lunes, 3 de octubre de 2011

«Había una vez...»




La densidad de la cortina de lluvia impedía que los rostros se vieran claramente. No había parado de llover desde hacía más de cuarenta horas y todo por doquier era fango y charcos de agua del tamaño de una habitación. Era época de lluvias. A lo lejos se veía la luz encendida en la torre de control de la prisión. Brillaba como un faro abriéndose paso entremedio de la densa lluvia. Seguramente un guardia la movilizaba manualmente, pues aún ningún aparato mecánico realizaba esa tarea. Un hombre de baja estatura bajó de un viejo automóvil negro, un Mercedes Benz, de un brillo opacado por el clima. Un par de policías militares lo acompañaron hacia dentro de la prisión, ellos habían desplegado dos grandes paraguas y colocado al hombrecillo debajo de él. Apenas atravesaron la puerta de la prisión el hombrecillo se quitó el sombrero y el sobretodo empapado. Saludó a otros guardias con un gesto escueto y seco, y recibió saludos en igual tenor. Su nombre era una gran leyenda en las cárceles del país. No había mejor verdugo que él.

Con un gesto hizo que uno de los guardias se le acercase. Le susurró algo al oído y el guardia enseguida le hizo ademán de seguirlo. Caminaron un corto trecho hasta llegar a un baño de servicio. El hombrecillo entró al baño y cerró la puerta tras de sí. Una vez dentro, examinó palmo a palmo la instalación. Tres mingitorios, dos inodoros, azulejos blancos en las paredes, piso de cemento rústico recién baldeado. El baño estaba frío, tal vez más frío que estar parado afuera a merced de la lluvia. Después de orinar se lavó la cara. Lo hizo durante un buen rato: colocaba sus manos en forma de cuenco debajo del grifo y luego hundía su cara en el agua. Esa acción más que despabilarlo lo hacía reaccionar, le permitía que su interior se tranquilizara y que su mente cobrara la frialdad suficiente para lo que dentro de un rato acontecería. Cerró el grifo, apoyó sus manos en el lavatorio y observó su rostro al espejo. Era un hombre de mediana edad pero su cara acusaba más edad. Las arrugas había comenzado a dejar profundas marcas en su rostro y el paso de una vida llena de presiones y contratiempos había dibujado sobre su piel una especie de mapa ininteligible. Sacó un pañuelo del bolsillo trasero de su pantalón y secó su rostro. Volvió a contemplarse en el espejo y esbozó una mueca casi imperceptible, señal que estaba listo, señal que era el momento.

Al salir del baño el guardia lo condujo nuevamente a la sala de recepción. Allí tomó una carpeta que dentro contenía un legajo. “Prisionero AU-822198” se leía en la tapa. Nada de nombres, nada de apellidos. Hojeó rápidamente el legajo como si la información que conteniese no le importara en absoluto. Al llegar a la última hoja cerró la carpeta y se la entregó nuevamente al policía. «No hay nada de mi interés aquí» -dijo fríamente- «sé lo que he venido a hacer y punto, lo demás es una historia que no me incumbe y que pronto será solo una historia más…» Los dos polícias militares lo condujeron por pasillos dentro de la prisión. Se veían oscuros y algunos demasiados iluminados. Al pasar por frente a la biblioteca observó cómo unos cuántos presos se mantenían ocupados en sus lecturas. Aquella imagen le causó curiosidad y un tanto de incredulidad. «Es curioso lo que logra el encierro», se dijo. Al final de uno de los pasillos había una puerta de metal, robusta, de gran grosor. Detrás de ella estaba el patio de la prisión. La lluvia había amainado, pero solo un poco, hasta convertirse en una llovizna delicada y suave que al caer penetraba en todo lo que encontraba a su paso.

El hombrecillo hizo señas a los guardias y caminó lentamente cruzando el patio. No parecía importarle en absoluto la llovizna. Al llegar al final del patio observó que sus zapatos ahora estaban cubiertos de barro. Sin importarle demasiado golpeó con sus nudillos otra puerta de metal. Se abrió en el acto. Un nuevo policía militar lo saludó y con su mano derecha le hizo un gesto de invitación a pasar. Ya dentro, el hombrecillo observó la magnitud del lugar. Era similar a un hangar de grandes aviones. Solo que estaba casi vacío. Solo una estructura de madera de la cual pendía una horca se encontraba en medio de aquella inmensa sala. «El prisionero quiere verlo», comentó al oído el policía al hombrecillo. Éste se sobresalto «¿Quiere verme?, ¿a mí?», fueron las preguntas que de repente asaltaron la mente del verdugo. No hubo titubeos. Tras un gesto al policía ambos se encaminaron hacia la celda del preso. Lo habían sacado de su celda habitual donde había permanecido más de treinta y cinco años. Ahora estaba en una celda aún más pequeña, justo en el corredor de la muerte. Al llegar a la celda el hombrecillo se detuvo y observó el interior. A duras penas se lograba ver el bulto diminuto en posición fetal que estaba sobre el catre. Tapado con una fina manta y tiritando como un animal a punto de morir, el preso descubrió su cabeza y observó a los ojos al hombrecillo. En el acto entendió quien era aquel hombre de baja estatura y mirada fría. Como si el ser verdugo cargara con algún tipo extra de señales corpóreas al individuo que ejerce dicha tarea. El policía abrió la puerta de la celda y tras preguntarle al verdugo si estaba todo bien se retiró. Ahora ambos hombres se encontraban en la celda. El condenado y su verdugo. Uno que moriría y otro que seguiría vivo hasta que Dios lo dispusiese. Al principio no hubo palabras, solo una mirada fuerte y sostenida entre ambos. Se sentía como la lluvia azotaba la pared exterior de la celda. El frío lentamente reptaba desde el suelo y subía por las extremidades.

- Usted me ha mandado a llamar... –dijo el hombrecillo.
- Sí, gracias por venir.
- ¿Qué desea? La víctima se quitó la manta y se sentó al lado del verdugo.
- ¿Podría contarme una historia?
- ¿Una historia?..., no le entiendo... ¿a qué se refiere? –preguntó perplejo el hombrecillo.
- Sí, una historia. Cualquier historia. Una historia linda, algo que no haya pasado, o tal vez sí. No me importa en realidad si sucedió o no. Puede imaginárselo si quiere. Que más da ahora si los personajes de la historia sean reales o ficticios. No, eso ya no importa. Lo que importa es que me cuente una historia.
- Perdone –dijo el verdugo con voz dura- pero usted me está pidiendo una estupidez ¿Usted sabe quién soy yo?, ¿tiene idea a qué he venido a esta prisión?
- Sí, claro que lo sé –respondió el preso poniéndose nuevamente la manta sobre los hombros- Sé perfectamente quién es usted.
- ¡Ah, lo sabe!..., ¡¿y aún así quiere que yo le cuente una historia?!, ¿usted ha pensado lo que me está pidiendo?
- Mucho –respondió en el acto el preso-. Muchas veces lo he pensado. Y siempre supe que llegado este momento yo quería que mi verdugo me contase una historia.
- La verdad que no le entiendo, señor –dijo el hombrecillo.
- ¿A leído usted a Nabokov?
- ¿Nabokov?...

 Tras un rato de titubeo el verdugo reflotó en su memoria algunos títulos de libros y sus autores.

- Puede ser, pero no estoy seguro. Pero, ¿qué tiene que ver ese escritor con la conversación que estamos teniendo?
- Pues yo sí he leído los libros de Nabokov y a uno en particular. Es que estando tantos años en prisión uno se vuelve amante de los libros. Es como hacer el amor en la mente. Es una adicción silenciosa que tan solo la celamos con la soledad. A los pocos años de estar preso comencé a ir a la biblioteca. Leí muchos libros, pero ninguno me interesaba. Algunos los dejaba al principio, otros a la mitad, y solo pude terminar uno, y justo era un libro de Nabokov. Me gustó siempre como escribía aquel escritor ruso ¿Sabe qué libro fue aquel?
- No, ni idea –dijo a secas el hombrecillo.
- “Invitación a una decapitación” –respondió el preso- sí, ese fue el libro que terminé de leer primero y créame que lo releí unas diez veces más.

El hombrecillo al escuchar el título del libro buscó en su memoria pero no pudo encontrar nada. Por un instante le pareció extraña aquella situación que estaba viviendo: él, un verdugo, sentado a solas con el hombre que en minutos debía asesinar. Se dijo que aquello no era correcto. Se sintió dando un paso en falso en su carrera. Entonces levantándose bruscamente de la cama donde se encontraba sentado miró a los ojos al preso y negó con su cabeza en un movimiento lento:

- No, no está bien esto.
- No tema , señor verdugo –dijo el preso- no le pido compasión, ni tampoco quiero que piense que estoy loco. No. Solo le pido que me cuente una historia.
- ¡Pero que ocurrencia más estúpida! –exclamó el hombrecillo.
- A usted le parecerá así, pero para mí no lo es. Si usted me cuenta una historia yo me sentiré más cercano a usted, y ya no seremos tan distantes y fríos. Piénselo. Ni usted ni yo nos conocemos. A usted lo han enviado a esta prisión a quitarme la vida y yo estoy en sus manos. Para usted es un trabajo, soy un preso más, alguien más a quien quitarle la vida, pero usted para mí no es alguien más, usted para mí es único, es la única persona en todo este mundo que veré por última vez y con la cual hablaré. Frente a la horca estaremos usted y yo solos y nadie más. Su rostro será lo último que miren mis ojos antes que la capucha me adentre a la oscuridad; por ende es que quiero que haya un vínculo entre usted y yo, y eso lo puede lograr una historia. Sí señor verdugo, una simple historia, tal como una madre o un padre se la contaría a un niño.

Por un momento el hombrecillo se sintió compungido. Pareció que había metido su cabeza en medio de sus hombros. Observaba en silencio al preso y lo escrutaba de pies a cabeza con la mirada.

- Tal vez tenga usted razón –dijo finalmente el verdugo.

 El hombrecillo tomó la única silla que había en la celda y se sentó frente al preso. Cruzó sus dedos, junto sus talones y rodillas, posó las manos sobre éstas últimas, y mirando al preso a los ojos comenzó diciendo: «Había una vez...»


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(Imagen: http://goo.gl/rYOHv )

4 comentarios:

  1. Maravillosa historia.... tan bien narrada y descripta que pude ver cada detalle como en una película...
    Me atrapó desde el comienzo... pero no es ninguna novedad, todas tus historias me atrapan desde el comienzo... y, como otras veces, me quedo con ganas de más...
    La próxima entrega nos contás el cuento que contó el verdugo... :)
    Un beso

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  2. Después de una larga ausencia, regreso...un placer leerte de nuevo. Besos!!

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  3. @REINA:

    Creo que el verdugo inventó la historia. Yo lo haría. Ante tal petición no me negaría. Ahora que te escribo esta respuesta a tú comentario me viene a la mente la famosa anécdota de la muñeca de Kafka, que sucedió cuando él estuvo internado y lo sacaban a pasear por los alrededores de la clínica. Un día se encontró con una nena que lloraba porque le habían robado la muñeca. Lloraba desconsoladamente. Entonces este tipo, este fantástico escritor, le dijo a la nena que no llorara, que él se comunicaría con la muñeca y le diría que le escribiese una carta a la nena. Así, día tras día, Kafka escribía una carta para la nena en la voz de la muñeca. Le mantuvo el sueño y la fantasía a la criatura durante un lapso de tiempo y finalmente le escribió una carta de despedida de la muñeca a la nena. Es una historia verídica, de cómo un tipo en un momento cúlmine saca de la galera sus dotes para aliviar una pena. Así me imagino al verdugo de esta historia.

    Gracias por siempre pasar y leer mis textos, Reina :)

    Beso.

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  4. @SILVIA:

    Vieja amiga, ¿qué tal?, vieja lectora también tendría que decirte, ¿no? jaja

    Me da gusto verte de nuevo por estos lares. Como verás sigo subiendo mis escritos. Me da placer hacerlo. Es algo de lo que nunca renegaría.

    Bueno, me podés encontrar por acá, por facebook, Google+ o Twitter, vos elegís :)

    Beso.

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