
Parte 6 (fin)
La habitación estaba llena de un aire dulzón cuando desperté. Me dolía todo el cuerpo de la mala postura en la que me dormí. Izumi aún seguía profundamente dormida sobre el sofá. Al mover lentamente mi cuerpo y desperezarme me di cuenta que por primera vez había despertado al lado de Izumi. Aproveché ese instante para guardarlo en mi memoria. Pocas veces me he permitido grabar los momentos que reconozco importantes en mi vida, ese día lo hice y me sentí feliz por ello. Preparé un desayuno simple, regué las plantas, abrí las ventanas de la casa dejando entrar más aire dulce. Increíblemente en ese momento me sentí en familia nuevamente, como si toda la soledad de los últimos años hubiese sido comprimida y arrojada al universo como un meteorito. Lejos, bien lejos, así sentí la soledad en aquel momento. Izumi se despertó a media mañana. El café estaba tibio, pero no me importó volver a hacerle uno nuevo, tan solo sentir que ejecutaba aquella acción me hacia sentir completo de alguna manera. Increíblemente hay seres que nos complementan –eso pensé- y que por más que para los ojos de cualquier otro humano sea un ser normal, vulgar, para uno es único e irrepetible. Sus partículas se fusionan con las de uno, su aura brilla con la nuestra. No sucede siempre. Yo sentía que con Izumi me sucedía y no estaba dispuesto a dejar pasar esa oportunidad.
Comenzamos a frecuentarnos, de a poco la relación comenzó a entretejer una malla fuerte que no solo unía sino que nos protegía de un mundo exterior que muchas veces se volvía hostil, y también de nuestras propias peleas y desencuentros. Íbamos al cine, comíamos en restaurantes caros y también comida rápida en la estación del metro. Mirábamos recitales de rock en DVD tirados sobre el sofá, llorábamos con comedias románticas y jugábamos a las cartas los días de lluvia. Ninguno le decía al otro qué hacer. Cada uno tenía el suficiente tacto y la justa visión para lograr ver la línea, casi imperceptible, que nos dividía las acciones amorosas de las que nos podrían causar dolor. Aprendimos poco a poco a no romper los cristales que protegían lo que habíamos logrado conseguir. Ambos sabíamos que lo conseguido, que lo invisible que nos mantenía fusionados, era algo valioso, casi en extinción. Muchas veces pensé que Izumi pensaba paralelamente como yo. Darse cuenta de lo importante que es quien te ama con todos sus defectos y virtudes es algo que no es tan simple de encontrar dentro de uno mismo. Por eso lo valorábamos, nos valorábamos. Hacíamos el amor siempre que nos veíamos, una y otra vez, sin necesidad de pedírselo el uno al otro. Tan solo nos mirábamos y deseándonos comenzábamos a desvestirnos y amarnos. En el momento de estar dentro de ella increíblemente mi campo visual solo se concentraba en su sonrisa, en su contorno y en el movimiento ondulatorio y frenético de su cuerpo.
Fue una bella época.
En el jardín los colibríes solían revolotear a la hora de la siesta y en ese momento Izumi solía quedarse quieta, sentada debajo del fresno, a observarlos. Mi pensamiento al ver aquella visión me hacía imaginar a aquella mujer que ahora corría por mis venas como la habitante de aquel mundo imaginario cargado de árboles de papel. Es increíble cómo hay personas que por el tan solo hecho de existir escriben en el libro de nuestra propia vida, pensé.
Una tarde de primavera decidí proponerle vivir juntos.
- Oye, Izumi, ¿vivirías conmigo? –le dije al levantarme y mientras aún ella dormitaba. Creo que aproveché ese momento porque si la veía despierta completamente me inhibiría.
Izumi hundió su cara en la almohada por un instante y yo sentí haber cometido un error. Pero no, no fue un error. Ella tan solo sollozaba. En ese momento la sentí tan femenina, tan única para mí que solo pude atinar a contemplarla en silencio. Me atreví a acariciar su espalda desnuda y con la calidez de mi mano suavizar los cientos de pensamientos y sensaciones que tal vez mi proposición le había hecho sentir. Se incorporó lentamente y con sus labios a pocos milímetros de los míos me dijo, sí, claro. Nos abrazamos. Creo que tarareé una canción de Jim Morrison en su oído. Supuse que le gustó, ella me abrazó más fuerte hundiendo su rostro en mi cuello.
- Papá, si mezclo acuarela de color azul con otra de color amarillo ¿qué color logro? –me preguntó mi hija Lourdes, mientras pintábamos juntos bajo el fresno del patio.
- Verde, hija, verde.
- ¿Cómo el pasto?
- Claro, como el pasto, como la copa de los árboles, como las langostas.
- Papá, ¿y el celeste del cielo?, ¿cómo lo logro?
Me sonreí. Acaricié su pelo.
- Con un poco de blanco y otro poco del color que tienes dentro.
- ¡Papá!, ¡yo no tengo color dentro de mí!
- ¡Claro que lo tienes!, si te fijas todos tenemos un poquito de color dentro y con él podemos tocar otro color y ver el resultado, un nuevo color, tal como el que deseamos. ¡Vamos!, ¡tócate! –le dije señalándole su pecho.
Lourdes tocó su pequeño pecho y con su dedito apuntó al cielo.
Ambos quedamos riéndonos tendidos sobre el pasto y con nuestras ropas y manos llenas de pinturas multicolores. En ese momento, mientras miraba a mi hija pintar, giré lentamente la cabeza observando todo a mí alrededor. Izumi leía un libro en su silla mecedora, el césped desprendía un verdor claro y luminoso, los susukis que Izumi había plantado contra la cerca se veían espléndidos, el sol entibiaba la vida, mi hija menor compartía un momento de su corta vida conmigo, y mi propia vida, aquella que se había alterado drásticamente hacia un par de años, parecía haber vuelto a la normalidad. Tal vez los malos tiempos habían quedado aprisionados en un viejo cofre en el fondo del mar. No todo dura para siempre, pensé. Tal vez había llegado la calma después del huracán. Tal vez la ola gigante no me había aplastado completamente y la puerta del placar se había abierto para que yo saliera aún sin percibir los brazos acogedores de mi madre. Es casi imposible entender los designios del destino, como así tampoco en qué momento a la vida se le antoja decirnos qué se debe aprender. Nuevamente mi vida y yo estábamos conectados.
FIN.