viernes, 31 de agosto de 2012

Hipocampos




Sé que no estás ahí donde te veo
ni imagino a dónde te llevan,
de dónde volvés
cada noche con vida

Rosa Lesca 






“Detrás de la pared hay un mundo que desconocemos. No podría especificar si es sombrío o luminoso, es que nunca he estado allí. Sé, y esto es algo que lo juro por mi vida, lo que mi padre siempre me ha contado en esas largas noches de invierno en donde las historias parecen tomar mayor profundidad y peso: detrás de la pared está lo que todos deseamos, lo que cada día y cada noche anhelamos volver a encontrar.” Esas fueron, con mayor o menor cantidad de puntos y comas, las palabras que mi tío repetía una y otra vez en los años de mi adolescencia. Las recitaba como si fuesen un padrenuestro, un fórmula aprendida de memoria, o mejor aún, una declaración romántica estudiada durante largas noches para una mujer amada.

En las palabras susurrantes que mi tío emitía había siempre un halo misterioso que, aun negándote, no podías esquivar y dejarte flotar, entre historias posibles e imposibles, personajes reales o ficcionados, vidas tangibles o volátiles. Crecí con esas historias rodeándome por completo. Aquí y allá se aparecían dentro de mi cabeza, muchas veces asemejándose a paisajes reales que visitaba o a personas de carne y hueso que ingresaban a mi vida ¿Acaso mi tío hilvanaba historias a sabiendas de cómo sería mi vida? Nunca quise creer eso. Más bien pensé siempre que él, por amarme en demasía, intentaba ponerme carteles de “peligro” para que yo supiera visualizarlos y detenerme a tiempo cuando algo en mi vida sucediera o fuera peligroso. Aquellas palabras sobre la “pared” siempre persistieron en mi mente como un eco de nunca acabar. A veces, en los momentos difíciles en donde algo parecía sumergirme en un abismo profundo y asfixiante, las palabras de mi tío me tomaban de la mano y me rescataban, subiéndome por una pared alta e infinita en donde en su cima se divisaba una luz tenue y amarillenta que daba la esperanzadora sensación de libertad. Él había logrado tender una telaraña invisible que lo envolvía todo a mí alrededor. Una telaraña de palabras que conformaban historias y que a su vez generaban imágenes en mi cabeza, las cuales resultaban fieles compañeras de vida.

En los años de mi adolescencia deseaba trepar la pared, ver qué había del otro lado, saber si del otro lado estaba todo lo que yo deseaba para mí y para mi vida. Pasaba muchas noches de manera insomne, observando por la ventana el mecerse de los árboles de la vereda. Solía levantarme y caminar por la casa de mis padres como un ente que desconocía todo cuanto lo rodeaba. Sin hacer ruido, caminando tan solo en puntas de pie, iba y venía de un rincón a otro, observándolo todo, intentando sosegar esa ansiedad adolescente de querer saber más y no ser correspondido. Inclusive a mis novios supe contarles aquella historia de “la pared”, algo que a ellos les resultaba estúpido y a cuento de niñas bobas. Solo uno, tal vez el que menos yo hubiera indicado como “el elegido”, lo tomó siempre en serio, escuchando una y otra vez mis palabras con detenimiento y respeto en el relato. Al principio dudé de contarle, prejuzgué que no sería capaz de entender lo que estaba por contarle; sin embargo la sorpresa fue más que grata: no solo escuchó atentamente toda la historia sino que además participó en opiniones ricas y fluidas, con puntos de vistas certeros, intentando ahondar en la trama de ese misterio que yo tanto le mostraba como complejo e importante para mí.

Supongo que mi relación con aquel muchacho estuvo muy marcada por esta especie de “entendimiento” con respecto a la historia de “la pared”. Llegué a pensar que él mismo percibía la cercanía de esa pared, al igual que yo. Lo sentía demasiado cercano en ese punto. Salimos unos cuantos meses, pero no llegamos al año. Solíamos hacer el amor en mi habitación o dentro de su automóvil al regreso de la escuela. No me gustaba en demasía, más bien producía en mí cierta atracción pseudo intelectual que jugaba con mis sentidos como cuando un pez queda atrapado por el anzuelo y mueve la línea de un lado al otro debajo del agua, sintiéndose atrapado y desesperado. Tampoco me importó por aquellos días saber qué sentía por él. Solo dejaba arrastrarme por mis sentimientos y emociones, sin poner reparos, permitiéndome ciertas libertades, a veces cercenadas por mis padres, pero libertades al fin.

Me sentía sorprendida por mi conexión con ese chico. A veces imaginaba que él realmente vivía del otro lado de “la pared” ¿Serás de allí, de ese lugar enigmático y mágico del cual tanto mi tío me habló? Tal vez, me respondía por lo bajo. Mientras observaba sus ojos y su modo de mirarme aquella pregunta flotaba en mi mente sin respuesta concreta. Por momentos elaboraba respuestas que arrojaban cierta la posibilidad de que él perteneciera al “otro lado”. Entonces observaba el movimiento de sus manos, sus gesticulaciones faciales, las palabras que salían de su boca, y el brillo de sus ojos. En ese momento que me permitía verlo así, como un ser salido de un lugar extraño y sombrío, me llegaba otra imagen de él, una imagen totalmente opuesta al muchacho que me besaba con suavidad mientras me desprendía el sostén para hacerme el amor en su automóvil. Era un hombre distinto, completamente mimetizado con mis preocupaciones y temores. Se acercaba demasiado y de modo peligroso a mi corazón. Llegué incluso a pensar que él, si realmente provenía del “otro lado”, sabía perfectamente qué me gustaba y atraía de un hombre, y eso, sinceramente, no me gustaba. Me daba temor. Me sentía vulnerable ante esa situación. No podía soportar que alguien pudiera, en teoría, conocerme mejor de lo que yo me conocía a mí misma. Claro que lo curioso era que aun haciendo esas suposiciones mentales me gustaba su cercanía y su modo de fusionarse conmigo. Cada día vivido en aquel tiempo con él fue inesperado y único.

Una tarde de verano, mientras hacíamos el amor en mi habitación, él se detuvo de repente. Solamente se quitó y quedó acostado de lado, mirando hacia la ventana. Me sentí sumamente ofendida. Deseaba que continuara, que lográramos ambos un orgasmo, pero no, había salido despedido de mi cuerpo y ahora se encontraba silencioso y calmo observando a través de la ventana.

— ¿Qué pasa? —pregunté con cierto tono de enfado— ¿Acaso ya no tienes deseo de seguir?, ¿me dejarás así? 

Tardó un momento en abrir los labios y emitir una palabra. Mi enfado era marcado, me sentí encolerizada, hasta tuve deseos de arrojarlo de un empujón de la cama. Pero solo atiné a vestirme. Me puse el sostén y la bombacha, y me tapé con la sábana. Él solo alzo su brazo, indicó un punto a través de la ventana y dijo, “¿Lo ves?”. No, no veía nada. Mi visión estaba nublada por el acto no consumado y por su terrible hipocresía.

— ¡No!, ¡no veo absolutamente nada!, o sí, veo solos nubes.
— Es que es eso ¿Ves la figura en la nube? —dijo señalándome las nubes por la ventana.

Por un instante busqué figuras entre las nubes, como cuando era una niña. Intentaba asociar formas conocidas con los bordes distorsionados de las nubes, pero nada parecía emparentarse. Ya desesperada, con mis nervios de punta, me senté en la cama y comencé a vestirme. 

— No, tú no lo ves —dijo él.
— ¡No!, ¡No lo veo!, ¡solo lo ves tú!
— Esta ahí, justo ahí, ¿acaso no lo ves? 

Fue entonces que miré una vez más y pude verlo. Ahí estaba. En el mismo lugar que su dedo índice apuntaba hacia la ventana. Era un bonito hipocampo. Dibujado por el contorno de las nubes, y resaltado por los rayos de sol atrapados por ellas. Flotaba en medio de un mar denso y oscuro. Era hermoso. Tomé asiento al lado del chico en la cama y lo miré a los ojos.

— Sí, sí, ahora pude verlo. Es bellísimo.
— Sabía que lo verías —dijo él.

Seguí contemplando la imagen por un rato hasta que finalmente las mismas nubes se ocuparon de desvanecerla.

— ¿Sabías que los hipocampos solo forman pareja una vez en su vida? —dijo él—, ¿y que rara vez se ha visto a un hipocampo con otro que no sea a quién eligió por vez primera?. Son monógamos. Representan a la monogamia casi por excelencia. Inclusive, cuando alguno muere en la pareja, el otro no tarda mucho tiempo también en morir. Es algo curioso y llamativo. Como un nexo invisible. Nadan en las profundidades danzando, enroscándose, sin importarles nada ni nadie, tan solo sabiéndose juntos, en un mar infinito.

Sentí un nudo en el pecho. Contemplaba sus labios, sus ojos, dejaba que las palabras que había dicho rebotaran una y otra vez en mi cabeza. Creo que quería sentirme así, como un hipocampo, y enroscarme con él, sin que nada más me importara en el mundo.

— Suena bonito —dije—, pero también muy utópico para seres humanos. Me refiero a lo de un amor para toda la vida, a estar siempre con una persona hasta el día que mueras.
— Tal vez sí, tal vez no.
— Inclusive si yo muriese o me separara de alguien que amé en demasía no quisiera quedarme sola, o que ese alguien se quedara solo. La vida continúa. Al menos ese es mi pensamiento.

Él sonrió. En realidad más que una sonrisa fue una mueca de aceptación hacia mis palabras. Percibí que había receptado perfectamente lo que intenté decirle. Reconozco que en aquel momento era una adolescente bastante atolondrada, incapaz de darle un enfoque serio y espiritual a mi vida y a las palabras que ese chico estaba diciéndome. Con el tiempo lo fui entendiendo. Comencé a comprender cuán importante era encontrar un hipocampo en mi vida.

— Y dime, ¿dónde yo podría encontrar un hipocampo así?, ¿acaso tú lo eres?, ¿tú eres mi hipocampo?
— Tal vez detrás de la pared —respondió, él. 

 Fue un terrible mazazo en mis sienes que sucumbió en toda la amplitud de mi consciencia. Fue fugaz, corriendo a la velocidad de un rayo, pasaron sucesiones de imágenes de mi infancia, de mi tío, de las historias que escuchaba de niña, mis miedos, las nubes, el hipocampo. Él había mencionado la pared. Mientras seguía sumergida en aquel resplandor mental él se levantó de la cama, se vistió presurosamente y se fue, sin más, dejándome allí, semi desnuda, sin entender nada.

Fue la última vez que nos vimos. Ya no volvió a cruzarse por mi vida. Desapareció como lo hizo el hipocampo entre aquellas nubes ese atardecer. Conjeturé mil hipótesis, pero nada cerraba. Esperé a que el anochecer llegara, recostada en la cama, tan solo mirando por la ventana. Cuando la oscuridad lo invadió todo observé los primeros destellos de las estrellas, la espesura cósmica, lo inconmensurable atrapado frente a mis ojos. Me sentí muy sola. Era la primera vez en mi vida que sentía aquella soledad tan opresiva y vasta. Fui hasta la biblioteca, busqué un libro para leer y ver si de ese modo lograba sentirme un poco mejor. Recorrí las estanterías desde Cheever hasta Kafka, fui y volví, pero nada me sedujo para arrancarlo de su orden y sentarme a leer. Así fue que esa noche tomé la guitarra y comencé a tocar algunos acordes que recordaba. Los había aprendido hacia un tiempo, en algunas clases que tomé pero que nunca continué. Mientras mis dedos jugaban con las cuerdas un aire fresco llenó de repente la habitación. Olía a vida. Dejé la guitarra y observé el cielo desde donde me encontraba. Unos nubarrones comenzaban a tapar las estrellas, se avecinaba una tormenta. Busqué sin querer un hipocampo entre las nubes pero no logré encontrarlo. También busqué el rostro del chico pero tuve menos suerte. Unas altas nubes fueron poco a poco ganando todo el cielo, tapando primero las estrellas, luego la luna por completo. Las nubes se asemejaron a una infinita pared dejando detrás de ella a estrellas, luna, universo. Tal vez esa era la respuesta. Todo lo que hacía un instante me había maravillado ahora ya no se veía, ahora estaba detrás de una pared de nubes. Tal vez deba ser así, me dije. Las paredes se levantan sin previo aviso, un día te despiertas miras a tu alrededor y ahí las descubres, macizas, impenetrables, enormes. Dividen un antes y un después del tiempo de una vida. De todas las vidas, de la mía, de la del chico que conocí por aquellos días, de la de todos.




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(Imagen tomada de internet. Se desconoce su autor)

2 comentarios:

  1. me encantó y transmitió infinitas imágenes, sensaciones y hasta recuerdos.

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  2. @ROSSINA:

    Me gusta tu comentario, y me gusta por que en realidad de eso se trata: de lograr transmitir diferentes cosas con lo que uno escribe.
    Escribir para mí es un gusto, un placer propio, pero eso no indica que la gente lo disfrute como yo lo disfruto al hacerlo, sin embargo, cuando sé que el número de lectores crece o me llegan comentarios como el tuyo siento que la esencia o la línea base de lo que quise transmitir con una ficción tuvo éxito y llegó a mostrarse.

    Thanks...

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