Ella comenzó a caminar. Lo hizo con extrema lentitud. De repente, como si una mano invisible la tomara de su hombro y frenara, se detuvo, se quitó los zapatos y se acostó sobre la hierba, justo al lado del sendero. Arriba, las copas de los árboles parecían hablar un idioma distinto a la superficie, los pájaros trinaban y danzaban en libertad, el sol brillaba con altivez, y el cielo, como un lienzo celeste gigantesco, parecía hacerse completamente elástico refractando todas las bondades de aquello que cobijaba.
Ya no volverá, se dijo, y sin titubeo alguno hundió la daga. Sus ojos, siguiendo la trayectoria de las palomas y los petirrojos que surcaban el cielo, se humedecieron de lágrimas y su corazón se estrujó de amor. Finalmente suspiró con mucho sentimiento y luego se dejó morir.
Miguel Luis Aguilera ©
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