Estando yo sentado en una plaza, hace muchos años ya, cierta mujer de
avanzada edad se sentó en el banco, a mi lado. Lo hizo de manera distraída,
como si en realidad yo no estuviese allí. Miró en todas direcciones menos en la
mía. Primeramente pensé que intentó ignorarme, que tal vez aquella señora
ignoraba a los más cercanos, pero inmediatamente me percaté de algo extraño en
su modo de mirar, como si al achinar los ojos su visión se volviera más aguda,
más horadante, como si estuviera a la pesquisa de algo o alguien sin importarle
todo lo próximo.
Pasó largo rato sentada sin demostrarme siquiera su existencia. Cada
tanto sacaba un diminuto pañuelo floreado de su bolso, enjugaba con delicados
golpecitos el sudor de su frente y lo volvía a guardar. Era verano, cerca del
mediodía, el sol ejercía con sus rayos una sensación similar a latigazos
desalmados. Sin brisa, sin casi sombra, permanecíamos ambos a merced del astro
rey en una especie de ritual ridículo para aquella hora.
Cada tanto le miraba de soslayo. Observaba con detenimiento sus
facciones y sus gestos. Debía rondar cerca de los setenta años, aunque sus
movimientos y gestos parecían de una mujer aún mayor. Por momentos me intrigaba
y deseaba iniciar conversación, pero repentinamente un freno interior me hacía
detener. Algo me decía que aquella mujer esperaba a alguien, o en realidad
buscaba algo.
En uno de esos momentos, mientras la miraba con expresión radiante, se
percató de mi presencia y se sonrojó. Sus mejillas secas y prominentes se
ruborizaron rápidamente. Me lanzó una mirada profunda, pero con cierto
disimulo. Movilizó sus labios, con cierto nerviosismo, como suelen hacerlo las
personas que de repente acumulan cientos de palabras en su boca, pero sus
labios, como crueles carceleros, les impiden expresar al menos una y se debaten
así entre lo ridículo y la vergüenza.
Esa escena se mantuvo en el tiempo. Duró unos segundos. Eternos. Sí,
eternos. Juro que quise hablar yo primero, ayudarla a expresarse, intentar
tomar su mano y rescatarla de ese pozo oscuro y ciego donde la situación la
había sumergido, pero no pude. En realidad supongo que di paso al rescate, a
que ella en un santiamén pudiera hacer el corte justo y necesario para escapar
del aprisionamiento verbal. Me habló entonces:
—¿Mi rostro le ha llamado la atención, joven? —dijo ella.
Aquella pregunta me sobresaltó. En realidad debía yo afirmar, aseverar
que así había sido, pero la respuesta ahora debería ser un poco más compleja
pues ya no solo era su rostro lo que me parecía interesante y había acaparado
mi atención, sino que su sola presencia y su comportamiento singular horadaban
mi curiosidad.
—A decir verdad no tanto, pero sí reconozco, y por ello le pido
disculpas, que su modo de mirar ha llamado mucho más mi atención.
—Parece curioso pero todos tenemos cierto misterio en nuestras maneras
de mirar, ¿no le parece? Es como si allí, escondido entre velos misteriosos,
residiera gran parte de nuestro ser y sólo algunos pudieran verlo…
—Es una bonita forma de pensar —acoté.
—¿Sabe? Hace unos años, bah, en realidad muchos años atrás, en mi
juventud, mi mirada se perdía en la mirada de un hombre. Podría decirle que la
mirada de él había secuestrado la mía. Yo era su prisionera, hasta en los modos
de mirar. Él tenía esa mirada enigmática y sincera que sólo aquellos hombres
con esencia y masculinidad suelen tener. Yo estaba enamorada, era joven, y
observaba los matices de la vida desde todos los ángulos posibles. Siempre he
pensado que esa curiosidad muy mía por observar el mundo circundante ha sido un
gran don de vida. Y en aquellos tiempos mis ojos sólo enfocaban en ese hombre,
en ese gran amor que tuve.
—Debió de ser algo muy intenso entonces…
—Lo fue… sí…
Callamos. Sólo por unos instantes. El sol apretaba demasiado sobre
nuestras sienes. Se acercaba la hora del almuerzo y yo debía juntarme con mi
esposa en un restorán cercano. En cambio la mujer parecía que podía pasar todo
el día sentada allí. No había prisa en sus gestos. Cada tanto acomodaba el
bolso sobre su falda y no más que eso.
—Debo marcharme —dije—, ha sido un placer haber podido charlar con
usted.
—Lástima —respondió ella—, pues su compañía me gusta, me cae bien.
—Seguramente habrá otra ocasión donde volvamos a encontrarnos, aquí o en
otro sitio —respondí.
—Sí, así es… en realidad de eso trata esta vida, ¿no? Las casualidades y
causalidades… esas palabras tan desgastadas a las que hacen referencia los
jóvenes de hoy.
—Yo creo en ellas —dije—, es más, soy un ferviente defensor de esas
palabras. Creo en las casualidades y también en que todo tiene una causa. No
creo en el azar. O en realidad mi porcentaje de creencia en ello es bien bajo.
Volví a posar mi mirada en la anciana y la observé con ahínco. Ella
parecía desmenuzar lentamente mi razonamiento para así emitir una respuesta y
continuar esa charla. Yo debía marcharme ya, pero algo me sujetaba. Me levanté,
alisé los pantalones, di un par de golpecitos al sombrero sobre mi mano y
esperé que la anciana se expresara por última vez. Fue entonces, al apartar los
ojos de ella, que observé lo límpido del cielo y caí en lo impuntual que sería
con mi esposa.
—Señora, mía —dije—, ya debo marcharme.
—Está bien, jovencito. Vaya tranquilo. Eso sí, recuerde mi rostro, al
menos por el transcurso del día de hoy, pues no siempre uno se cruza con
desconocidos e intercambia palabras y de allí surge una charla amena. Recuerde
a esta vieja, a mi rostro, y a nuestra charla.
—Lo haré…
—Después de todo mi rostro le dejará de ser interesante con el paso de
los días y las noches. Se irá desvaneciendo de su memoria y otros rostros
ingresarán en ella. Pero no me preocupa. En realidad eso es algo inteligente
que logra la vida, ¿no cree? Ella es tan hábil, tan ágil para poner y quitar
rostros de nuestra memoria que la hace única y nos permite seguir viviendo,
avanzar, y no detenernos…
Aunque muchas veces caemos… —dijo con cierta pesadumbre.
—¿A qué se refiere con “caemos”?
—A que quedamos atrapados muchas veces en un bucle de tiempo, atesorando
rostros que han pasado por nuestra vida, manteniéndolos con brillo y vitalidad
en nuestra memoria, y ejerciendo una presión altamente psicológica a nuestra
mente. Fíjese, joven, que yo he sido una mujer así. El rostro de aquel hombre
que amé aún permanece grabado a fuego en mi memoria, y lo busco, tal como era,
a diario, entre la multitud, en los pasillos de los colectivos, en las largas
colas de los Bancos, en acto multitudinario al que vaya. Lo busco como si
deseara encontrarlo tal cual era, con esas facciones tan delicadas que sólo el
amor de aquellos tiempos me permitía ver. Lo busco sin remordimientos por mi
pérdida de tiempo, ¿Porque sabe una cosa?, buscar así como yo busco ese rostro
lleva tiempo, se lleva gran parte de la vida misma...
Sus palabras sonaban fuerte. Aquella mujer no miraba distraídamente,
todo lo contrario, observaba con minuciosidad cada rostro que la vida le ponía
por delante, cada facción, cada destello y brillo de pupilas, cada mueca de
sonrisa, cada expresividad, y todo en busca de un hombre que ya no sería aquel
que conoció, que tal vez en ese instante estaría muerto, o no…, pero no
reparaba en ello sino que ajustaba su convicción de encontrarlo con mucha más
tenacidad. Me pregunté por un instante si mi esposa haría lo mismo por mí si la
vida nos separara, si nos llevará por caminos distintos y nuestras vidas se
bifurcaran, ¿acaso ella me buscaría así, con esa mirada, entre la multitud? No
sabía qué responderme. En realidad podía ir hondamente hacia mis adentros,
bajar al abismo más profundo de mis entrañas, y jamás encontraría tal
respuesta. Me sentí perturbado. O tal vez enojado conmigo mismo por plantarme
aquella duda y regarla para que germinara en mi interior.
La anciana se levantó del banco, acomodó su bolso en el hombro y besó mi
mejilla. Me observó con muchísima dulzura. Con su mano pequeña y seca acarició
mi mejilla. Sentí lástima de mí mismo. Sentí una profunda tristeza abordarme.
En realidad la vida misma tenía ese tipo de juegos agridulces, un tanto
amargos. El futuro siempre sería algo incierto y ni yo ni nadie podía saber qué
le esperaría. Me vi repentinamente en mi vejez, tal vez en una plaza como
aquella, sentado en un banco solitario, observando rostros, intentando ver lo
interesante de ellos y buscando al gran amor de mi vida, ese rostro único que
cambia según nuestro corazón se enamore, ese rostro indescriptible que es vacío
o tiene mil formas, ese rostro que se atesora según el momento y puede
perpetuarse o no en nuestra memoria según la intensidad con la cual hayamos
amado.
Vi alejarse lentamente a la anciana. Observé la hora en mi reloj, ya era
tarde. Seguramente mi esposa, furiosa por mi tardanza, habría elaborado una
larga lista de reproches para lanzarme en la cara apenas me viera. No
importaba. No me importaba en absoluto. Acomodé el sombrero sobre mi cabeza,
metí las manos en los bolsillos del pantalón y caminé hacia el restorán con
tranquilidad, observándolo todo, mirando cada rostro que pasaba a mi lado, y
preguntándome si esas personas desconocidas buscaban también otros rostros,
esos que se atesoran y uno se esclaviza por ellos para toda la vida.
(Imagen obtenida de internet)
Maravilloso... había olvidado cómo me gusta leerte...! ;)
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