jueves, 8 de marzo de 2012

El lobo cansado





El viejo Ernesto, era el quiosquero de mi barrio, quien tenía las últimas revistas, las golosinas más deliciosas y los primeros libros que vi en mi vida. Siempre fue un personaje con mucho atractivo para mí. No tenía nada en particular que lo hiciera resaltar del resto, no poseía una altura que lo hiciera distinguirse a la distancia, tampoco un diálogo fluido y encantador a la hora de hablar con él, mucho menos algún tipo de «roce social» en el cual uno podría cruzárselo en la vecinal del barrio, o bien en algún grupo de vecinos convocados por algún pleito o fomento hacia el barrio. No. Era lo que cualquiera diría un verdadero ser invisible. Tal vez esa era su gran cualidad: la invisibilidad. Siempre he pensado que la invisibilidad es un verdadero don con el cual se nace. No puedes adquirirlo en vida. Se nace con él. Lo más gracioso es que no sabes que naces con tal don, y lo vas descubriendo poco a poco a medida que los años pasan, que se crece y que la misma vida te empuja de los hombros y te invita a desaparecer, a hacer uso de «eso» que se te ha otorgado sin pleno conocimiento. Pues el viejo Ernesto a mi modo de ver -y al de otros tantos- contaba con tal don. Pero aún así no se escapaba de mis ojos. Me gustaba localizarlo, saber qué hacía, en dónde pasaba su tiempo, qué leía, y más aún: ¡que libros le leía a su nieto!

Era un verdadero desafío y una verdadera aventura para mí saber de él. Mis padres solían pensar que estaba obsesionado con el anciano y cuando me veían tras él ponían el grito en el cielo. Mi madre era quien más se enfurecía, y si no fuera por algún paño frío que mi padre lograba interponer, de seguro ligaba una cachetada o un escobazo. Sí, porque mi madre era de ese tipo de madres que les gustaba tirar con las escobas. Mamá, tú escoba es voladora, solía decirle yo después de que me la lanzaba a la altura de los pies con el fin de que impactara en mis tobillos. Ella se ponía aun más furiosa, pero al tiempo se le pasaba. Algunas veces debo confesar que lo lograba, la escoba me impactaba, pero la mayoría de las veces no. Sin embargo el susto me duraba por largo rato, a veces hasta el otro día.

Igualmente me las ingeniaba para ver en qué andaba el viejo Ernesto. No había ni puerta, ni ventana, ni paredón, ni ojos sigilosos de mis padres que me impidieran ver en qué andaba él. A los diez años de edad recuerdo haber vivido el momento más memorable entre aquel hombrecito y yo. No era un día especial, en absoluto, pero lo que lo hizo especial fue mi descubrimiento... mi gran descubrimiento. Mi madre había sacado a pasear a nuestro perro, y mi padre estaba enfrascado en el taller del fondo de casa aceitando un viejo engranaje de maquinaria. No lo dudé un instante, apenas vi la soledad en la que me encontraba salí disparado rumbo a la calle. Allí me encontré con Martín, mi amigo y vecino. Intercambiamos un saludo escueto e inmediatamente él siguió su paso hacia la casa de su maestra particular y yo en dirección al kiosco del viejo Ernesto. Mi sorpresa fue llegar y encontrarlo leyéndole un libro a su nieto. Si bien el niño era menor que yo por un par de años yo sentía terribles celos hacia esa conexión invisible que lo unía al viejo. Por momentos pensaba porqué mi padre no era así conmigo. Él jamás me había leído un libro, jamás había tenido un momento de complicidad para conmigo. Se podría decir que éramos muy distantes. Mi madre tal vez sospechaba de ese vacío, y digo «tal vez» por que hay ciertos momentos en que la recuerdo mirarme de un modo extraño, como si detrás de su mirada hubiera cierta comprensión a mis necesidades insatisfechas. De ahí, de esas miradas de mi madre, siempre he pensado que las mujeres pueden ver un poco más allá que los hombres, y tal vez lo hacen con una habilidad innata que les permite reptar y adentrarse muy al fondo de las conciencias. No lo sé, ni hoy puedo aseverarlo, pero sí sospecho que mi madre lo lograba conmigo, ella hacía uso de aquella habilidad y lograba llegar con su mirada hasta el fondo de mi conciencia, como si en esa acción ella estuviera ingresando al fondo de un pozo oscuro, y ahí, en ese mismo fondo, estaba yo junto a mis necesidades insatisfechas, esperando, desesperado, suplicando que alguien pudiera entenderme y ayudarme.

Abrí la puerta muy despacio. Un leve chirrido, casi imperceptible para todos los oídos del mundo, menos para los del viejo y su nieto, se produjo en ese instante. El viejo Ernesto al verme entrar detuvo la lectura. Recuerdo el color de los ojos de su nieto: verdes. Un verde tipo esmeralda. Me miraba un tanto angustiado por mi interrupción a su reunión con su abuelo. Sentí culpa. Seguramente me ruboricé, pues sentía que mis mejillas ardían como un fuego vivo. Me sentí terriblemente avergonzado y me quedé observando el piso, jugando con la punta de mi zapatilla sobre el mosaico.

—Vamos, no te quedes ahí -dijo el viejo-. Si puedo leer para uno también puedo hacerlo para dos, ¿quieres escuchar?

Asentí inmediatamente. Tomé asiento al lado de su nieto y ambos escuchamos el relato. Era un cuento, donde había castillos, dragones, y hombres buenos y malos. A cada punto y aparte del texto el viejo nos observaba por sobre sus anteojos. Supongo que deseaba ver la expresión que la lectura producía en nuestros rostros. Me recuerdo con la boca abierta, mirándolo fijamente, fascinado por la historia. Su nieto en la misma postura. Ambos estábamos fascinados.

—¿Continúo?
—Sí, continúe...—dijimos al unísono su nieto y yo.

En cierta parte del relato aparecía un lobo. Se trataba de un personaje importante en el cuento, sin embargo, cada vez que el lobo entraba en escena el viejo cambiaba el tono de su voz poniéndole más énfasis y compenetrándose en ese personaje. Observaba los labios del viejo moverse lentamente, sus ojos centellear como destellos fugaces de un sol otoñal, y sus manos, gesticulando como si fueran las patas de un lobo, le daban muchísima expresividad al relato. El lobo era un lobo triste. Se había cansado de matar dragones y vivía en los suburbios de un castillo. El lobo está cansado, dijo el viejo Ernesto. El lobo ya casi no mata dragones. Aquellas frases retumbaron en mi cabeza y se quedaron alojadas en mi memoria. Después de pronunciarlas el viejo cerró el libro y nos miró detenidamente.

—¿Ha terminado?— preguntó inocentemente su nieto.
—Sí, ¿ha terminado?— pregunté ahora yo.
—No —dijo el viejo— aún no ha terminado, pero es el punto justo para saber qué piensan sobre el lobo.
—¿Sobre el lobo, abuelo?
—Sí, sobre él.
—Pues no lo sé —dije yo un tanto ruborizado—, creo que era un lobo viejo y por eso ya no podía cazar dragones.
—Pero se puede ser viejo y hacer bien algunas tareas, ¿no lo crees? —dijo el viejo.
—Pues no lo sé...
—Mira, ¿acaso yo no estoy viejo y les leo un cuento?, ¿no les gusta cómo leo?
—¡Sí!, ¡nos gusta! —exclamamos al unísono su nieto y yo.
—Entonces piensen que por más viejo que uno sea no indica que es incapaz de hacer algo que desee. Tal vez el lobo estaba cansado por otra cosa y su cansancio no era precisamente lo que lo llevaba a no cazar dragones. A veces las personas asumen de antemano una conclusión con poco fundamento. Se basan en ciertas hipótesis que arman con poca información. Y enseguida, sin pensarlo ni un segundo más, emiten una conclusión terminante. No me gustaría que ustedes hicieran eso con nadie. Es feo ¿Acaso no escuchan cosas sobre mi persona, cosas como que soy un viejo gruñón, o ermitaño, y que vivo aquí encerrado? Sí, claro que sí, niños. Seguramente las habrán escuchado muchas veces en el barrio o de boca de sus padres. Pues así es la gente.

Había un dejo de angustia en la voz del viejo Ernesto. Por un momento sentí un nudo en mi pecho. Yo mismo había escuchado hablar sobre él en nuestro barrio, también a mis padres, y a los amigos de mis padres. ¡Y él lo sabía todo! Me pregunté por qué sabiéndolo no intentaba remediarlo, ¿qué lo hacía seguir siendo así? Sin embargo, mientras lo miraba fijamente a los ojos y resguardaba lo que yo sabía de él dentro de mí, pensé que el viejo era muy similar al lobo cansado.

—¿Qué piensas? -me preguntó el viejo.
—Nada.
—Algo piensas, niño... ¿Será tal vez en que yo soy muy parecido al lobo del cuento?
—No abuelo, tú no eres como el lobo —dijo su nieto.
—Tal vez sí —dijo el viejo—, tal vez todos en algún momento nos parecemos al lobo. La vida es maravillosa, y cada uno la vive a su gusto. Tal vez el lobo estaba cansado de alguna cosa de rutina en su vida, pero aun así podría ser perfectamente feliz.

Entonces caí en la cuenta que aquello que el viejo decía tenía mucho de verdad ¿Acaso mi padre no llegaba cansado del trabajo y aun así siempre le sonreía a mi madre?, ¿acaso las personas que trabajan, están enfermas, o bien sufren por algo, no pueden tener una dosis de felicidad en sus vidas? Sí, seguramente que sí.

—La felicidad son como las gotas que forma el rocío —dijo el viejo.
—¡Exacto! —exclamé con energía.
—Diminutas, en pequeñas proporciones, pero invalorables. El lobo cansado de este cuento les dará un ejemplo de ello.

El viejo abrió nuevamente el libro y recomenzó la lectura desde el párrafo en donde había dejado:

«Y fue así que el lobo tras terminar su jornada de matar dragones llegó a su casa ya de noche. Cerró las ventanas, se quitó la armadura y se echó sobre una gran silla de madera. Sus pies, hinchados y doloridos, le causaron un par de lágrimas en su rostro. Estoy muy cansado, se dijo para sí mismo. Cada día me cuesta más y más matar dragones con esta armadura...»

Y ahí, tras esos puntos suspensivos vi el destello fugaz que emitieron los ojos del viejo Ernesto, la sonrisa escondida tras la comisura de sus labios, y la enseñanza flotando en el aire. Comprendí a mis diez años que emitir un juicio sobre alguien podía ser algo malo cuando no se tienen las suficientes pruebas. Tuve mi primer aprendizaje de vida en aquel kiosco de revistas. Y aún hoy, después de tantos años, y de tantas lecturas que tengo para con mis hijos, pienso y recuerdo al viejo Ernesto, imaginándolo como un viejo lobo, de traje, con un gran portafolio cargado de sabiduría, llegando cansado del kiosco, y echándose a descansar sus patas cansadas en la soledad de su casa.


3 comentarios:

  1. Me ha encantado leer este cuento antes de dormir.Por un momento han regresado mis dos coletas de niña en mi sonrisa.gracias.

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  2. @MONSERRAT PEREZ:

    Entonces misión cumplida, la finalidad del texto contando una historia ha dado sus frutos...

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  3. Nada mejor que un buen cuento a mi regreso... un abrazo!

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