Mercedes estaba acuclillada en
la playa, con un cigarrillo entre sus finos labios, juntando arena con sus
manos, que dispersaba poco a poco alrededor de sus piernas. Fue tan solo un
momento el que pasó en esa posición, pero bastó para que Federico Gálvez se
enamorara un poco más de ella. Dícese del amor que es una de las cosas más
tontas que pueden encontrarse en el universo, y así lo parecía si se miraba
fijamente a los ojos de aquel hombre.
Después de un buen rato
Mercedes terminó su obra maestra. Había juntado tanta arena de playa que
alcanzaba para hacer un castillo gigantesco. Federico Gálvez aplaudió a su
amiga a más rabiar.
—¿Qué hará con tanta arena,
señorita Mercedes? —dijo Gálvez con aire curioso e inquisitorio a la vez.
—Aún no lo sé, señor Gálvez…
¿Alguna propuesta?
Federico Gálvez se sonrojó y
ante semejante proposición solo se limitó a balbucear y hacer el ridículo con
gestos que no explicaban ni orientaban en nada.
—Al principio había pensado en
un castillo de arena. Pero eso sería algo muy vulgar, sabe. La vulgaridad es
algo que mis padres siempre erradicaron de mi vida, y siéndole sincera, me
alegro mucho por ello. Luego pensé en un paredón de arena que impida que el
oleaje avance. Tal vez sirva para detener el oleaje por un rato y así poder
echarme en este pozo que ha quedado a leer o a tomar sol. Pero tampoco sé si
eso es lo que quiero. En realidad, señor Gálvez, en este momento me siento como
una verdadera chiquilla indecisa. Pensé que había superado esa etapa hacía
mucho tiempo, pero heme aquí…
Gálvez la contemplaba con
cariño. Era imposible para él ocultar de su rostro las señales del
enamoramiento. Mercedes sonreía y hablaba al mar.
—Tal vez algo alocado vaya de
la mano con esa etapa de indecisión que considera tener en su vida, señorita
Mercedes. —dijo Gálvez con aplomo.
—¿Algo alocado?, ¿algo como
qué, señor Gálvez?
—Tal vez… ¿enterrarnos en la
arena?
La joven hizo estallar de
júbilo su rostro y sus ojos se llenaron de una luminosidad inaudita.
—¡Exacto! —exclamó.
Gálvez se recostó en la arena y
Mercedes lo hizo con lentitud a su lado. Entre ambos jalaban la arena acumulada
y la desparramaban sobre sus cuerpos. Reían como niños.
—Es una excelente locura, señor
Gálvez.
Él no respondió, tan solo se
limitó a seguir con la tarea. Cuando estuvieron lo suficientemente tapados
hundieron el último brazo bajo la arena tibia dejando solo sus cabezas al aire
libre.
Se miraron por un momento
mientras seguían riendo. Parecían jugar como dos chiquillos haciendo de las
suyas.
—Creo que estamos locos, señor
Gálvez.
—Creo que estoy loco —dijo él
apoyando su frente sobre el pelo de Mercedes.
El viento levantó unas nubes en
el horizonte y las gaviotas comenzaron a caminar por la playa en busca de
comida. La arena, esa prisión bajo la cual ahora estaban sujetos, se volvió lentamente
más fría. El atardecer no tardaría en caer. Sin embargo, para Federico Gálvez
aquello no era nada por lo que preocuparse, estaba en medio de la luz, después
de haber conocido durante tantos años de soledad tan solo oscuridad.
(fotografía: internet, desconocido el autor)
Estar contigo es la medida de mi tiempo, decia borges...
ResponderEliminarSiempre hay uno que quiere mas, lamentablemente, y ese es el que mas sufre o sufrira (Galvez) en este caso.
Petra
Creo que Galvez en algún punto lo sabía... tal vez, ¿quién te dice?, tenía en su mesa de luz el libro "El oro de los tigres" del mísmisimo Borges y con eso consolaba su pena por las noches...
EliminarQue paso con las cartas? se cerro?
ResponderEliminarSí, se cerró. El cartero dejó de pasar...
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