viernes, 4 de septiembre de 2009

mundos espiralados (9)

Paró de llover a la hora de la siesta. Me desperté con hambre. Tomé de la heladera un yogurt de vainilla, una manzana y me comí todo en un abrir y cerrar de ojos. Un arcoíris gigante cruzó el cielo con colores bien remarcados. Los arcoíris tienen un poder mágico sobre nuestras retinas que llegan hasta perforar nuestro interior, eso mismo se puso de manifiesto ante mis ojos ese día. El aire se sentía puro, tan puro que hasta costaba respirar después del aguacero. Volví por el sendero hacia el río. Necesitaba encontrar al dueño de aquella voz tan misteriosa. Las matas se mecían tranquilamente con el viento y el murmullo del río parecía cómplice de aquel movimiento. Recorrí el mismo sector en donde había estado y no pude observar nada ni a nadie. Recorrí unos cien metros cuadrados alrededor del sitio donde yo había ingresado al río pero nada anormal se veía. El sol ahora estaba bien alto y su luz entibiaba demasiado, tanto que ya hacía calor. Me quité la remera, me quedé con el torso al aire, y regresé al sendero. Tras divisar la casa observé que alguien estaba sentado en la galería. Supuse que era alguien del pueblo. Al llegar a pocos metros de la entrada de la casa ella levantó la mirada. No la conocía, nunca la había visto en mi vida. Sentí una extraña sensación cuando ambos nos escudriñamos milímetro a milímetro. No podría definirla pero supongo que fue muy parecida a la sensación que sentí cuando vi por vez primera a mi ex novia. Quise saludar pero no pude, quise gesticular pero no pude, por lo tanto me quedé parado como un idiota sobre la escalera de la entrada observando como ella seguía escudriñándome plácidamente.

Hasta que por fin habló.

Entonces volví a ponerme la remera. Había caído en la cuenta que aún estaba con el torso desnudo ingenuamente parado ante aquella mujer.

- ¿No has visto a un perro cimarrón por aquí? –dijo sin quitarme la mirada de encima.
Tartamudeé pero al fin alguna palabra salió de mi boca.
- La verdad que no. Hace pocos días estoy aquí y en lo que va de ese tiempo ni un solo perro he visto. ¿Nos conocemos? –pregunté como para guiarla hacia el camino de respuestas que me indicaran quien era aquella chica.
- No, no lo creo, nunca te he visto en mi vida –me respondió con aire a no importarle.
- Claro, seguramente. ¿Y el hecho que estés aquí, en mi casa, es por el perro cimarrón?
- Sí. Es la única casa en varios kilómetros, y cuando noté que había alguien habitándola pensé en preguntarle por mi perro.

Su charla era tan amena y serena que parecía que me conociese desde hacía años. Por un instante pensé que Audrey Tautou, pero no, la francesita no habría llegado a este paraje ni habría cambiado su torre Eiffel por sentarse en la galería de la casa de mi abuelo. Sin embargo el parecido de la chica con la actriz francesa era asombroso.

- ¿Quieres pasar?, hago café si quieres.
- No, no lo creo. Debo seguir buscando a mi perro y la verdad que el clima está exquisito para caminar un poco. Además pronto atardecerá y se pondrá fresco. Acá, en las sierras, refresca bastante, y más después de las lluvias. Tú no tienes cara de vivir por aquí, más bien pareces un chico de la ciudad, ¿me equivoco?
- No, no te equivocas. Vengo de la ciudad.
- Me parecía. Lo extraño es que no tienes los pelos con esos raros peinados, o un piercing visible, o un tatuaje que indique cuales son tus ídolos o tus creencias religiosas. Ahora todo el mundo a nuestra edad tiende a tener algo así en su cuerpo. Lo que llaman modismo, ¿no es así?.
- Pues yo no tengo nada de eso, pero si lo tuviera no creo que fuera algo malo ni nada por el estilo. ¿Acaso tú estás en contra de ese tipo de cosas?, yo no le veo nada de malo, al contrario, cada uno es libre de expresar lo que siente y cómo se siente y quiere verse.
- Sí, coincido. Pues no te lo critico, tan solo he dicho que me pareces la mar de normal. Solo que me pareció un tanto raro que viniendo de la ciudad no tuvieras algo de ello –dijo mientras se ponía de pie. A mí me gustaría hacerme un tatuaje en una de mis nalgas, tal vez un alacrán o un espino, no lo sé, pero por aquí no hay tatuadores y la verdad que poco voy a la ciudad. Aunque pensándolo bien creo que justo en ese lugar de mi cuerpo me dolería, y bastante.
- Claro, es entendible, por estos lugares casi no hay gente. Si no vas al pueblo o a una ciudad un poco más grande no podrás encontrar una casa de tatuajes. Yo, si quieres, te puedo recomendar alguno en la capital, tengo amigos que se han hecho varios tatuajes en su cuerpo.
- Gracias –dijo brindándome una sonrisa leve.
- Eso sí, seguramente un tatuaje en ese lugar te dolerá y bastante… pero también será un punto neurálgico de miradas masculinas –le dije riéndome. Ella rió también.

El sol se estaba poniendo y el viento sur de la tarde había enfriado bastante el clima. La humedad que la lluvia había dejado no tardó en darle su toque a la sensación térmica y empecé a sentir frío.

- ¿Realmente no quieres pasar?, se está poniendo frío aquí fuera.
- No, gracias, realmente ya tengo que irme. Ha sido un gusto conocerte y saber que no estoy sola por estos lugares. Por cierto, mi nombre es Isabel. ¿El tuyo?
- Mi nombre es Alan –respondí nerviosamente mientras ella estaba ahí parada contemplándome con su cara angelical.
- Bueno Alan, ha sido un gusto. Ahora sí debo marcharme. –Y dándose media vuelta comenzó a caminar rumbo al sendero para perderse en pocos minutos de mi vista.

Isabel. Hasta su nombre me gustaba. Entré a la casa, me puse un abrigo, encendí la luz y me dispuse a cocinar para la cena. Un par de bifes de carne vacuna que había en la heladera, un par de tomates y una botella de vino que había encontrado en el armario de la despensa. Mientras cenaba no podía dejar de pensar en la chica que como por arte de magia se había aparecido en la casa. Así, la noche se hizo dueña de todo el lugar. La casa quedó envuelta en un velo oscuro que cada tanto rompía la luz de la luna cuando lograba escabullirse de la opresión de nubarrones pasajeros. El viento sur seguía soplando pero más levemente. Apagué las luces de la casa y acompañado solo por ese continuo murmurar del viento me acosté a leer otro buen número de páginas del Conde de Montecristo a la luz de una vela.

Por la mañana me despertó la claridad del sol. Había dormido perfectamente bien. Me levanté y desayuné sentado en la escalinata de la galería. Los pájaros trinaban anunciando un día espléndido. Sentirse vivo en contacto con la naturaleza remueve ciertos patrones de nuestro ADN que parecen dormidos hasta que ese llamado natural es escuchado. Por unos momentos mientras tomaba mate recordé las rosas del empapelado del cuarto de mi ex novia. Ese tipo de recuerdos me asaltaban sin pedir permiso. Creo que aquel pensamiento me sobrevino por emparentar la flor con el momento que yo estaba pasando en el campo. No lo sé. Pensé que sería bueno salir a caminar y llegarme hasta el pueblo en busca de provisiones así que tomé mi mochila, la dejé completamente vacía, eché llave a la puerta y me marché rumbo al pueblo. El camino era de pedregullo, bastante sinuoso, pero la lluvia caída no lo había afectado. Desde las lomadas se podía observar perfectamente el valle y las sierras de fondo. El aire seguía sintiéndose con una pureza única, totalmente rara para mis pulmones de ciudad. Caminé los cuatro kilómetros que separaban la casa de mi abuelo del pueblo sin tener nada en mi mente. Si alguien me agarraba de los pies y me ponía boca abajo zamarreándome seguramente ningún pensamiento ni idea caería. Al llegar al pueblo me dirigí al único supermercado que allí había, necesitaba provisiones para unos diez días más.

Recorrí las góndolas de punta a punta poniendo dentro del carro del supermercado las provisiones. Conservas, aceite, papel higiénico, un par de botellas de vino, una bolsa de caramelos gomita, que se me hicieron costumbre tras haberle regalado tantos a mi ex novia, un desodorante en aerosol, espuma de afeitar, y un par de cosas más que me eran de máxima necesidad. Al llegar a la caja registradora me puse en la cola. Abrí la bolsa de caramelos gomita y me puse a comer un par. Estando ahí parado tomé un par de cajas de preservativos y los eché en el carro. Una mujer de la cola de al lado me observó alarmada.

Luego me di cuenta que en aquellos lugares no debía ser tan pública la compra de preservativos. Al llegar a la caja la chica del supermercado fue pasando uno a uno los productos por el escáner hasta llegar a los preservativos, y fue entonces que la vi sonreír. Al menos no se ruborizó, más bien diría que sonrió con cierto aire a lujuria. Pagué, coloqué las bolsas en mi mochila y me marché del supermercado. Al pasar por una de las dos tiendas de ropa que había en el pueblo observé que la chica que estaba detrás del mostrador me resultaba conocida. Era Isabel. No podía confundirla, su rostro era casi el de Audrey Tautou, tal como seguía yo sosteniendo. Entré sin preámbulos y me quedé parado delante de ella, una vez más, sin poder decir palabra alguna.

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2 comentarios:

  1. La vio de nuevo! Y nos dejas en suspenso... de nuevo! jajaja me tienes amarrada en la historia!

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