo para regresar a mi departamento. No era una noche para nada especial, pero sí era más oscura que otras noches. Al llegar al departamento hicimos el amor. Después de hacerlo fui a la cocina, me serví un vaso de whisky y volví a la cama. Al regresar encontré a la chica hojeando uno de mis libros, “La metamorfosis” de Franz Kafka.

- Oye, ¿por qué garabateas tus libros? –me preguntó un tanto extrañada.
- No lo hago. Ha sido un compañero de trabajo cuando se los he prestado –respondí.
- Me causa curiosidad lo que hace esa gente que garabatea las cosas aquí o allá. Nunca he garabateado nada. A veces me pregunto qué se siente.
- Supongo que nada. O tal vez una cierta satisfacción a nivel subconsciencia, no lo sé.
- Yo tengo una amiga, Lucía, que garabatea todo cuanto le presto. El otro día me ha garabateado un libro de Henry Miller y me he largado a llorar cuando me lo ha devuelto. No sé, no creo perdonarla nunca.
- ¿Nunca?, ¿por un garabato?
- Sí –respondió la chica a secas.

(garabatos de Henry Miller)

Me acosté en la cama y seguí bebiendo el whisky de a sorbos pequeños mientras contemplaba por la ventana cómo el sol asomaba lentamente sobre el horizonte.
La chica tomaba uno y otro libro de la mesa de luz. Solo miraba los garabatos y cada tanto hacía alguna que otra acotación al respecto.

- ¿Qué miras? –me preguntó la chica al rato.
- El sol. Como se desprende del horizonte. Se siente como un nuevo nacimiento cada día.
- ¿Y cuando el sol se pone al atardecer qué piensas?
- No lo sé, nunca me lo he planteado… pero tal vez sea una especie de unión con la Tierra. Algo por el estilo.
- ¿Crees que nosotros estamos unidos? –preguntó sin mirarme y analizando los garabatos casualmente en un libro de Miller.
- Supongo que en algún punto sí. Tal vez no sea un punto demasiado expuesto, sino uno invisible y bien oculto, pero hace que nos mantengamos en contacto, que tengamos buen sexo y que quiérase o no hilvanemos una relación. Eso pienso.

La chica permaneció en silencio por un instante y finalmente dejó el libro de Miller en la mesa de luz. Se levantó de la cama y caminó, casi deslizándose sobre el aire, durante un buen rato por la habitación. Podía observar la exquisitez de su desnudez. Sus curvas bien trabajadas por la naturaleza, la altivez y firmeza de sus pechos, la tersura de su piel. Inclusive el tono dorado que su piel adquiría ante los primeros rayos de sol del amanecer.
Al rato se volvió a recostar a mi lado y con su dedo corazón comenzó a dibujar garabatos imaginarios en mi pecho desnudo.

- ¿Qué haces? –pregunté.
- Garabatos en tú pecho.
- Y… ¿puedo saber qué clase de garabatos?
- No, pues son invisibles… ¿acaso puedes verlos?, no, ¿cierto?, y eso es porque son los más importantes, los invisibles…

Siguió un rato más haciéndolo en silencio.

- En uno de los libros que tú compañero de trabajo garabateó he visto garabatos de amor y desamor, y me han causado una sensación extraña.
- ¿En qué libro? –pregunté
- En uno de Gabriel García Márquez, “El amor en los tiempos del cólera”…
- Bueno, tal vez él al leerlo haya sentido en su interior ganas de expresarse con ese tipo de garabatos –dije mirándola. Además, es un libro que expresa mucho del amor y el desamor.
- Sí, como el desprendimiento del sol y la Tierra y la unión de la luna y la Tierra –respondió.
- Algo así. Sí.
- Y ver el libro de poemas de Allen Ginsberg garabateado me ha puesto triste. Hasta en los poemas que hablan de paz y amor las flores que ha dibujado tú compañero parecen marchitas.
- Son solo garabatos –terminé diciendo.

Después de beberme el whisky me dormí profundamente. Al despertar la chica ya no estaba en mi departamento. Había apilado los libros en una diminuta torre de Babel sobre la mesa de luz y en la cima dejó un papel. Me senté en la cama y tomé el papel para leerlo.
No estaba escrito, solo tenía un par de garabatos menores y uno grande. El mayor era un corazón partido al medio. Casi rajado. Una flecha lo atravesaba y también estaba rota. Después de un tiempo entendí el significado de aquel garabato en el papel. Nunca más volví a ver a la chica. Le bastó un garabato para decirme adiós.


Aún conservo sobre mi mesa de luz todos los libros que mi compañero Ignacio ha garabateado al prestárselos. Por las noches suelo abrirlos en cualquier página y buscar los primeros garabatos que encuentro. Al hacerlo pienso qué pensamientos misteriosos se habrán apoderado de él en el momento de hacerlos. Me sonrío. Me quedo mirando el techo y el poder de su blanco inmaculado.

(garabato de Jorge Luis Borges)



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5 comentarios:

  1. Adoré su escrito y me quedo pensando en el garabato de despedida, tan vulnerable a falsas interpretaciones...
    Muchas gracias por el garabato borgeano, ¿será de él o de Norah?

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  2. Abstracción... pura y llana abstracción. eso es para mí garabatear, y me encanta.
    Besos mil!!!

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  3. @ROSSINA:

    Hola, bienvenida a mi blog.

    Bueno, sí, es que me ha gustado escribir una pequeña ficción sobre algo que todo el mundo hace como son los garabatos.

    Incluir a los escritores también es parte de ver que son iguales que nosotros, solo que tienen el don de hacernos elevar al escribir.

    Saludos.

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  4. @SILVIA:

    Sí, sisisi, creo que el garabato en su 90% se compone de abstracción. Totalmente de acuerdo.

    Beso.

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  5. Que increíble y sencilla historia has logrado, Miguel. No he conocido "garabateadores" o "garabateadoras" (si los términos no existían, los acabo de inventar ja), pero sí dibujantes geniales. Personas que, sin darse cuenta, tienen más talento que aquellos que aclaman tenerlo.

    Te dejo otro beso y sigo leyendo :)

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