jueves, 21 de febrero de 2013

Bolas de nieve




Nieva.

El frío desmedido repta por las tuberías de la calefacción, intenta ingresar al interior del edificio, pero ahí queda, agazapado y expectante a la espera de caer, sin miramientos, sobre los cuerpos humanos débiles y friolentos, en un invierno que no se parece a otros, ni por el clima ni por las vivencias.

— Es un robo —dijo uno.

— No sé si es un robo. Tal vez sea una fina manera de birlar algo, de tomar parte de la inspiración de
alguien para auto inspirarse y construir a partir de ello —dijo otro.

— Es plagio –dije yo- mientras me acomodaba en la silla de modo sereno.

Solo habíamos hablado tres personas del grupo, los demás miraban o se distraían contemplando el movimiento de las copas de los árboles a través de las ventanas. Era agosto, ya ni recuerdo bien el año, pero sí el frío descomunal. Reunión de terapia. Un puñado de personas con distintas vidas sentadas en círculo hablando de sus cosas, de sus miedos, de sus perfectas e imperfectas vulnerabilidades. El frío no ayudaba. Las lenguas parecían adormecidas.

— ¿Por qué dices que es plagio? —preguntó otro.

— Pues porque simplemente lo es. Si lo miras detenidamente verás que salvo algunas palabras cambiadas el resto, casi todo el texto, es mi texto —respondí.

— ¿Dices que te he plagiado? —dijo el acusado hasta ahora invisible, aquel que se hizo cargo de las palabras, como si se tratase de un imán que atrae la viruta de hierro.

Callé. Absoluto silencio.

En realidad ya no tenía ganas de hablar más. Después de todo ¿cuánta gente hace plagio en este mundo? No sería ni el primero ni el último escritor al que le han plagiado algo. Sí me molestaba que fuera él. En realidad, y pensándolo fríamente, sentí como una terrible puñalada glacial en mi cerebro que el plagiador haya sido tamaño de alfeñique. Ahogué la bronca desviando la atención y observando el parque nevado. Concentrábame en la blancura de la nieve y en su pureza para evadirme de la exposición verbal que subía lentamente de tono dentro del círculo. Nuestro terapeuta nos observaba en silencio.

—No he plagiado tu texto —dijo el hombre señalado invisiblemente. Solo me he inspirado en él. Pero claro, ahora caigo en la cuenta que tú no lo ves así.

No le dirigí la mirada. Seguí absorto en la blancura helada. Fuera, en el parque, caminaban algunas parejas y jugaban niños, haciendo muñecos de nieve y arrojándose pequeñas bolas. Por un momento quise ser niño nuevamente, tomar nieve con mis manos, moldearla, saber cuándo era el momento justo para detenerme porque la bola había alcanzado su tamaño óptimo, y entonces sí, arrojarla, fuerte, lejos, impactando algo a lo que quería romper o al menos dañar. Esa sensación me embargó por completo. Era como un deseo extremadamente grandilocuente de volver a la infancia, de revivir esos momentos de felicidad pura, exquisita. Volví en mí al escuchar el murmullo del grupo. Ahora todos debatían sobre el plagio y el uso correcto de la palabra “plagiar”. Reconozco que quise abrir un pozo en el piso y ponerme a cavar por horas, por días, por años, y salir a China, en medio de un pantano, lleno de insectos, saturado de calor, pero libre de tanta palabrería inoportuna y llena de explicaciones fatuas. No pude escaparme a China. Tuve que seguir sentado en el mismo lugar, siendo uno más del círculo, escuchando las distintas tonalidades de voces, los gritos, las subidas de tono, y el murmullo cansino y aturdidor que se encargaba de darle forma al hecho de que el acusado, el escritor fantasma (el que se había adueñado de mis palabras, frases y párrafos), se defendía, hasta el límite casi de la ofensa, de las acusaciones directas e indirectas del resto del grupo.

Sin pensarlo me escapé nuevamente. Sentí la increíble sensación y deseo de estar allí en el parque, cerca de la nieve, sintiendo el frío del viento recorrer mis mejillas, y la mirada de los desconocidos encontrarse con la mía. No había mucho más que hacer allí dentro. Me puse de pie bajo la mirada incomprensible de algunos. Observé a todos cuantos me rodeaban. Giré el cuello lentamente posando mis ojos en cada uno de mis compañeros de terapia. A medida que lo hacía me impregnaba de sus vulnerabilidades como una esponja cuando cae al agua. Las sentía mías. Habíamos compartido tanto tiempo… Fue entonces que el acusado se levantó de un impulso, y tras colocarse a centímetros de mi lado comenzó a largarme improperios, con su voz chillona y su aliento de trasnochado de bar. No lo escuchaba. Solo deseaba salir de allí. Podía sentir la tibieza de su aliento rozarme la mejilla, la vibración de su voz intentar adentrarse en mis oídos, pero era solo eso, nada. Miré al terapeuta, lo vi ensimismado más que nunca en ese momento. Tuve tiempo para preguntarme si habría tenido una mala noche con su esposa, un desaire amoroso, o tal vez una negación sexual en su cama matrimonial. Aposté a que lo último era lo más acertado. Me compadecí de él, después de todo su humanidad no difería mucho de la nuestra. Me alejé caminando lentamente, enfocando y visualizando únicamente la puerta de salida. Podía percibir como todos miraban mi accionar y clavaban sus ojos en mi nuca.

Afuera un sol tenue se escondía detrás de unos nubarrones grises, oscuros, mechados con algunos más claros. El viento congelaba. El sol era apenas un adorno. Caminé hasta el parque y me detuve al llegar al embaldosado. Cerca, a unos pocos metros, unos adolescentes pintaban un grafiti sobre una pared: un



dibujo, un poema, y sus respectivos nombres a modo de firma. Expresaban libertad. Sentí que allí, en todo
el parque, la libertad era algo que flotaba por doquier. Aún resonaba en mi cabeza la palabra “plagio” con la voz chillona del escritor fantasma. Blanco. Insonoro. Eso puse en práctica y el pensamiento se borró. De inmediato uno de los niños que jugaba en el parque emitió un sonido de felicidad. Reía junto a su madre y otros niños. Fue el puntapié justo para que así me adentrara en la nieve. Primero un pie, luego otro, y así un par de metros. Tras darme vuelta contemplé las pisadas, hundidas en la nieve, bastante profundas, como si hubiese pisado un campo de copos de algodón. Sonreí. Se sentía extremadamente increíble. Logré observar que desde la ventana del edificio me miraban todos mis compañeros, inclusive el terapeuta, ahora con cara más animada. Levanté el brazo derecho y los saludé. Sonreí también. Devolvieron el saludo de igual modo, con sonrisas y moviendo sus manos y brazos. Había conexión. Tal vez mucha más que mientras estábamos en el círculo. Seguí en la nieve observando todo a mí alrededor. El día exaltaba toda la superficie terrestre, aún en su languidez, exponiendo objetos y seres vivos a reflejar lo mejor de sí. Me pareció único poder estar viviendo ese instante, lejos de las cosas que me aturdían.

Al rato el acusado salió del edificio. Cruzó la calle, caminó por el embaldosado, y se detuvo frente al paredón donde los adolescentes ahora contemplaban felices su obra de arte urbano. Movió su cabeza de un lado a otro, en un acto de negación. También me observó a lo lejos, como si con ese gesto estuviera indicándome que yo sí aprobaba lo del grafiti y lo de la expresividad de las nuevas generaciones. Si ese era su pensamiento estaba en lo cierto, no se lo negaría jamás. Finalmente siguió camino y se perdió calles arriba. Desde el interior del edificio todos habían contemplado la escena. Tuve la sensación que el acusado se sintió solo y señalado por todos, a tal punto que comprendió que debía irse, que el círculo tenía una fisura y justo estaba debajo de su silla. En pose de cuclillas tomé una considerable cantidad de nieve entre mis manos y comencé a amasar una bola. Dejé por un instante las manos en la nieve hasta que comenzaron a arderme, y ahí, tras sacarlas le di forma a la bola. Me sentía un niño, con agraciada libertad, olvidándose de los problemas cotidianos, dejando libre su imaginación, dedicándole un momento de su vida a eso, a vivir y disfrutar.

Fue entonces que todos mis compañeros de grupo salieron corriendo del edificio y se hincaron de rodillas en la nieve. Comenzaron a amasar bolas de nieve. Más pequeñas, más grandes. En sus rostros había tan solo sonrisas. El sol ahora había girado un poco, indicando el atardecer. Las sombras se proyectaban sobre los rostros de mis compañeros dándoles distintos tonos a sus facciones, como si emergiera desde dentro de ellos un ser distinto que deseaba también expresar con júbilo su libertad.

—Era plagio —dijo uno.

—Sí, lo era —dijo otro un tanto más distante.

Asentí.

Yo recordaba perfectamente haber llevado aquel escrito al grupo, haberlo leído, haber mirado a cada uno de mis compañeros a los ojos cuando los mencionaba en orden, con dureza y sin pelos en la lengua. Todos habían escuchado con detenimiento aquel texto, menos el acusado. Luego, el texto había desaparecido. El terapeuta indagó uno a uno y no obtuvo nada. Tan solo había desaparecido, así, como si nada. Sin embargo, el grupo completo sabía de antemano quién había sido el culpable. Lo sabía por deducción implícita, por transmisión de pensamientos, por el solo hecho de que no había otra persona que fuera la culpable. Esa misma tarde el acusado había leído mi texto, pero desde su perspectiva, así, como las sombras que jugaban al atardecer.

—Sí, era mío… —dije mientras seguía amasando la bola de nieve.

Pronto comenzaron a tirarse las bolas unos a otros. Comenzaron también a reír, a correr, a zambullirse en la nieve. El terapeuta corrió hacia la nieve, permitiéndose él también ser uno más del círculo. Su rostro ya no tenía esa tonalidad que deja la duda en el espíritu, ahora irradiaba un rosado vivo, sonrojado por el frío intenso y la adrenalina recorriéndole el cuerpo. Se hincó a mi lado observándome con una gran sonrisa.

—Así, así… —dije, mientras amasaba un poco más mi bola de nieve.

Él me imitó.

—Gracias —dijo.

—De nada —respondí yo.




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(Imagen: http://goo.gl/AGhf3)

3 comentarios:

  1. Me gustó.
    Michel Foucalt habla de pluralidad de voces, de tejidos múltiples en un texto, de independencia de la obra de su autor, de mil ecos en un escrito, de que nadie ha inventado nada, ni siquiera los supuestos instauradores de discursividad, como Homero o Freud.

    Nadie escribe algo por primera vez.

    Me ha encantado tu texto, refleja la semiótica actual. El pensamiento de que en realidad todos somos ecos de otros.


    Si no me arriesgara a que me tiraras en la cara una bola de nieve y me pegaras justo en la nariz, con saña, te propondría leer un cuento genial que se llama: ¨Pierre Menard, autor del Quijote¨.- que cifra el maravilloso mensaje de esta entrada tuya.

    Pero no quiero, quiero proteger mi nariz. :D


    Te mando un beso, Miguel.



    SIL

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  2. MUY BUENO, FUE UN PLACER LEERLO DE PRINCIPIO A FIN

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