lunes, 5 de octubre de 2009

mundos espiralados (18)



Capítulo 18

El vapor de la pava la hacía silbar sobre la cocina. Meticulosamente ordené todo para el desayuno, el mate, la yerba, algunos bizcochos de grasa y llené el termo con agua caliente. Desde la cocina observaba a Daniela dormir en mi cama de manera plácida y serena como si se hubiese olvidado de que la vida existe y se hubiera entregado a los brazos de un abismo que la sujetaba de sus extremidades y la balanceaba lentamente hasta caer en el mundo de los sueños. Verla en aquella posición dormida tan profundamente daba la sensación que era el único ser humano capaz de haberse podido despojar de todos sus problemas y disfrutar de un buen descanso. La envidié sanamente por un instante. Sorbí un par de mates y me quedé pensando en nada mientras el sol entraba lentamente por el ventiluz de la cocina. Una línea delgada y amarilla penetraba lentamente y recorría toda la cocina. Iba cargada de vida. A través de ella se podía observar cómo las partículas de polvo, que son invisibles a simple vista, disfrutaban regocijándose en su calidez. Ese haz de luz solar entibiaba todo a su paso así que decidí recibirlo yo también y me crucé delante suyo dejando que me recorriera el rostro y parte de mi cuerpo. Cerré los ojos y sentí como el rayo me acariciaba de a poco, la sensación era increíble, de ese modo logré percibir después de mucho tiempo cómo mi cuerpo y mi interior volvían a combinarse en una única tibieza, algo que sentía había perdido desde hacía mucho tiempo. Abrí la heladera para sacar un pote de dulce de leche y al cerrarla otra vez estaban allí las letras imantadas. Volví a recordar la palabra “atemporal” que mi ex novia había mencionado en aquellos fatídicos días y los recuerdos quisieron hacerme sucumbir, pero esta vez no tuvieron éxito. Los frené a tiempo. Deduje que todo siempre es una trampa recursiva en dónde caes y te levantas una y otra vez hasta tan solo desaparecer. Desordené las letras y seguí tomando mate apoyado sobre la mesada de la cocina. Daniela comenzaba a despertar, parecía un ser que comienza a recobrar vida después de un eterno letargo invernal. Tiré la yerba al mate y puse nueva. Volví a calentar agua en la pava y llenar el termo. El sol ya había invadido por completo la cocina y ahora su luz iluminaba todas las letras imantadas de la heladera. Parecían otras, como si hubiesen cobrado vida, como si con su brillantez bajo la luz de sol expresaran lo que en su orden se podía leer, “mundos espiralados”.

Daniela despertó con una sonrisa. Radiante y única, así la sentí. Es que esa mujer sí que sabía producir sensaciones extrañas en mí. Desayunamos mientras charlábamos de cosas vagas y sin importancia. Nos reíamos y contábamos anécdotas de nuestras vidas como si fuésemos dos grandes amigos que nos conocíamos de toda la vida. Así de bien me sentía a su lado, así de importante era aquel momento en mi vida. Lo comparé con las luciérnagas del jardín. Esas luciérnagas que cuando yo era niño revoloteaban por el jardín de mi casa natal esparciendo su luz y embelleciendo el momento. Luces tenues eran algunas, otras un poco más vivas, pero todas a su momento dejaban su haz de luz diminuto y vivo para alegrarme la vida. Danzaban sin ritmo y sin itinerario fijo, de momentos se arremolinaban a mi alrededor y yo sentía la sensación de ser el agasajado, así que me echaba a correr con ellas detrás y reía, reía y no me cansaba de reír. Esas sensaciones indescriptibles de aquellos momentos de mi vida no tienen traducción, solo son para mí parte de los pilares que sostienen lo que soy. En mi veintena, aquel día que Daniela durmió en mi cama sentí cosas parecidas a las vividas con las luciérnagas de niño. Esa chica tenía luz propia, una luz que era intermitente pero que cuando me irradiaba me hacía sentir un muchacho sumamente feliz. Algo así como un faro en medio de la niebla y yo un bote pesquero a la deriva en ultramar.

Después de desayunar Daniela tomó sus pertenencias y me dijo que debía marcharse.

- ¿Ya te vas?, ¿no querés quedarte un rato más, o almorzar o tal vez a pasar el día conmigo por ahí vagando un poco? –pregunté ansioso.
- Me gustaría mucho, Alan, pero no puedo. Aún me queda un rato largo de viaje hasta mi casa y también tengo muchas cosas que ordenar y hacer. Pero nos veremos pronto, ¿te parece? Me gusta tú compañía y me hace bien. No me preguntes porqué he dicho eso pero es lo que siento. Siento que estar con vos me hace bien.

Sonreí.

- A mí también me hace bien tú compañía, Daniela. –le dije al momento que le di un abrazo sorpresivo.

Nos quedamos en silencio por un rato largo fundidos en aquel abrazo. La libélula seguía intentando entrar a la habitación y se golpeaba contra el vidrio. Iba y venía como en una misión a la que no debía fallar.

- ¡Mira!, ¡una libélula! –exclamó Daniela.
- Sí, desde que me he despertado está ahí intentando entrar, chocándose contra el vidrio.
- ¿Y porqué no la dejaste entrar?
- No sé, supongo que es debido a que después no sabrá salir y terminará cayendo muerta mientras choca contra las paredes. No se me ocurrió dejarla entrar.

Daniela corrió a la ventana y levantó el vidrio. La libélula lentamente entró a la habitación como si estuviera en un vuelo de reconocimiento del lugar. Voló por cada una de las esquinas de la habitación a media altura y voló a nuestro alrededor con ese vuelo tan nervioso y placentero que las caracteriza. Solo me limité a observar el rostro de Daniela y su reacción ante el insecto. Sus facciones demostraban que estaba maravillada ante aquella visión. Se sentía bonito estar viviendo aquel instante. La libélula parecía reconocerla, saber que esa chica amaba a los insectos de su especie. De repente la libélula se acercó a ella y se posó en su mano. Aquello me sorprendió y me llenó de asombro. Parecía haber un lenguaje invisible entre la mirada de Daniela y los ojos de la libélula que apuntaban directamente a los de ella. Me fascinó contemplar esa escena. Observé a mí alrededor y vi la habitación totalmente inundada de sol, un aire fresco y puro se colaba por la ventana abierta y una sensación de plenitud había invadido por completo la habitación como jamás había sentido. Me costaba asegurar que en aquel instante aquella era mi habitación, la misma que muchas veces vivía sumida en la penumbra o en la soledad de mis noches. La libélula se echó a volar nuevamente y en un santiamén salió disparada por la ventana. Esta vez sin chocarse nada, tan solo voló exactamente a través del hueco de la ventana. Daniela cayó sentada sobre la cama con una sonrisa que no podía borrársele. Yo también sonreía y no sabía porqué. Tal vez era todo por aquel hecho indescifrable o por el lenguaje invisible que tienen ciertas personas para comunicarse con otros seres.

- ¿No es maravilloso, Alan?, ¿viste cómo la libélula me ha reconocido?, yo siento que ellas me reconocen. Desde niña me pasa. Estando en las sierras, en la casa quinta de mis padres, las libélulas siempre revoloteaban por doquier y se metían en mi habitación como queriendo comunicarme algo o tal vez dialogar conmigo. Jamás maté a ninguna, tampoco lo haría nunca, y siempre me quedaba quieta mientras algunas de ellas se posaban sobre mí. Esto que pasó ahora hacía mucho que no me pasaba. A veces siento que ellas tienden a decirme cosas, o en su modo a susurrarme secretos o historias futuras. Tal vez mi cabeza de atolondrada sea la que supone cosas por el estilo, pero muchas de las cosas que han pasado en mi vida están atadas a acontecimientos como éste que acabas de presenciar. Es increíble. Tan solo pasa, así, como sucedió ahora. Una libélula entra en algún sitio, lo revolotea, se posa en mí, parece como mirarme y se va, como si nada, como si tan solo viniese a traerme un paquete con un mensaje dentro, el cual yo nunca entiendo.
- Tal vez sea así –dije- tal vez las libélulas tengan algún tipo de conexión oculta con vos. Creo en esas cosas. Creo que las personas tenemos conectividad con animales, con lugares, o con sucesos de la naturaleza como rayos, viento o el propio fuego. Desde chico he creído en ese tipo de conectividad así que no me asombraría que estés ligada a las libélulas. Después de todo no tiene nada de malo –le dije sonriendo.
- Claro que no. No tiene nada de malo. Solo que no sé cual es el tipo de conexión, aún no logro descubrirlo.

De un salto se incorporó de la cama, tomó su mochila y bajamos a planta baja del edificio. Nos despedimos con un beso en los labios y un fuerte abrazo. Esa despedida fue profunda. Sentí que volvería a verla. Algo había cambiado de aquella última vez que se había despedido. Tal vez la libélula tendría que ver. Seguramente que sí.

Volví a la universidad. Eso sucedió a los pocos días de despedirme de Daniela. Volver a aquel edificio fue repetir una vez más lo de los últimos dos años, pero esa vez tenía un toque extra, volvía al mismo sitio que hacía unos meses me había contenido en una profunda y dolorosa soledad. Caer en las fauces de la soledad es similar a ser absorbido por un hoyo negro del espacio exterior donde todo lo que tienes a tú lado se arrastra contigo, así sentía que todos los lugares que hube transitado durante aquellos momentos fueron a parar junto a mí dentro de aquel agujero negro. La universidad no era una excepción, puesto que allí nos veíamos a diario con mi ex y estar nuevamente en ese sitio reflotaba sensaciones que inmediatamente me apuraba a obstruir. Sin embargo todo parecía ser igual que hacía meses atrás, como si aquella vieja edificación plagada de estudiantes que van y vienen jamás se hubiera enterado de nada de lo que a mí me había sucedido. Supuse que tampoco tenía porqué una edificación reaccionar de algún modo ante mi vida, después de todo las edificaciones son moles que observan en silencio cientos de vidas a lo largo de los años. Los primeros días se sintieron extraños, cargados de nuevas responsabilidades y de otra vez comenzar el frenesí de las relaciones humanas en el campus. Por aquel entonces mis compañeros de universidad eran grandes personas, supongo que no siempre uno puede jactarse de tamaña cosa, pero a mí me había tocado compartir mis años de estudio universitario con compañeros de gran personalidad y carisma. Algunos, aquellos que supieron acompañarme a aquel bar de mala muerte donde el hombre calvo escarbaba su oreja, con sus miradas me comunicaban que me veían un poco mejor. Yo me sentía mejor. Pronto me acomodé al ritmo de la universidad. Iba a clases y me podía concentrar a la perfección, pasaba horas en la biblioteca estudiando sin distraerme y cursaba todas las materias del cuatrimestre. Cada tanto recordaba los momentos vividos durante mis cortas vacaciones, el rostro de la bella Isabel o la personalidad atractiva y enigmática de Daniela. No había vuelto a verlas, mi vida parecía haber ingresado en una intersección que había terminado bifurcando por un camino alejado de aquellas mujeres. Al tiempo de estar asistiendo a la universidad me crucé con mi ex novia en uno de los pasillos. Al principio fueron miradas fugaces. El corazón parecía salírseme del pecho. Por un instante pensé qué le diría si ella me dirigía la palabra, aquel momento me estaba ahogando, podía sentir la presión sanguínea en la vena de mi cuello y cómo toda mi visión se acotaba alrededor del lento caminar de ella hacia mí. Fue uno de esos instantes de los cuales uno se dice, “no lo olvidaré jamás…”

Me saludó tímidamente, devolví el saludo también tímidamente y mi voz se escuchó como si estuviese dentro de un pozo profundo casi llegando al centro de la Tierra. Se detuvo un instante a mi lado. Ambos nos mirábamos como reconociéndonos, como si un par de vidas atrás hubiese sido la última vez que nos vimos. Me resultaba muy rara e incómoda aquella situación pero no podía evaporarme de la escena, mis pies parecían petrificados y mis músculos no reaccionaban a mis órdenes. Estaba caminando sobre el filo de una espiral, haciendo equilibrio, temiendo caer nuevamente a ese abismo del cual tanto me había costado salir. La espiral me conducía a un horizonte difuso, del cual solo podía ver cómo él se engullía todo a mí alrededor y el equilibrio debía de ser más y más perfecto. Miedo, eso sentí, miedo a volver a equivocarme, así, como un ciego reciente que no reconoce mentalmente su hábitat. Sin embargo no sucumbí. Supongo que seguí el camino de la espiral.

- ¿Adónde vas? –me preguntó.
- A la biblioteca –dije.
- ¿Estás bien?

Pensé la respuesta por un instante. Dudé. Pero no fue una duda de no saber la respuesta sino más bien fue una duda de elaboración de respuesta.

- Si estar bien es sentir que es grandioso respirar y que tras tener los pulmones llenos de oxígeno sientas que la vida es hermosa y una alegría te desborda desde dentro hacia afuera te diría que sí, que estoy bien, en realidad muy bien –le respondí sosteniendo su mirada. Ella exhaló.
- Me alegro por ti.
- Gracias. ¿Y vos?, ¿estás bien?
- No sé. Supongo que sí. La verdad que no lo sé, a veces dudo que así sea. Creo que me he precipitado en algunas cosas, y en otras directamente he tomado el camino incorrecto.

No quise preguntarle más nada sobre su última respuesta pues sentía que si lo hacía me metería en un berenjenal del cual sería complicado salir para mi propio interior. El sentirme bien y sentir que me había repuesto de mi separación con ella no indicaba que pudiera exponerme a sentir un dolor abrupto o punzante por preguntas o palabras equivocadas. Me quedé en silencio observándola.

- Me gustaría tomar algo con vos, no sé, una cerveza o una gaseosa, algo, así como solíamos hacerlo antes, ¿te acordás? –dijo mi ex.
- ¡Ah! -musité.
- ¿Qué significa ese “¡Ah!”? –me preguntó nerviosamente.
- Nada, solo una manera de expresarme, deberías recordarlo pues suelo hacerlo seguido.
- Lo siento, no lo recordaba, supongo que muchas cosas no tuve en cuenta a su debido tiempo.

Tras decirme aquello último sentí que esa chica que tenía frente mío era alguien extraño, alguien que jamás había conocido y que solo yo mismo había dado forma en mi mente. Ella estaba allí en frente mío y yo me sentía como frente a un cuadro insulso en una galería de arte. Nada del cuadro me atraía, nada del cuadro terminaba por acaparar mis sensaciones, más bien parecía un cuadro más, como tantos que cuelgan de las paredes en una exposición de pintores nóveles. Hice una mueca con mis labios, una mueca que denotaba lástima. Ella percibió mi gesto e instantáneamente se echó a caminar, sin saludarme, sin voltear. A veces un gesto tiene más poder que una detonación nuclear, puede arrasar miles de kilómetros y llegar a mundos paralelos haciendo que todo se trastoque. Me quedé parado en medio del pasillo, con mi mochila apoyada contra mis piernas, con mi mirada perdida en la silueta de mi ex novia marchándose por el infinito pasillo. Cuando caí en mí me di cuenta que ella ya no estaba, que había desaparecido, tal vez había caído al abismo desde el borde de la espiral.


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2 comentarios:

  1. Me va gustando, se enreda cada vez más la trama. No me gustan las libélulas, hay algo en Daniela que no me cuadra todavía...

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  2. @TEREZA:

    Es una trama donde hay un nudo en el personaje principal y poco a poco se va desarmando, se va despejando, así como las nubes en el cielo después de una tormenta...

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