domingo, 5 de abril de 2009

el suave precipitar de la pluma (2)


2.

Siempre imaginé que los abismos son pozos profundos, que muchas veces de tan profundos se vuelven infinitos y en los cuales el fondo, por el simple echo de la infinitud, no existe. Pero me equivoqué. Al menos con el abismo donde yo caí me equivoqué, pues toqué el fondo muy rápidamente y en un santiamén me encontré rodeado de un frío y una soledad terrible.

Después de aquel día donde mi pie tastabilló y cayó al abismo tras leer el periódico cultural, mi vida cambió drásticamente. Un mutismo alarmante y poderoso se compenetró en mi ser impidiéndome volver a ser el mismo sexagenario que días atrás era. Irina lo notó. Ella empezó a deambular como un alma en pena por la casa. Me observaba desde lejos sin decir palabra pero nuestras miradas se encontraban en los reflejos de las ventanas o en los espejos y cuando ello sucedía entendíamos que ese abismo la había succionado a ella también, o al menos a gran parte de su ser. Yo me sentía un hombre completamente infeliz. Mi carrera como escritor había llegado a su fin y sin sentirlo interiormente sobre mis hombros reposaba un enorme peso que me recordaba al peso de una lápida. Las letras, mis amigas, ya no danzaban en torno a mí. Las musas ya no me asaltaban por las noches ni siquiera buscándolas a través de un vaso de escocés añejo. Poco a poco comencé a descascararme y junto conmigo se descascaró también el amor que fluía entre Irina y yo.

Al poco tiempo de aquel día fatídico despedí con un beso en la mejilla a Irina, me dejaba, partía de la playa rumbo al destino de su vida. La vi alejarse meneando su esbelta y hermosa figura y hundiendo los pies en la arena de la playa. El viento del mediodía que corría sobre la arena intentaba desacomodar su capellina blanca, pero ella sosteniéndola con su mano derecha evitaba que volara de su cabeza. Me pareció una bella despedida. Dolorosa, claro, pero inevitable al fin. ¿Quién era yo para hundir la vida joven de aquella bella ninfa?. Nadie. Absolutamente nadie, o más bien sí, un escritor acabado que arrastraba los grilletes de la depresión por la finalización de su carrera y con él a su enamorada. No debía permitir eso, y por ende la ruptura fue justa.

Pensé aquel día cuanto poder tiene la crítica y cuan blanco fácil somos de los dardos envenenados de ella. Uno se piensa inmune al veneno, pero muchas veces ese veneno camina lentamente por la sangre y termina infectándolo todo, inclusive hasta al mismo espíritu. Coloqué mi silla mecedora en el alero de la casa y me senté a contemplar el mar justo al atardecer. Nubes color borra vino se presentaban sobre el horizonte y algunos relámpagos dibujaban graciosas figuras a lo lejos. Previamente había tomado un libro de mi biblioteca personal, Narciso y Goldmundo de Hermann Hesse, para leerlo hasta dormirme. Después de algunas páginas me identifiqué con ambos protagonistas como tantas veces lo hice al releer aquel libro. Palpé y sentí la gracia y el intelecto de Narciso y la audacia y atrevimiento de Goldmundo. Jamás había podido dejar de sentir al menos un detalle de algún personaje de novela que leyese. Mi espíritu de lector permanecía intacto, radiante, con fuerza, memorioso y hasta destellando velocidad para dibujar las escenas leídas en mi mente; pero no pasaba lo mismo con mis propias palabras. Mis historias pertenecían a una usina que había dejado de generarlas y ninguna idea salía de ella. Aquella usina ya estaba desierta y abandonada.

La tormenta no se hizo esperar y se abalanzó sobre la costa. Las palmeras más cercanas a la casa se mecían violentamente de un lado para el otro y las olas se comportaban salvajemente sobre el mar. El llamador de ángeles que colgaba en una esquina del alero se agitaba sin cesar anunciando un viento irrespetuoso y no el paso de un ángel distraído que con sus alas lo chocase. La naturaleza y su furia me rugían de frente y yo, sin moverme, permanecía sentado en la mecedora leyendo compenetrádamente aquel libro. Solo una cosa desvió mi atención. La misma melodía que había escuchado el día que leí el artículo. Volví a pensar en camaleones. El piano de cola tocando en alguna de las casas de la playa dejaba flotar melodías que tajeaban al viento hiriéndolo de muerte. Cerré el libro y lo posé sobre mi falda. Me mecí un poco más fuerte y entrecerrando mis ojos contemplé la oscuridad de la tarde, el vendaval, el mar incesante y cómo parte de mi esencia se dejaba arrancar de mí hasta elevarse al cielo dejando a mi cuerpo seguir meciéndose al antojo del viento.

8 comentarios:

  1. Wowww.
    Interjección de admiración, me recupero, sigo.
    Me sacudo algunas arenas de los pies para no ensuciarte la casa, te traigo un brandy, un libro con páginas en blanco para que vuelvas a inspirarte
    Besos laberínticos.

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  2. Sensacional texto que en extraño sortilegio se apoderó de mi mente mientras lo leía, paralelamente a la desaparición del personaje femenino, yo me fui acercando más y más...

    Un abrazo!!!

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  3. Encontre un placer muy especial al leerlo, al final hay una satisfacción a mi entender en el personaje.
    Su grandeza de entendimiento.

    Muy bueno.
    Besos.

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  4. Paola, el brandy es aceptado y la admiración después de la lectura es un buen síntoma que el texto te ha gustado.

    Gracias por seguir pasando por este blog a leer.

    Saludos.

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  5. Carmen Sabes, esa sensación de sentirse atrapado por un texto es la magia de la lectura. Si se logra entonces se escribió la imagen mental del escritor en perfecta legibilidad para que el lector la sintonice.

    Saludos.

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  6. Cecy, sí, de a poco el personaje va recapacitando y va encontrando el verdadero camino en su interior, en el hecho de saberse escritor más allá de todo.

    Saludos.

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  7. Simalme, gracias y bienvenida siempre.

    Saludos.

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