viernes, 15 de febrero de 2013

Los suicidas





Ya la vida no es tan dulce 
Tiene ese sabor del vinagre envejecido 
Ya el vino es tan agradable 
 En mi boca ya a nada sabe 
 
Ada M. Reyes Castillo 




Estaba anocheciendo cuando comenzó a caer una llovizna tenue que parecía indefensa a simple vista, pero que tras el pasar de los minutos mojaba más que una lluvia torrencial y caribeña. La gente comenzaba a caminar presurosa, salía de sus trabajos, corría a las paradas de los colectivos, detenía taxis en medio de la calle y algunos buscaban refugio en los supermercados o tiendas de la zona. La llovizna caía sin intermitencias, con cierta cadencia, a un compás celestial, llevándose de prepo todo lo que tenía a su alcance, sin importarle absolutamente nada. Las fachadas de los edificios fueron tornándose de un gris oscuro, con algunos matices más claros en donde aún no había penetrado la humedad ni el agua. Esa noche sería gris y fría, podía suponerse rápidamente, tal vez las siguientes noches también, como las tantas noches de los otoños que presagian un invierno húmedo y cruel que entumecerá hasta los huesos y aletargará los sentidos casi por completo.

Solo Aristóbulo Cáceres quedaba a merced de la insolencia del clima sin hacerse problema alguno. Había llegado al edificio a la hora de la siesta, había subido las escaleras hasta el piso veinticinco, para finalmente esconderse en un cuartucho de mala muerte, en donde el personal de limpieza guardaba los accesorios para tal fin. Allí permaneció sentado sobre un par de cajas de jabón, observando con mucha concentración las manecillas de su reloj pulsera que acusaban el pasar cansino del tiempo. Se había sentido claustrofóbico un par de veces, pero se contuvo, frotándose los ojos y el rostro, intentando pensar que se encontraba en un campo vasto, en plena primavera, bajo un sol tibio que calentaba a la perfección todo el vergel dejando que las flores emanaran sus olores característicos y el viento hiciera el resto, llevando de acá para allá el aroma de la naturaleza viva. Tuvo intenciones de claudicar. Había asido el
 picaporte de la puerta con tensión para salir disparado, bajar los veinticinco pisos y volver a su vieja casa materna. Pero se dijo que no era un día para cobardes, que era su día, el día que tanto había esperado. Así, con esas indecisiones y cuestionamientos internos, se pasaron las horas hasta que el anochecer ocultó el sol y apagó la minúscula luz que ingresaba por el agujero de la cerradura.

- Es hora de salir de aquí. –Se dijo.

Abrió la puerta con sigilo y se dirigió a la azotea. Estaba con llave, y a su vez con un gran candado, pero su ingenio asistido por una ganzúa pudo más y tras unos pocos minutos de lucha con astucia logró abrir candado y puerta para finalmente encontrarse en la cima del edificio. Corría un aire frío. El sol se había puesto por completo y la llovizna parecía estar más a gusto con la faz de la Tierra. Aristóbulo Cáceres camino con seguridad cruzando toda la azotea, como si la conociera de memoria, esquivando los obstáculos, sin tropezar con nada. Al llegar al borde observó la calle, empequeñecida, minúscula, veintitantos pisos debajo de él. Se sintió diminuto y a la vez excitado. El viento soplaba con fuerza y la llovizna le impedía contemplar con claridad los mínimos detalles. Sus manos le temblaban de frío. A pesar de ello, y a pesar del frío que ya comenzaba a calarle los huesos, se sentía feliz por haber llegado hasta allí. El plan estaba funcionando.

Después de un buen rato, cuando ya todo su cuerpo parecía entumecido, frotó sus piernas y las movilizó con agilidad. Necesitaba estar ágil para no caer antes de tiempo. Sí, Aristóbulo Cáceres deseaba el suicidio más que nada en el mundo. Era algo que lo obsesionaba de adolescente pero que nunca había intentado por ser demasiado miedoso y huirle al rostro de la parca. Tras frotarse las piernas se sentó al borde de la cornisa tomándose de los laterales de la pared. Contempló el cielo gris por un rato, vio las nubes pasar velozmente empujadas por el viento del este y pensó que así de rápido la vida se pasa, casi en un abrir y cerrar de ojos. Al instante se sintió miserable.

Sus piernas colgaban al vacío. Debajo, la avenida toda iluminada, con las marquesinas de colores chillones y las luces de los automóviles pareciéndose a pequeños bichitos de luz juguetones. El suelo parecía tan lejano, tan extraño. Comenzaba a imaginarse cómo se sentiría caer desde allí. También se preguntó si alguien lo detendría a tiempo antes de arrojarse, pero enseguida sus labios se arquearon hacia abajo, en señal de clara decepción, sabiendo concienzudamente que nadie tomaría su hombro, ni su mano, ni siquiera le susurraría al oído que no lo intente, que la vida es hermosa y que aún le falta camino por recorrer. Era en esos momentos en los cuales Aristóbulo Cáceres se sentía un hombre sumamente miserable y desdichado. Era en esos momentos en donde aquella idea que amasaba desde adolescente tomaba mayor ímpetu y hacía que su interior se avivara como brasa del averno, alimentando y acrecentando la idea del suicidio como algo pragmático, justo y necesario. No, nadie te tomará por el hombro, se dijo. Y en efecto, nadie lo tomaría por el hombro. Solo la llovizna y la noche contemplarían a aquel hombre de estatura media, calvicie prominente y ojos negro azabache, en su travesía alocada. Sin embargo, en medio de aquel último y amargo momento, supo que no estaba solo cuando en la otra esquina de la azotea, a unos cuarenta y tantos metros de él, otro hombre, un poco más joven que él, también estaba sentado al filo, con sus piernas colgando al mismo abismo y los ojos bañados en lágrimas.

Al principio no supo cómo reaccionar. No había percibido su presencia ¿Desde cuándo estaría allí aquel hombre? Un sopor le recorrió el cuerpo. Tal vez sus músculos estaban adormeciéndose más rápido de lo que imaginó. Apoyó las palmas de sus manos sobre el cemento helado y movió un pie un poco más hacia abajo, intentando buscar una especie de piso imaginario en el abismo mismo. Pero eso fue todo. Volvió el pie a su lugar y observó nuevamente al joven que se encontraba a su izquierda, el cual no parecía haber percibido la presencia de Aristóbulo en la azotea. Sintió de pronto una horrible sensación: quería gritarle a ese joven que no fuera imbécil, que saliera de allí, que el suicidio era cosa de hombres cobardes y él no parecía cobarde en absoluto. Entonces se sorprendió. Sentía que aquellos pensamientos encontrados lo traicionaban, que no era bueno que eso sucediera, que él no debía entrometerse en los deseos de suicidio de nadie, y que el joven si quería matarse estaba en su cristiano derecho, después de todo él no era nadie para impedírselo. Aristóbulo Cáceres volvió a concentrarse en el abismo. Cerró por un instante los ojos e hizo un racconto de su corta vida, desde los años de inocente niñez, pasando por la adolescencia dura y mal llevada, hasta llegar a la juventud, en donde había encontrado cierta paz con su interior y momentos de zozobra para pensar en sus propias ideas sobre la vida y la muerte, y de cuán importante era una u otra para él. Se dijo que no quería darse el gusto de morirse de muerte natural. Que debía ser distinto al resto y pertenecer a ese pequeño grupo que mira a la muerte a la cara y hasta puede llegar a escupirle, sin resentimiento, sin vergüenza, y por sobre todo sin temor alguno. Esa idea lo excitaba de sobremanera. Hacía que adrenalina bullera por sus venas. Al abrir los ojos los recuerdos se esfumaron así como habían llegado. Ahora se sentía capacitado y listo para arrojarse al vacío. No le temía a la muerte. Tampoco le interesaba tener una nueva vida. En realidad él no era de esos hombres que hablaban de vidas anteriores o que concentraban sus anhelos en vivir en un Paraíso o en una vida futura mejor que ésta que se vive. No. Él vivía el presente. Así lo había comprendido desde niño cuando su madre tenía momentos de estar sobria y lúcida, fuera del éxtasis de las drogas y el alcohol, y lo sentaba en su falda acariciándole el pelo y hablándole de lo bonito que era vivir los momentos de felicidad sin desperdiciar un segundo. En ese entonces, cuando su madre le hablaba de aquella manera y lo miraba fijamente a los ojos, él sentía regocijo y una felicidad abrumadora, comportándose como cualquier niño que en la edad dorada de la infancia tiene deseos irreprimibles de jugar y descubrir la vida. Pero aquello ya pertenecía al velo del pasado. Ahora, sentado en el borde de la azotea de un edificio de veinticinco pisos, lo movilizaban otras ideas, otros misterios irresolutos que deseaba descubrir lo más rápido posible.

Ahora había bajado ambos pies y solo se sostuvo con la fuerza de sus brazos. El cuerpo caía pesado hacia el abismo, que en el fondo dibujaba una avenida iluminada con diminutas lucecitas de colores. Cuando ya sintió que sus fuerzas no podían sostenerlo más y que su corazón bombeaba sangre como un arroyo bravío en medio de una selva, decidió el salto final. Y fue justo en ese instante de decisión, en ese minúsculo espacio de tiempo en el universo, que algo lo detuvo: el joven que se encontraba a su izquierda, también a punto de suicidarse, le había dicho algo, no sabía bien qué, pero fue lo suficientemente sonoro como para que Aristóbulo Cáceres con sus últimas fuerzas volviera a apoyar sus pies en el borde y descansara sus brazos. Miró al joven, lo interrogó primero con la mirada, y ante la inmutación de éste se exasperó y le gritó:

- ¡Ey!, ¡tú!, ¡¿qué me has gritado?! ¿Acaso no deseas morir al igual que yo?, ¡¿por qué has de distraerme en el último instante?!... ¡¿te crees que es fácil tomar coraje?!

Pero el joven parecía inmutable. Lo observaba con sus ojos entrecerrados consecuencia de la llovizna, y de sus labios no salió una sola palabra. Aristóbulo enfureció. De un brinco retrocedió hasta la azotea y fue en busca del muchacho. La escena siguiente fue de lo más compleja y llamativa. Ante los improperios enfervorizados de un suicida tocado en su amor propio el joven seguía inmutable. Mientras más alto gritaba Aristóbulo más entrecerraba los ojos el joven, como si al percibir la furia de Aristóbulo él se cerrara como un bicho bolita ante la agresividad del enemigo desconocido. Finalmente Aristóbulo Cáceres tomó de la campera al joven y le dio unas cuantas zamarreadas. Pero este no dijo palabra alguna. Solo emitió un sonido agudo, a medio volumen, sentido de desesperación. En sus ojos se veía el miedo y la incomprensión hacerse una. Ante aquella situación nuestro personaje quedó perplejo, sin entender lo que pasaba. En realidad no comprendía la relación discutible del suicidio y la cobardía. Veía en la mirada del joven de piel aceitunada la cobardía de la muerte y de la vida, de la negación y de la aceptación, de la oveja que huye del rebaño y que tras perderse implora por su vida. Soltó la campera, y el joven cayó de culo al piso. Se retorció, se contorsionó, y volvió a emitir ese sonido que ahora parecía casi gutural, y que le salía de las propias entrañas. Aristóbulo Cáceres continuó desconcertado.

- ¡¿Acaso no sabes hablar?! –le gritó con impaciencia.

El joven señaló sus labios y sus oídos, y con ese gesto preciso la luz se hizo en aquella azotea: era sordomudo, o al menos eso se dejó a interpretación rápidamente. Aristóbulo Cáceres se sintió demasiado infeliz, hasta tal punto que ahora unas cuántas lágrimas que emanaban de sus ojos se confundían con la llovizna sobre sus mejillas. Observó por un momento al joven sordomudo, al “otro” suicida, y sintió cuán desdichados eran ambos.

- ¿Por qué? –dijo Aristóbulo Cáceres al muchacho. ¿Por qué deseas el suicido?

Entonces los ojos del muchacho que habían seguido el movimiento de los labios de Aristóbulo se cargaron de lágrimas. Con la punta de sus dedos finos y largos como de ladrón tocó los labios fríos y carnosos de su interlocutor, y en un acto impensado y de tremenda efusividad lo abrazó, con tanta fuerza e impulso, que ambos terminaron en un charco de agua sobre el piso de la azotea.

Mientras ambos seguían abrazados en el piso, con sus ropas completamente empapadas, y sollozando al unísono, se escuchó el sonido chirriante de la puerta que conducía a la escalera. Entonces, en ese instante, Raquel Noriega irrumpió en la vida de Aristóbulo Cáceres, y éste sin saberlo, tras mirarla por primera vez a los ojos, sintió en su corazón una sensación jamás antes sentida, que le cauterizaba las venas por dentro, y le hacía estallar las sienes, algo que durante años siguió sintiendo cada vez que ella le sonreía o besaba sus labios. Raquel Noriega vestía de guardia de seguridad. Mantenía una linterna en una de sus manos y una gorra con un bordado que representaba a la compañía de seguridad más importante de la ciudad. Al ver la situación se quedó petrificada.

- ¡¿Qué pasa aquí?! ¡¿Acaso se han vuelto locos?!

El gesto adusto y el tono de voz elevado que rompía la llovizna en dos siempre fue un motivo de gracioso recuerdo para Aristóbulo, algo que con el pasar de los años no olvidó jamás. Te veías tan bella bajo la llovizna, solía decirle. Inmediatamente los dos hombres se levantaron del piso y se pararon en frente de la mujer. Por un momento la incomprensión se hizo dueña de la escena y tomó de rehenes a los tres personajes, volviéndolos rígidos y estúpidos, bajo la llovizna exasperante. Raquel Noriega escudriñaba con ojos sigilosos los rostros de los dos desconocidos que tenía frente a ella. Por su mente pasaban innumerables preguntas pero sus labios las sellaban, dejando que eligiera solo las más certeras. Sintió, eso dijo años después, que aquella noche era una “noche de mierda”, pero que al otro día su vida había cambiado gracias a esa misma noche. Se dirigió primero al joven suicida dejando a Aristóbulo para una segunda ronda:

- ¡Tú!, dime, ¡¿qué está pasando aquí?!

El joven volvió a emitir los mismos sonidos guturales que ahora eran apagados por el sonido de la lluvia al chocar contra el cemento. Raquel en el acto cayó en la cuenta de la discapacidad del joven y encaró al otro, a Cáceres.

- Él es sordomudo, y ¿usted?, ¿qué hace aquí y por qué peleaba con él en el piso?
- No peleábamos –respondió Aristóbulo. En realidad quise evitar que él se suicidara.
- ¿Suicidarse?
- Sí… -dijo Aristóbulo Cáceres y se tomó unos segundos, para luego concluir: ambos somos suicidas y hemos tenido la desgracia de encontrarnos aquí, en esta azotea, justo en esta noche de mierda.

Raquel Noriega los miraba anonadada. Observó con detenimiento una vez más el rostro de ambos y en un acto reflejo dio un par de pasos hacia ellos y les acarició las mejillas a ambos. Ese gesto, el cual jamás olvidó estando en vida Aristóbulo Cáceres, pareció sentirse como una oleada de aire fresco y primaveral en los corazones de los suicidas. El joven la observó con cara de niño bueno, dejando brotar una sonrisa sincera de sus labios. Le devolvió una caricia en la mejilla a la cual Raquel receptó con gracia y sensibilidad. Aristóbulo no podía creer aquello que estaba pasando. Había algo en esa mujer desconocida que llegaba al fondo de sus corazones y les transmitía amor, por la vida y por sus propias vidas. Aun así, y tras preguntárselo después Aristóbulo por años y años, el joven dio media vuelta, comenzó a correr y se arrojó al vacío ante la mirada ininteligible de Raquel y Aristóbulo. El cuerpo cayó como una pluma. Parecía estar suspendido en el aire. Ambos corrieron al borde de la azotea y observaron el descenso de aquel joven cuerpo desgraciado. En pocos segundos llegó al piso y se detuvo para siempre. Había sido muy rápido, tan rápido que ninguno de los dos encontraba explicación a la reacción de lo acontecido.

Los minutos pasaron y ambos seguían contemplando al joven suicida dibujándose como un punto que se agigantaba lentamente sobre la avenida. Rápidamente algunos transeúntes sea agolparon en torno al cuerpo y los conductores detenían sus automóviles al ver la escena. La llovizna, había cesado. Ahora un raudo viento sur movilizaba unas lenguas de nubes blancas y bajas. Aristóbulo Cáceres se figuró en su mente un acto teatral finalizado. La muerte se había llevado de la mano al joven y una vez más lo había soltado y dejado a él, a la buena de Dios.

- ¡Maldita! –balbuceó.

Raquel Noriega lloraba desconsolada. Hacía un instante aquel joven lleno de vida había acariciado su mejilla transmitiéndole calidez y vida. Solo un instante. Luego, la nada. Miró a los ojos a Aristóbulo y tras unos segundos lo abrazó con una fuerza ciclópea. Bajaron las escaleras tomados de la mano y llegaron a la avenida. El cuerpo del joven estaba tapado por una manta policial. Las luces multicolores de ambulancias, bomberos y policías rebotaban contra los altos muros mojados y brillantes de los edificios. Algunas personas allí congregadas sollozaban, otros mantenían una mano tapando sus bocas, y otros, de modo morboso e indiferente sonreían y sacaban fotografías con sus teléfonos celulares.

- ¿La vida es esto? –se preguntó Aristóbulo descorazonadamente.

La joven Raquel no tuvo respuestas. Abrazó a Aristóbulo y ya no se despegó más de su lado. De algún modo, invisible y poderoso, aquel suicidio había unido para siempre a Raquel y Aristóbulo haciendo que sus vidas fluyeran de manera acompasada. Años después cuando sus hijos en cenas familiares preguntaban cómo se habían conocido ellos intercambiaban miradas cómplices, entremezclando escuetas sonrisas y miradas tristes. Ninguno de los dos se atrevía a decir la verdad de fondo. Sin embargo en el relato en conjunto o en el que cada uno daba según la ocasión y los escuchas, indicaban que un ángel los había unido, que se había aparecido de la nada, en medio de una noche lluviosa, y tras tocarle la mejilla a ella le había transmitido mucho amor, un amor que por su gran onda expansiva había arrasado con todo presentándole a Aristóbulo como el ser indicado para caminar juntos el resto de su vida. Sus familiares sonreían a pleno con esa escena. Un “ángel”, salido de la oscuridad. Sin embargo, en el corazón de Raquel y de Aristóbulo, la cara del aquel muchacho sordomudo jamás se desvaneció. Siempre siguió allí, con su pelo mojado, su sonido gutural, y la expresividad de su rostro: pidiendo clemencia, un instante, un paréntesis en el cual detener la vida y pasar a ese plano en donde supuestamente ya nada importa, todo se soluciona y deja de doler.






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