domingo, 30 de agosto de 2009

mundos espiralados (7)

Capítulo 7


Pintorescamente enclavada entre las sierras la casa de mi abuelo llevaba años sin ser visitada por ninguno de mis parientes. Hasta mis padres se notaron sorprendidos cuando se los comenté por teléfono.

- ¿Ir a pasar unos días a la casa del abuelo? –preguntó sorprendida y admirada mi madre.
- Sí, madre. Iré a ese sitio porque necesito tiempo conmigo mismo. Necesito aislarme por un tiempo. La universidad me ha desbastado este año.

Supongo que mi madre no me creyó. Las madres tienen ese sentido, no sé si es sexto o qué número, que siempre termina intuyendo que algo le pasa a su hijo. Pero aún sin el entendimiento o no de mi madre llegué a casa de mi abuelo casi al anochecer. Tras ver partir el ómnibus que me dejaba a un kilómetro de la casa supe que había tomado una buena decisión. A veces el silencio y la soledad son las mejores vendas para un corazón sangrante. Mi corazón aún sangraba.

La casa de doble piso se elevaba altiva sobre la hondonada como esperando pacientemente mi llegada. Los rojizos quebrachales que la rodeaban se mantenían estáticos ante la suave brisa nocturna. Una sensación de paz me invadió por completo. Confirmé aún más haber optado por la decisión justa para organizar mis ideas y sentimientos. Al entrar a la casa todo estaba cubierto de polvo y algunos rincones por hojas secas. La luz eléctrica solo estaba en el lado oeste de la casa, seguramente alguna tormenta había cortado algún cable de la otra ala. Me instalé en el gran comedor. Tendí la bolsa de dormir, organicé una pila de libros al lado y busqué un cenicero y un vaso. Estaba tan exhausto que no tuve ganas de husmear más por la casa. Era más grande de lo que la recordaba. A mi abuelo siempre le gustaron ese tipo de casas. Recuerdo que cuando era niño solíamos llegar de visita con mi madre y el abuelo salía sonriente a recibirnos mientras mis tías, hermanas de mi madre, jugaban plácidamente a la canasta en la galería del segundo piso pudiendo a su vez contemplar desde allí toda la hermosura de las sierras. Era inevitable que los recuerdos de mi infancia me asaltasen. Supongo que son solo un puñado de recuerdos los que se te anclan como quistes en lo profundo de la conciencia, y los vividos en la casa de mi abuelo eran unos cuantos de ellos. Me metí en la bolsa de dormir y me eché a leer a la luz de una vela. No tuve ganas de leer con luz eléctrica. Después pensé que daba lo mismo estar en una que otra parte de la casa total podía prescindir a voluntad de la energía eléctrica. Tras leerme un par de hojas de un capítulo muy interesante del Conde de Montecristo me quedé completamente dormido bajo las estrellas de la cruz del sur.

Por la madrugada sentí frío y me aferré más a la bolsa de dormir. Afuera el clima había cambiado. Un fuerte ventarrón proveniente del sur anunciaba probable lluvia, y los quebrachales mecían sus hojas bruscamente en señal de un nuevo clima. Me desperté de repente por las sacudidas alocadas de los postigos de las ventanas. Debatiéndome entre los placeres de Morfeo y la realidad me dirigí hacia cada ventana y aferré como pude los postigos. Pasé el dorso de mi mano sobre un vidrio de una de ellas y observé el exterior. Un amanecer gris se avecinaba y los pastizales se seguían meciendo violentamente al compás del viento. Sonreí. A pesar de la negatividad del clima me sentía feliz de estar allí. Era el dueño de la casa, amo y señor. Sentía que el único problema que en ese instante tenía era organizar la casa para recibir aquella tormenta que se avecinaba. Nada más ocupaba mi mente, ningún pensamiento se había colado; como por arte de magia mi mente había empezado a liberarse de la opresión de los recuerdos. Me terminé de vestir, desayuné unos mates con bizcochitos con grasa y seguí leyendo otro capítulo del conde de Montecristo.

Estando en aquella casa yo parecía mimetizarme con el niño interior que siempre conservo. De a ratos los recuerdos familiares me asaltaban y desviaba la lectura del libro a imágenes que se agolpaban en mi mente sobre vivencias de mi infancia. Mis padres sonrientes, mi abuelo dándome consejos, mis tías tomando el té o mate junto a mi madre en la galería de la planta alta. Todas imágenes cargadas de afecto. Eso me reconfortaba. Tras crecer uno siente que ciertas capas van quedando en el camino, y tiende a pensar que jamás volverá a sentirlas, pero es erróneo, la mente y el cuerpo pueden escenificar a la perfección bellos momentos vividos con gente querida o no. A pesar de ser hijo único tuve una infancia feliz. Mi mundo, unipersonal, lo compartí siempre con seres imaginarios. Necesitaba crearlos pues era un niño que amaba jugar. Aquella casa también se predisponía para ello. Cuando jugaba a las escondidas con mis tías yo salía disparado a esconderme tras los árboles o las habitaciones más alejadas de la casa. Y allí, en el escondite, susurraba en voz baja a un ser desconocido pero que yo sostenía estaba conmigo. Supongo que esas cosas son normales cuando uno es niño. Luego, en mi veintena, las únicas voces que susurraban eran las de mi conciencia y las de mi mente, en puros diálogos e introspecciones profundas sobre mi propia vida y errores. Las primeras gotas cayeron antes de las ocho de la mañana. El olor a tierra mojada me avisó antes. Ese olor, siempre amé ese olor. Tras escuchar la detonación de las primeras gotas contra el tejado del alero salí a sentarme a la galería. Tomé pose budista y me senté. La naturaleza parecía hablarme. Los árboles, el viento, hasta la casa. Tal vez era la manera que aquel sitio tenía de recibirme. El sueño se me había ido por completo, mis ojos podían palpar la humedad del ambiente y mis oídos captaban a la perfección la orquesta natural de los quebrachales y matorrales aledaños.

Al rato comenzó a llover torrencialmente. Saqué mi ipod del bolsillo de la campera, enchufé los auriculares en mis oídos y seleccioné un tema pop, uno de música indie, sí, independiente y libre, así, como yo me sentía justo en aquel momento en ese punto único del mundo.

Safe Creative #0908304291158

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6 comentarios:

  1. Es lo mejor que se puede hacer cuando te rompen el corazón. Empezar a disfrutar la soledad.

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  2. No podría estar más de acuerdo con Tereza

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  3. @TEREZA:

    Puede ser, pero ¿cómo disfrutar cuando en realidad te partes en pedazos? es un tanto difícil, ¿no?

    Besos mi fiel lectora. :)

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  4. @ALTAN:

    Sí, me gustó el comentario de Tereza también, no obstante te digo lo mismo que a ella, ¿cómo disfrutar cuando en realidad te partes en pedazos?...

    Beso y gracias por pasar a leer.

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  5. querido literato, tras una larga ausencia de tu blog vuelvo a leer tus lineas y me encuentro con la maestria de siempre. me brindaste un buen recreo de la realidad. lei desde el primer hasta el ultimo capitulo de este cuento y me ha gustado entero. espero ver el desenlace pronto :)
    hice estas anotaciones a medida que leia:
    capitulo 1: siempre tuve la idea de que el frio es meramente un estado de la mente ;)
    capitulo 6: la metafora del hongo atomico es genial!
    un beso enorme

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  6. @COSASIMPROPIAS (SABRI):

    Un gusto verte de nuevo por éste blog, leyendo mis historias.

    ¿Te lo leíste todo junto? wowww jajaja

    Bueno, gracias por tus palabras y un gusto que te des siempre una vuelta por acá.

    Beso.

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