viernes, 23 de marzo de 2012

Yo, un monstruo





No es sencillo ser un monstruo. La palabra puede parecer simpática para algunos, que con tan solo mencionarla todos ríen y lo toman a broma, o bien alarmante para otros que piensan que los monstruos son seres espeluznantes que no pertenecen a este mundo... pero nada más alejado. Ser un monstruo lleva su tiempo, su entrenamiento, sus horas de aburrimiento, sus etapas de desidia y de ganas de mandar todo al diablo... sí, ¡al diablo!

Madre siempre me dijo que ser un buen monstruo era una tarea de titanes, y cada vez que lo mencionaba pensaba en aquellos titanes apresados en el cielo, bajo la mirada celosa de los dioses del Olimpo. No sé el porqué de ese pensamiento, tal vez fuera por el simple hecho de haber leído mucha mitología griega desde chico, o de escuchar a mi padre en sus largos monólogos de sabelotodo despachándose a gusto y placer sobre dioses, diosas y enredos de fantasía. Tampoco es tan importante. Lo que sí importa es que no fue para nada sencillo llegar a ser el monstruo que hoy en día soy.

La monstruosidad debería considerarse una obra de arte. En las noches, cuando me dispongo a dormir en posición fetal, pienso en ello, en cómo se ha dado mi vida, en el esfuerzo de mis padres, en mis progresos y en mis retrocesos, es que uno no es perfecto. La monstruosidad no es un don adquirido genéticamente, no..., es un don ganado, luchado, obtenido, finalmente triunfado.

«Eres un verdadero monstruo», escuché decir a mi padre mirándome fijamente a los ojos, y enseguida me ruboricé y mis ojos se llenaron de lágrimas. Yo, un monstruo. Lo había logrado. Tantos años de lucha, tantas horas de ensayos y derrotas, tantos minutos de logros intermitentes y ¡Eurekas! eufóricos. Descubrirse, sí, después de todo de eso se trata. Es que todos llevamos un monstruo internamente dormido. Mi monstruo ha estado siempre ahí, en letargo, dormido profundamente en el confín del corto tiempo de mi vida. Hasta que un día despertó, y lentamente fue apoderándose de mi físico, de mi psiquis, de mi alma, hasta convertirme totalmente y lograr mostrarme tal como siempre he querido ser: un verdadero monstruo.


Hay cielos de marzo que parecen vulnerables. Me suelo sentar por las tardes en el pasto de los campos y contemplarlos. Me gusta marzo, me gusta el fin del verano. Por estas latitudes es una época emotiva, al menos para mí. Es que el nacimiento próximo del otoño siempre ha empañado mis ojos, ha dado paso a una nebulosa de pensamientos y deseos, y ha gestado un sinnúmero de anhelos, tantos que hay años que he perdido la cuenta. Los monstruos también tenemos sentimientos nobles, puros, capaces de abrir los cielos y reflejarnos tal cual somos y sentirnos vivos en la infinitud del universo. Sin embargo, y a pesar de ser más perceptivos y sensibles, también somos demasiado solitarios. Y en esa soledad radica lo negativo de ser un monstruo. Es en ese punto que me hubiera gustado que mi padre o mi madre me hubiesen advertido: “Hijo, ser un monstruo involucrará también muchísima soledad, estar alejado de las personas, divagar sin rumbo fijo, desear y no obtener, llorar y no ser escuchado, amar y no ser amado, vivir y ser ignorado.” Sí, definitivamente si hubiera escuchado algo por el estilo hubiera sucumbido al deseo de ser distinto, de convertirme en esto que he logrado ser.

Sin embargo, este marzo parece distinto. En la casa hay niños nuevos que llegan con sus bonitos y nuevos uniformes. La preceptora los recibe a todos con una sonrisa amplia al pie de la escalera y besa a cada niño en la frente dándole así la bienvenida nuevamente, después de una larga temporada vacacional. Otros años no ha sido tan emotivo, más bien diría que éste ha sido el mejor que yo recuerde. Los maestros ya han dejado sus trastos en sus respectivas habitaciones, el director ha llegado en su automóvil con sus baúles llenos de ropas y libros. Todo vuelve a estar como siempre, solo que en este tiempo parece gestarse algo distinto. Pienso, justo en estos días de marzo, si algún niño podrá verme. Pero sé las reglas, sé que quien quiera verme solo podrá hacerlo si desea ver en su fuero íntimo a un monstruo, y he ahí el verdadero drama plasmado en toda su magnitud: ¡qué niño desea ver un monstruo en su infancia! Y así, ante semejante realidad, el vagar sin rumbo tan solo acompañado de una soledad perenne hace que todo se vuelva monótono e insípido ante mi mirada. La vida se me ha esfumado en un abrir y cerrar de ojos, sin verdaderamente darme cuenta. He logrado ser lo que soñé, para lo que fui criado y educado, sin embargo, la felicidad no radicaba aquí, en esto que logré convertirme. La felicidad estaba en otro lado, tal vez en ser un verdadero mortal, tal como nací. Pero ya es tarde, el reloj nunca gira sus manecillas hacia atrás, el tiempo tirano no lo deja, las sujeta con fuerza, impidiéndole así toda posible ocasión para reparar lo que ya está hecho.

Este año los niños son más tranquilos. Solo un puñado de ellos difieren en carácter y personalidad. Mantienen el orden, se hacen rehenes de la tolerancia y las reglas. Los profesores están contentos con ellos, se nota en sus rostros, en el modo en que se dirigen a los niños. La vieja escuela también. Intento distraerme mirándolos, escuchando sus susurros en los recreos, sonriéndome cuando los observo jugar, concentrándome cuando leen en voz alta. Recitan párrafos del “Platero y yo”, leen cuentos, escriben historias fantásticas y diminutas para luego narrarlas en voz alta. Todo me parece tan real y a la vez tan fantástico… sin embargo, al rato, cuando observo los vidrios de las ventanas de la sala no encuentro reflejos de mí, no hay vestigios de materia alguna que represente mi cuerpo, tan solo está la nada mostrando palpablemente la cruda realidad: la consecuencia de haberme convertido en un monstruo. Sin aliento en las mañanas húmedas, caigo en la cuenta que soy tan volátil y falso como los fantasmas. “Tal vez has de ser un fantasma”, repite una voz interior dentro de mi cabeza. Lo hace a menudo, inesperadamente, cuando menos lo imagino y lo deseo. Es ahí, en ese preciso instante, cuando oigo su timbre de voz en medio de mi cabeza, que reacciono y me siento fatal, arrepentido, deseoso de tener una vida normal, o mejor dicho, una muerte normal. Pienso en mis padres, en todo el tiempo que ha pasado desde su muerte, en el legado que han dejado en mí y me siento feliz y muy triste a la vez. Hay días que los busco por los pasillos de la escuela, en sus aulas, en el sótano, tras el escenario de fiestas, por todos los rincones imaginables, pero jamás doy con algún vestigio de ellos. Así, tras arduas búsquedas, suelo encontrarme en algún ventanal del tercer piso observando los campos de lavanda a lo lejos, añorando mi infancia, recordando el olor de la lavanda en mis prendas, escuchando las conversaciones de mis padres, sintiendo la tibieza del sol sobre mi piel. Pero ya todo se ha esfumado. Ahora parece que aquellas escenas fueran de varias vidas anteriores, tal es así que por momentos dudo si he vivido algo de aquello o simplemente lo he deseado. Me siento atrapado entre un mundo que deseé y el mundo verdadero, el real, el que viven todos aquellos que respiran oxígeno, aman y sufren.

Este año ningún niño parece pensar en monstruos. Sonríen, juegan, se distraen con cualquier cosa que encuentran a su paso dentro de la escuela. Los niños de hoy ya no le temen a los monstruos. Supongo que tampoco su imaginación los fabrica. Y es ahí, cuando hago ese análisis, que me siento el monstruo más infeliz del mundo.

Uno de los niños, Anabela, tiene pesadillas por las noches. Las observo y son horribles. Sobresaltan a la niña, la hacen sufrir demasiado. Es entonces que una ternura incompresible se apodera de mi interior. Quiero ayudarla, tenderle mi mano y rescatarla del mal sueño, decirle que no tema, que los monstruos no existen, sin embargo no puedo. Ni siquiera puedo mecer su hombro para despertarla. La impotencia es total. Soy un monstruo —me digo— deberías de poder ayudarla. Pero no, hay monstruos como yo, que pasan desapercibidos para todos, que somos atemporales y vivimos en una niebla eterna, en donde el tiempo pasa y se olvida de nosotros, donde las personas nacen, viven y mueren sin siquiera saber que uno está allí, en ese paréntesis del tiempo, agazapado, intentando asustar o elucubrar acciones para despertar el miedo. Tal vez sea Dios que lo quiera así. Seguramente él sabe de nosotros y de nuestros deseos. Mis padres jamás me hablaron de ello, tan solo se limitaron a educarme y perfeccionarme para ser un buen monstruo, un ser capaz de infundir miedo y manejarlo a su antojo. Tanto deseé llegar a lo que hoy soy y tanto me arrepiento de ello que hay días que me sorprendo llorando, triste, y lleno de remordimientos.

Hoy hay niños en el patio. Recogen damascos maduros que han caído de los frutales. Los levantan, los observan, los seleccionan y los meten a las cestas. Todos trabajan en silencio, sincronizados, bajo la mirada atenta de los maestros. Anabela parece feliz. Anoche no ha soñado. En una de sus pesadillas he aparecido yo, su miedo y su debilidad me lo han permitido. Pero no cumplí el rol deseado, no… hice lo contrario, lo que hoy pienso es correcto. En el sueño me le he acercado a su cama, le he sonreído, le tomé de la mano. Busqué un tono de voz agradable, transfiguré una bonita sonrisa, y le he contado historias en donde los monstruos son falsos, en donde solo existen en la imaginación de los humanos. Ella despertó bien, sin sobresaltos, con sus grandes ojos observando el cielorraso del techo. Ahora recoge damascos con felicidad, concentrada en su tarea, como si las pesadillas hubieran quedado atrás, tal como una nube que es arrebatada del cielo por un fuerte vendaval. De pronto me invade una profunda felicidad. Hice todo lo que un monstruo debería no hacer. Sin embargo, hay felicidad brotando de mí, así, como el germinar de una nueva semilla. Entonces miro a Anabela, la veo acomodar su pelo castaño y lacio detrás de su oreja, la observo mover sus manitos diminutas entre los frutos maduros, miro el celeste del cielo, escucho el murmullo de las voces de los niños y siento que es mejor así, que a pesar de haber deseado algo con mucha fuerza, la vida y el tiempo me han demostrado que no era para mí, que yo no debería haber sido un monstruo, que yo debería haber tenido una vida simple, de mortal, así, como todo el mundo. 




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 (Imagen: "Human difference" de Eshwar - Emilio Cassanese - http://www.curioos.com/eshwar#tk-10_cl-all )

2 comentarios:

  1. Conmovedor relato...... :)
    Ese final... ese " a pesar de haber deseado algo con mucha fuerza, la vida y el tiempo me han demostrado que no era para mí..." es lo mejor del relato...
    Pasamos la vida tratando de ser o hacer forzadamente algo que no es para nosotros...
    Muy bueno...!!!

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  2. estremecedor relato, me conmovió... un abrazo!

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