
Uno de esos tantos días mientras jugábamos con Duke arrojé su pelota lejos, tan lejos que cayó a la orilla del alambrado que separaba nuestra casa de la calle. La pelota se había perdido entre el ligustrino que crecía al borde del alambrado y Duke por más que lo intentó una y otra vez no pudo encontrarla pues su tamaño le impedía meterse entremedio de aquella maraña de hojas y ramas entrelazadas. El alambrado era para mí una línea natural, algo que desde que mis ojos vieron por primera vez estuvo allí, diferenciando mi mundo del otro, ese mundo que estaba fuera y que yo desconocía casi por completo. Aún recuerdo las voces de Padre y Madre sermoneándome sobre cuales eran mis privilegios y mis límites en aquella casa. El alambrado ocupaba un lugar importante, tanto como los enchufes de la pared o las hornallas de la cocina, todo aquello que podía causarme daño era tema para que mis padres pusieran énfasis en recordármelo cada tanto. Sin embargo, aquel día que la pelota cayó a la orilla del alambrado me escabullí entre el ligustrino en busca de ella y encontré un verdadero tesoro, tan esplendoroso a mis ojos que aún hoy cuando los cierro y lo recuerdo siento como la magia de la vida de tan visible pasa desapercibida con una invisibilidad total.
Corté unas pocas ramas y pude ponerme de rodillas debajo del ligustrino. Duke ladró un par de veces cuando me vio hacer aquello pero enseguida calló y se quedó erguido observándome. Cuando divisé la pelota y la tomé no pude de dejar de sorprenderme al ver el alambrado y detrás de él la calle. Los automóviles pasaban a toda velocidad y cómo alguna que otra persona caminaba por la vereda. Solo cuando Madre o Padre me llevaban al colegio o de compras podía palpar aquello, pero esta vez fue distinto, yo mismo podía observar aquel mundo fantástico desde mi propio mundo sin intervención de ellos. Me imaginé que la burbuja de mi mundo se había extendido hasta el alambrado y que ahora el ligustrino estaba dentro de ella, que Duke, yo y el ligustrino ahora formábamos una complicidad tácita y que todos sabíamos aquel secreto.
Me quedé absorto durante largo rato mirando a través del alambrado. Me tomé con mis manos del alambre y permaneciendo con mis rodillas hincadas en la tierra húmeda miraba como ese mundo que estaba más allá de aquel límite parecía tener un corazón y pulmones propios, y como las personas que vivían en él caminaban ensimismadas y totalmente ajenas al resto de ese mundo. Al principio visualizar aquellas imágenes me habían puesto eufórico pero con el pasar del tiempo y el contemplar de cómo la gente corría cada vez más presurosa con sus bolsas de compras o en sus automóviles sentí que algo de la magia del principio se había perdido y extrañé la tranquilidad de mi propio mundo.
En un momento sentí la curiosidad de ir más allá del alambrado. ¿Qué se sentiría estar del otro lado?, ¿encontraría nuevos amigos?, ¿habría una heladería o un kiosco cercano en donde me regalasen helados o golosinas?, ¿podría conseguir huesos enormes para Duke?, no lo sabía, pero las respuestas sonaban en mi interior con gran expectativa y una ansiedad terrible por conocerlas. Pero el alambrado era muy alto, acerado y frío. Un niño de mi edad jamás podría saltar sobre él ni mucho menos romperlo. Me deprimí, me sentí triste. Así permanecí un buen rato hasta que mis rodillas empezaron a dolerme. Duke ladró otro par de veces, tal vez mi madre me estaría llamando o tal vez Duke tuvo hambre. Así que decidí regresar y quitar el ligustrino de mi burbuja.
Al dar un paso atrás contemplé unas ramas del ligustrino que atravesaban el alambrado. Con belleza y docilidad se escabullían por entre los paneles del alambrado y cruzaban al otro mundo, a ese que yo no podía llegar pero que anhelaba hacerlo. Entonces me volví al alambrado y por entre uno de los paneles pasé mi mano y todo mi brazo imitando las ramas. Fue ahí, en ese instante que sentí estar en el otro mundo, hasta el aire que tocaba mi mano y mi brazo se sentía distinto. Un tenue rayo de sol tocó mi mano dándose paso a través de la copa de los árboles de la vereda y yo sonreí. Jugué con mi mano un buen rato imitando la posición de las hojas de las ramas que me acompañaban en aquella aventura tras el alambrado. Así me quedé experimentando aquel mundo hasta que mi madre me llamó a almorzar, escuché su llamado proveniente desde la cocina de la casa. Retrocedí dejando detrás el nuevo mundo, el alambrado y el ligustrino. Duke seguía parado en el mismo lugar que lo había visto por última vez, y al verme ladró otro par de veces. Le arrojé su pelota bien lejos y fue detrás de ella. Yo me quedé acariciándome mi mano y mi brazo, recordando como había sido aquella sensación de haberlos pasado al otro mundo, y experimentando por primera vez en mi vida aquella hermosa sensación de vivir lo que mucho tiempo después aprendí y atesoré y que se llama, libertad.